Hace alrededor de 15 años, prácticamente la mitad de mi vida, un amigo me habló por primera vez de Isadora Duncan. Amaba la danza —dijo—, murió estrangulada por una bufanda que se enredó en la llanta trasera de un coche que la llevaba… luego no recordé a dónde. Me contó una anécdota: en una ocasión Isadora recibió por regalo, de un evidente enemigo, una caja de porquería (mierda pues). Ella remitió de vuelta una caja de tulipanes y un mensaje que decía, “Cada cual da lo que tiene”.

Pensé: una mujer así debía ser una gran mujer. Por casualidad murió trágicamente joven, para que su historia fuera más emocionante.

Todo esto me lo contó antes de dejar en mi habitación una postal con una dedicatoria que recuerdo hasta hoy: “¿El amor es, acaso, la respuesta a todo?” Isadora Duncan. Ese amigo y yo nos amamos efímeramente. Fue mi primer afecto, pero dejó muchos arañazos en los recuerdos. ¿Acaso la frase y anécdotas de la vida de Isadora fue lo mejor que me legó? Es posible.

Lo increíble: ¿cómo una artista, una figura, una imagen blanca, puede perseguirte tanto tiempo antes de que la llegues a descubrir?  Nunca olvidé aquellas anécdotas, pero tampoco hice demasiado por buscar más. Y es que la vida está llena de tantos misterios que algunos quedan ahí, latentes, hasta que un día aparecen como una visión en una librería cualquiera. Tal fue lo que me sucedió con esta bailarina y la historia breve de su intensa existencia, que hoy comparto.

Cuando llegué a México, todo fue encuentro y reencuentro con demasiadas cosas, a veces apabullantes. En uno de los instantes mágicos descubrí una autobiografía de esta mujer soñada en una feria del Centro. Me la llevé sin pensarlo, sin leer la nota de contracubierta, y descubriendo por vez inaugural su rostro en la portada del libro Mi vida.

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