“Cuando nada pasa, hay un milagro
que no estamos viendo.”
João Guimarães Rosa
“Music is continuous; it only stops when we turn away and stop listening.”
John Cage
M. ha muerto y su partida nos obliga a revisitar los universos que creó por medio de su música. Nacido cuando terminaba la Segunda Guerra Mundial, perteneció a una generación que se sentía parte de un mundo lleno de certezas pero también, paradójicamente, de invitaciones a explorar lo desconocido.
La música llegó a él cuando era apenas un niño. Muchos años después, recordaba cómo esperaba temeroso a que le pusieran la inyección de cierto compuesto vitamínico en el silencio de un dispensario frío. Extendió el brazo, vio cómo una enfermera lo sujetaba a la bracera que partía de un costado de la camilla, y volteó para otro lado. De inmediato sintió el pinchazo en la vena y las manos de su madre mientras lo acariciaban para tranquilizarlo. Después de unos segundos, cerró los ojos y luego sintió que su boca y olfato se llenaban de un miasma metálico. Dijo lo que sentía y quienes lo rodeaban le aseguraron que era normal. “Es la medicina que viaja por tu cuerpo y va llegando a cada rincón. Se te va a pasar pronto”. Fue entonces cuando le pareció escuchar el tránsito de la vitamina desde los anchos ríos de sus venas hasta las pequeñas corrientes circulatorias hasta alcanzar los más distantes vasos capilares. El sonido era líquido, escarlata y férreo al mismo tiempo, y seguía ciclos dominados por la sístole y diástole de su corazón, alojado en las profundidades de su cuerpo joven y endeble.
Poco después, en el jardín de sus abuelos –que después le recordaría el de los Finzi-Contini en la entonces incógnita Ferrara–, percibió el sonido producido por el viento que se colaba entre las frondas; el zumbido de las abejas que buscaban alguna filtración en el estanque; el sordo rumor de la maquinaria en la fábrica contigua. Ese jardín estaba limitado por una pared que con sus manchas insinuaba mundos innumerables, y también servía como caja de resonancia para los sonidos del prado, dándoles mayor volumen pero sobre todo otra dimensión.
Ya adolescente, alguien le hizo escuchar unas grabaciones del canto de las ballenas. Le fascinaron esos ecos llenos de reverberaciones bajo el agua, y le inquietó que parecieran gemidos y susurros amorosos.
Con el tiempo, decidió convertirse en músico y quiso reproducir los sonidos de la naturaleza con instrumentos que se habían fabricado para entretejer frases melódicas y armoniosas. Más tarde, con la ayuda de los avances tecnológicos de su época, creyó descubrir la música interna de las cosas. A partir de ese momento decidió dejar de trabajar con sonidos simulados y se planteó su tarea, no como la de un creador, sino como la de un escucha.
Una tarde vio Il Postino y lo asombró la escena en que el cartero recorre la isla con una vieja grabadora tratando de captar la poesía de las cosas. Intentó entonces, como Mario, grabar el rumor de las estrellas, pero se dio cuenta de que eso es imposible porque está fuera del alcance del corazón humano.
Al fin, con la ayuda de micro sensores, acelerómetros y micrófonos submarinos, consiguió embarcarse en la aventura de captar sonidos imperceptibles, pero llenos de evocaciones, y ponerlos al alcance de la gente. Sus primeras piezas buscan demostrar cómo las cosas murmuran sus ecos silenciosos al unísono con lo que los rodea.
Entre sus obras más celebradas están “El segundo 10-24 de una demolición por explosivos”, “El rodar de una gota por el cuerpo de Helena”, “Los cactus que se hinchan con la primera lluvia del desierto”, “Llegada de la leche a las ubres de una cabra”, “El murmullo de la rotación terrestre cuando arrastra mi casa”, “El zumbido de la nube de espermatozoides que sitia un óvulo”, “La nieve que se compacta en un campo de trigo”, “El crujir de su falda cuando María cruza las piernas”, y una pieza que le fue sugerida por el título de un libro: “El estruendo de las rosas”.
Como sucede con frecuencia, sus obras más populares fueron menospreciadas: los críticos las tacharon de “fáciles” e incluso “populistas”. Dos ejemplos que vienen a la mente son “El girar de los tallos en un campo de girasoles” y “Las mareas de la sangre amplificadas por los dobleces de la concha de un Nautilus”.
M. argumentaba con pasión que sus títulos no eran metafóricos, ni siquiera poéticos, sino –por el contrario– descripciones precisas de los sonidos grabados. No obstante, muchos apreciaban más el aliento lírico de esos títulos que sus despliegues sonoros, muchas veces difíciles de asimilar.
M. murió el día en que quiso grabar el galope de los centípedos sobre la corteza de un árbol. Después de muchos esfuerzos, logró colgarse de un arnés en el dosel del bosque y pudo colocar sus delicadísimos aparatos en diferentes puntos de la enramada. Después de haber captado aquel sonido que, debidamente procesado en el acelerómetro, habría de reproducir la sensación magnífica de los cascos vegetales desbocados sobre la corteza crepitante, se deslizó una correa de su arnés, su cuello quedó atorado en una cuerda y murió ahorcado por su propia ambición. Así fue como su obra póstuma nos transmite el silbido de su último suspiro.
Es memorable el comentario de uno de sus críticos más agudos y difíciles de complacer, quien, fascinado ante esa obra accidental, describió su sonido como el de “las galaxias de arena que se comprimen al retirarse las aguas de una playa soleada a las cinco de la tarde”.