Usted conoce el motivo de mi desvelo. O si prefiere, mi obsesión. Son los ojos. ¿Los ha observado detenidamente? ¿Ha mensurado su creciente número? Cientos de ojos, miles, una multitud infinita de ojos. Inflamados, inmóviles, convergentes en un punto. Pupilas dilatadas que devoran esa única imagen con obstinada veneración. Sin parpadeo, casi. Encandiladas, hechizadas. Por momentos me recuerdan a las de un animal embalsamado, con ese brillo mortuorio que predice eternidad. Son miradas capturadas, esclavizadas, útiles. ¿De veras no capta la profunda devoción que transmiten esos ojos? Nacen de bocas entreabiertas, anhelantes, ansiosas por mamar de su palabra. Dispuestas a la risa cómplice cuando un gesto de ironía predica la denuncia al enemigo imaginario.

Esos miles, ¿o millones?, se someten con gusto a cada frase. Ya no importa lo que expresan, sino que alguien se atreva a declamarlas. La razón y los motivos se los han cedido a él, o ella, o alguna cosa, ¿qué más da? Su sentido de vida y de pertenencia. Sus corazones moldeados por la voluntad del führer. Da igual que Hitler ya no exista, porque siempre vivirá en quien acepte darle cobijo. En vestir su piel, en recrear su voz.

No piense que estoy loco. Sólo mire esos ojos y se dará cuenta de que siempre han existido, aun cuando por trechos permanezcan en letargo. Les basta una falsa promesa para despertar, y volver al eterno juego de entregarse a quien augure un sueño irrealizable, la cimiente de una nueva pesadilla. De alguna manera, son los ojos expectantes los que diseñan al líder. Los ojos que no son ojos porque nunca se han abierto. Son, en verdad, tatuajes circulares sobre el párpado.

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