Desde que llegué a este país supe que nos tocaría un gran terremoto. Vivía con el miedo invisible. Por eso me asustaba cada vez que temblaba lo más mínimo.

Pasaron cuarenta años de aquél sismo que se llevó la ciudad y dejó miles de muertos a la orilla, comprimidos por las piedras. Lo sé por las historias que recuerda la gente cada vez que se mueve la tierra.

El primer sismo que viví estaba en un cuarto de hotel con un amante. Ni notamos que el mundo se movía alrededor nuestro hasta que sonaron las alarmas. Para entonces ya había pasado y, por suerte, no hubo daños humanos.

Daños humanos es una frase aterradora. Significa muerte. Un día puedo ser la víctima de un daño humano. O, alguien a quien quiero.

Desde que estoy aquí he vivido varios temblores. Los primeros pasaron tan rápido que no tuve tiempo de asustarme. Pero el de 7,3 grados me dejó paralizada sobre una pared de la oficina. ¡Fue eterno! Ahí empezó la taquicardia, que ahora siempre regresa. El corazón me late tan a prisa que se escucha en varias cuadras a la redonda. La gente se asusta, además de con el sismo, con mis patéticas pulsaciones.

Hace unos días, estaba en una conferencia en un edifico antiguo y magnífico, de esos que se hunden en la historia: altos pisos, columnas imponentes. Las alarmas sonaron segundos antes de que empezara a moverse todo. Estábamos en alto y nos recomendaron quedarnos. Nos atrincheramos bajo una vieja mesa de madera gruesa. Solo pensaba: que no se caiga, por Dios, que no se caiga. Se escuchaban silbatos afuera y el susurro de la urbe tiritando. Me recorría la angustia de saber que alguien va a morir, quizás yo.

Pasados segundos, minutos, llegó protección civil. Debíamos evacuar el edificio antes de las réplicas. Tuve que esforzarme en regresar los intestinos a su lugar. Descendimos las regias escaleras de mármol roto, desgajado y moribundo. Bajamos en silencio, solidarios, cediendo el paso como en una marcha fúnebre. Trataba de comunicarme con mi familia. Los dedos no se movían o las teclas no respondían a los dedos.

Al pasar por un boquete de mármol abierto, vigas afuera y pared a punto de desmembrarse, salió mi madre. No quería que se fuera de la línea. El abismo bajo mis pies, con medios trozos de escalones, mostraba la dimensión de la catástrofe. Pasaron segundos eternos hasta el final del laberinto de escombros.

—Mamá, ¿están bien?

—Sí hija ¿y tú?

Mi casa es tan vieja como aquella humanidad revuelta, supurante, que descendía a las calles con el terror en los ojos. Alguien anunciaba que varios edificios habían colapsado. “Me cago en Dios”, dije recordando a mi abuelo que lo maldecía cada vez que nos hacía una trastada. No sé cómo esa casa no se había venido abajo. Esa casa que nos ha acompañado en este peregrinaje, a veces horrendo, que es la vida, desde muy distantes generaciones. Ha cruzado el mar y el tiempo hasta nuestra infinitud.

— De tu hermano no sé nada. Estaba en la universidad. Dijo mi madre

Prometí averiguar y llegar cuanto antes. Intenté comunicarlo. El corazón me retumbaba. Debía alejarme antes de que la gente pensaran que iba a sucederme algo, o confundieran mis estremecimientos con réplicas del terremoto.

Mi hermano estudiaba en la Universidad Central, que se había postrado sobre sus cimientos. Me aterraba que mis padres lo supieran. Corrí varios kilómetros hasta la casa. No se había desprendido ni una pestaña de aquella construcción antiquísima. ¡Qué raro mundo!, pensé, y subí las escaleras a zancadas con el último aliento.

La angustia de no saber de mi hermano me atrincheró en una esquina del balcón, desde donde vigilaba las calles contiguas. Me pegué el teléfono a la oreja y marqué hasta el tedio, hasta el calambre, como un acto mecánico al que me iba acostumbrando. Fumaba un cigarro tras otro y la taquicardia no cedía. El suelo de losetas se sometía a mis ronquidos, y mis padres lo soportaban sin hablar.

Vi ruinas de viejas localidades circundantes y pensé en ayudar. Mas, la ausencia de mi hermano me había apuntalado en aquel balcón. Demasiados pensamientos huecos flotaban en el aire removidos por la fuerza de mis movimientos cardiacos.

El viejo cucu del abuelo dio las 12 de la noche. Y no llegó. Y las 12 de la noche siguiente. Y otra vez. Y otra más. Me sentía culpable por haberlo traído. En mi tierra no hay estos peligros. Hay huracanes y carencias, pero no matan. ¡Tan joven mi hermano, cómo pudo hacernos esto!, pensaba, y las lágrimas se me secaban al borde de los ojos, por la brisa nocturna, antes de que pudieran correr.

¿Por qué no fui a buscarlo? Me aterraba ese amasijo de piedras y brazos y cabezas y pies enterrados. No soy tan fuerte. Y luego está esta jodida taquicardia. Además, tenía la furtiva ilusión de verlo llegar.

Al amanecer del quinto día, volvió. Las pulsaciones se detuvieron. La angustia se transformó en odio. ¿Cómo no nos había avisado?  Estaba segura de que había muerto. ¿Cómo me hace sufrir cuando sabe que me siento responsable de sus vidas en este sitio que se mueve y mata?

Cerró la puerta detrás de sus pisadas y dijo:

— La universidad se cayó, no quedó un ladrillo en pie.

Me levanté de mi suplicio y fui hasta donde estaba, polvoriento y exhausto. Lo abracé intensamente. Luego de mirarlo unos segundos para comprobar que no le faltaba nada, lo abofeteé tan fuerte como pude y salí a la calle.

Después supe que él sí estaba en las labores de rescate. Habrá que mudarse, pensé mirando el sol por primera vez en tantos días. Las lágrimas, por fin, se escurrieron hasta la blusa de cuadros que traía desde hacía casi una semana.

 

 

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