La primera vez que entré a un club como este mi mamá se estaba meando. Ante la puerta verde con luces de neón dudó por un instante, pero el cuerpo pudo más que su prudencia.

El guardián nos detuvo, cerbero inmutable:

‒Sabes las reglas. La niña no puede entrar.

‒Pues no la voy a dejar aquí afuera sola y con este frío. Es una emergencia ‒la voz confirma las palabras, el gesto apuntala la urgencia del momento‒. No va a dar ningún problema y de verdad, de verdad, me estoy meando.

Le ofreció un billete y redobló la angustia del rostro. El hombre dudó medio segundo, agarró el papel y se hizo a un lado. Mi madre me colocó junto al marco interior, hincó rodilla en tierra y me dijo al oído:

‒No te muevas de aquí por nada del mundo. Regreso enseguida.

He pensado mucho en esa noche y no entiendo por qué me dejó allí. Quizá le preocupaba más el espectáculo del baño, ocultaba un secreto que se haría frágil en el lavatorio, o ‒simplemente‒ no se le ocurrió llevarme con ella. ¿Quién sabe? Cuando uno “de verdad, de verdad” se está meando no piensa con claridad. A mí también me pasa.

Desde mi estatura de cuatro navidades, veía el lugar donde nacía la música. Sobre una mesa de tamaño exagerado, bailaba una mujer. Gorro rojo de borde y pompón blancos, traje verde bañado de lentejuelas doradas. La debí encontrar encantadora, porque pensé “Parece una mariposa” y en ese entonces adoraba a las mariposas.

Cuando mi mamá regresó, le dije, convencida:

‒Ya sé lo que quiero ser cuando sea grande.

‒Ah, ¿sí? ¿Y qué quieres ser?

‒Mariposa bailarina ‒respondí, levantando mi mano, índice en ristre.

Ella se echó a reír.

‒Vámonos de aquí, es tarde y tengo que hacer la cena.

Mientras cocinaba un pollo flaco y pálido, repetía:

‒La Navidad es para pasarla en familia.

A mí no me interesaba el pollo y del concepto Navidad solo entendía que ese día venía con regalos.

‒Para la siguiente quiero un traje de bailarina ‒dije, con el oso de peluche de aquel año entre mis brazos.

‒Ya veremos.

La siguiente Navidad, y las de otra década completa, se mantuvo la tradición de reunir a la familia. Toda ella. O sea, mi madre y yo en un país extraño, sin nadie más con quien compartir el mustio pollo. Cada año yo repetía la petición, inmutable en mi propósito. Mi madre ‒ojos en blanco‒ maldecía su vejiga.

Tenía quince cuando me regaló el gorro. Salté como resorte.

‒Es idéntico, es idéntico, es… ‒repetí hasta quedarme sin aliento.

Con él en la cabeza, bailé al ritmo de una música desdibujada en el recuerdo. Vino acompañado de una barba, anacrónica en mi fantasía. Mi madre insistió en que era más apropiada en estas fechas que un traje de tela escasa y corte ajustado. La amarré a mi cintura, imitación de minifalda. Estaba segura de que el gorro mágico me hacía flotar en el aire y concedía a mis movimientos una gracia inigualable. La ondulación de mis caderas peludas confirmaba la ilusión.

Cualquier sueño era posible. Esperanzada, pensé que quizá ‒si demostraba mi talento‒ al año siguiente se completaría el ajuar. Tendría que dedicar un rato cada día a ensayar las sinuosas convulsiones. Así lo hice, sin faltar ni una sola vez a la rutina autoimpuesta. Mi madre no estaba impresionada y enflaquecía a ritmo alarmante. Yo la veía más bonita, más elegante. Ella maldecía más que de costumbre y ‒cada tanto‒ pateaba las paredes.

Con la fragilidad que suele acompañar las ilusiones y la rudeza con que despierta la inocencia, llegó la siguiente Navidad. Ese año no hubo traje, ni baile, ni pollo, ni cena en dueto familiar. El club era un detalle intrascendente; la danza, una rutina sin sentido; la fecha, un día más de ese año absurdo. Pasamos la noche tomadas de las manos, rogando por un regalo milagroso. Que se fuera a la mierda el tumor aferrado a su vejiga. Ofendido por tantas maldiciones, el órgano había tomado venganza.

Hoy de nuevo es 24 de diciembre. Solo somos yo y el pollo flaco, que malcocino en memoria de mi madre, mientras repito en voz alta, con los pies clavados en el piso:

‒La Navidad es para pasarla en familia.

La frase se me atora en la garganta. Decido que, sin importar mis habilidades culinarias, no quiero cenar sola. Tampoco quiero comer un pollo amargo, espejismo de una tradición que ya no existe. Lo meto en una bolsa. Camino por las calles. Encuentro a un vagabundo que conversa con su perro. Otra familia de dos miembros perdida en una ciudad indiferente. Les entrego la bolsa y me alejo. Me alcanza un “Gracias, muchas gracias”. Asiento de gesto y lamento ser tan mala cocinera.

No soy consciente de mi rumbo hasta llegar a una puerta verde. Esta vez nadie impide mi entrada. Creo que el gorro desgastado me regala la edad que necesito. Me paro en el mismo lugar de aquella noche. La mesa se ha encogido, la música dejó de ser alegre, las luces iluminan con desgana. Sin embargo, la bailarina sigue allí. Podría jurar que viste la misma ropa, marca pasos idénticos, repite cada giro, intocada por el tiempo. Mi corazón se acelera.

Me acerco y la mariposa se deshace. Ahora puedo ver un rostro triste, ojos cansados, el hastío esponjando la piel, borrando su tersura. Lo que de lejos parecía una sonrisa, es una mueca contenida. El olor fuerte, enrarecido, mezcla inusual de cebollas con alcoholes. El traje bordado de remiendos, las lentejuelas sostenidas por hilachas. Quiero gritarle que se detenga, que pare la burda pantomima, que busquemos un lugar donde las mariposas vuelen adorables, etéreas, intangibles. Le quiero pedir que huya conmigo a un lugar amable y silencioso donde esperar, juntas, la siguiente Navidad. En familia.

Bailarina de verde
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Eduardo Goldman
January 4, 2020 12:26 pm

Conmovedor. Me estrujó el corazón.

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Arturo García Caudilll
January 4, 2020 5:04 pm

¡Excelente, extraordinario, fabuloso!

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José Luis Martínez
August 1, 2021 2:04 pm

Me encantó!

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Mariana
December 18, 2023 5:40 pm

Qué texto inmenso y desgarrado!!