Muchos años después, atrapada por la vida y las circunstancias, habría de recordar aquella tarde remota en que mi viejo me dio a leer un libro: Cien años de Soledad. Su autor era mi tocayo, y sus historias de gitanos arrabaleros que traen el progreso las había vivido yo en un pueblo antillano, en plena crisis desde que sus habitantes tenían memoria y cualquiera pasaba vendiéndote la más inesperada miscelánea a precio de lingote de oro. Lo que traían no nos hacía una mejor sociedad, pero nos permitía subsistir.
En mi pueblo las vacas tampoco se hacían fecundas con el amor, al contrario, se les consumían las ubres en los meses de sequía por la falta del buen pasto, pero los niños sí salían con colas de puerco, pelos en la cara y pitos pequeños, a causa del cruzamiento entre familias. Allí todos se conocían desde siempre, y aunque los hombres eran capaces de matarse por una mujer, o entre alcoholes por cualquier tontería, a la mañana siguiente volvían a ser hermanos en la dura tarea de perpetuarse. Se abrazaban, perdonando las injurias de la noche anterior, y se iban arrastrando los pies hasta los sembradíos. Todo, excepto la pretensión, era olvidado.
En la casa familiar, el abuelo hacía saltar la tierra de los corredores en busca de un tesoro que le dejaron sus tatarabuelos, y que, aseguraron, estaba enterrado en alguna parte. Yo tenía la impresión de que mi abuelo había leído también aquel libro, y por eso esperaba encontrar los pescaditos de oro del coronel Aureliano Buendía. Así es que cuando enloqueció del todo, no se me hizo mal amarrarlo al castaño y leerle las historias del coronel, de Úrsula Iguarán y de toda la fantástica descendencia; de esa estirpe condenada y sus cien largos años de soledades. Entonces me miraba, con los ojos nublados y la sonrisa sin dientes de sus casi noventa años, y yo dejaba que el cielo se nos cayera encima, porque él parecía feliz y para que las madreselvas nos crecieran entre los pies.
También Maíta se estaba volviendo loca. Se la pasaba escupiendo entre los pasillos, y sus escupitajos servían de abono a las madreselvas. Había decidido no hablar desde que viera partir a los hijos de su tierra loma abajo, con balsas hechas de tanques de agua en los hombros, cantando canciones de guerras ajenas y dispuestos a echarse al mar para huir de lo que fuera que estuviera sucediendo. Sin embargo, los demonios empezaron a habitarla el día que parada en la puerta de su cuarto, con el alma hecha jirones, le dije que yo también me iba. Su mirada nunca más recuperó el brillo de las hechiceras, porque de que era bruja, nadie tuvo nunca dudas.
En mi pueblo pasaba todo. El cielo llovía como desquiciado, las mujeres se volvían putas desde los doce años, los hombres alcohólicos y los viejos dementes. Cuando las abuelas se morían, se quedaban pululando los corredores de las casas vacías, y los gatos echaban cría en las esquinas mugrosas, a expensas de alimentarse de cucarachas y moscas, porque los ratones se habían ido a vivir a otro sitio menos hambriento.
Cuando el diluvio caía, nos subíamos a los tapancos y escaparates y dejábamos el agua correr entre los tablones de las casas, que se podrían de a poco y había que cambiarlos casi todos los años, ya fuera por el agua o por el comején. El agua se llevaba los malos augurios y los conflictos del pueblo, que no tardaban en regresar con el sol y la seca y la sed.
Allí, en medio de aquella insondable soledad de pueblo que era mi Macondo, me enamoré de un Buendía y el amor me hizo comer la tierra infértil hasta que se me rompieron los dientes. Luego casi pierdo la razón cuando la abuela me dijo que no me iba a casar y que mi hombre iba a morir en una batalla. Unos meses más tarde se lo comieron los tiburones tratando de cruzar el mar para llegar a tierra firme, y yo enfermé de tristeza.
Escribo para que se me olvide que nací en ese pueblo maldito, y que sus pasos, los de mi Buendía, ya no van a aparecer entre las cañadas verdes con flores medio marchitas en las manos; que quizás yo tampoco volveré a transitar los canales desiertos de la infancia ni a angustiarme porque el abuelo tiene la intención de marcharse con el primer gitano que llegue. Escribo para que se me olvide que si los alcatraces regresan a volar sobre la bahía, no es porque Macondo se está salvando del olvido, sino porque desde que llueve, solo los pájaros son capaces de buscar refugio en esas marismas perdidas de Dios.