La historia me llegó por medio de un viejo relato familiar que mi abuelo solía contar cuando yo era chico. Fallecido mi abuelo la versión quedó en el olvido –así solemos querer mitigar el dolor de la muerte–, sólo recordaba algunos fragmentos. Recurrí a mi padre para poder rearmar la totalidad de la historia. No sin algunas incoherencias me dio varios detalles que yo no registraba y una acertada sugerencia.

—Si me preguntas, te digo que el abuelo mentía. Había montado toda esa historia de la imagen de Evita que lloraba cada 17 de octubre sólo para hacerse el misterioso. Creo que la contó tantas veces que terminó por creerse el asunto. Y por lo que veo a vos también te convenció.

—¿A vos, no? ¿Nunca pensaste que tal vez…?

—Por favor, Germán. ¿Cómo podés creer en eso?

—¿Acaso la estatua de Gardel no aparece en cada aniversario con un cigarrillo en la mano?

—No es lo mismo, en ese caso una mujer le coloca el cigarro.

—Eso lo decís vos ¿No puedo entender que creas eso? – dije esto último en forma irónica.

—Mirá Germán, habría que ver si Leone Tomasi trabajó con el tal Battaglini, del que hablaba tu abuelo y después…

—Y después de confirmar que el abuelo no mentía.

En los registros de la biblioteca Nacional pude averiguar los detalles de cada escultor que trabajó en el proyecto que encabezó Tomasi. Battaglini, fallecido en el 1962, había participado en él, creado dos de las imágenes que engalanaba la Fundación Eva Perón. Sin embargo, averiguar sobre Battaglini, su paradero, se volvió complicado. Pedí información en el Registro Nacional y debí llenar formularios y juntar paciencia. Asistí varios meses hasta que finalmente obtuve los datos. La familia seguía residiendo en Arrecife, nunca se habían mudado de allí.

Hice mi valija y viajé hasta esa localidad. Era una casa amplia, me recibieron Juan y Leonor, junto a su hija Milagros. Leonor era descendiente directo del escultor. La casa era una mansión algo venida a menos, instalada en medio de un gran parque donde algunas esculturas, firmadas por Battaglini, se mezclaban con los arbustos y árboles. En un banco de madera, observé sentada a una mujer anciana. Supuse que era la esposa de Battaglini, la saludé levantando la mano pero ella pareció ausente.

Leonor mostró cierta desconfianza a la hora del diálogo, demoró en hacerme pasar a la propiedad, pero finalmente lo hizo. De a poco la charla fue ganando en intimidad.

—Mire, muchacho, mi padre sufrió mucho por la esculturas de la Fundación y en especial por esa de Eva que tenía instalada aquí, en el jardín. Yo era chica cuando una tarde volví del colegio y vi el camión militar que se iba.

—La estatua existió, entonces –me alegré.

—Déjeme terminar. Acá, en esta misma casa, vino el Almirante Rojas. Mi padre supo contar varias veces que el “Petiso”, así lo llamaba, se volvió loco cuando vio la escultura. Se le acercó, sacó el revolver y delante de mi padre, le propinó tantas balas que solo quedaron escombros.

—Pero…

—Después ordenó a los soldados que juntaran todo y lo metieran en el camión.

—Entonces la estatua existió.

—Sí, existió, tiempo pasado. Ya no hay nada de ella, venga, mientras le termino de contar le muestro el lugar del jardín donde estaba.

Fuimos a metros de donde estaba la anciana, Leonor, me tomó del brazo y me dijo:

—Esa es mi mamá, 95 años tiene, está muy enferma. No escucha bien, no le digo que hable de esto con ella porque se va a poner mal. ¿Me comprende?

—Sí, claro.

—Aquí estaba la imagen de Eva, fíjese que la había puesto en un lugar que se podía ver desde cualquier lado. Rojas le dijo a mi padre que si volvía a saber de alguna escultura de Evita en esta casa, nos mataba a todos.

—¿Rojas volvió?

—No que yo sepa. Pero cada seis meses mi padre viajaba a Buenos Aires para completar formularios y declaraciones juradas donde afirmaba no haber trabajado en ninguna escultura de Eva.

—Mi abuelo decía que la imagen, una vez por año, lloraba.

—¿Fermín Agosti, así se llamaba su abuelo? No recuerdo que mi padre lo haya nombrado alguna vez. No sé cómo llegó hasta su abuelo parte de esta historia. En cuanto a las lágrimas de la estatua, debo decirle que no creo que fueran ciertas.

—Le agradezco.

Leonor me invitó con un té y pan de campo, era una tarde plácida. Acepté la invitación y pude observar algunos recortes de diarios cuando Tomasi reclutaba a los escultores y el avance de las obras.

Abandoné el lugar un tanto abatido por no haber podido ver la escultura. Me había alejado unos pocos metros cuando la anciana esposa de Battaglini me salió al cruce. Estaba apoyada en un bastón canadiense.

—Venga –dijo y tosió con fuerza–. Soy Ángela.

—La esposa de Battaglini –dije en voz alta para que pudiera escucharme.

—No grite, haga el favor. Escucho bastante, pasa que a veces para andar escuchando algunas pavadas, mejor hacerse la sorda. ¿Quiere saber la verdad o se queda con la historia que le contó mi hija?

Dudé un segundo.

—No tengo tiempo –dijo la mujer– decídase.

—La escucho.

—Mire –tosió, me pidió un cigarrillo–. Si no tiene tabaco, no hablo –bromeó.

—Fumo negros.

—Da igual.

Le extendí uno, se lo encendí.

—Fíjese que no salga nadie, si me ven fumando se enojan. Lo que le contó mi hija es una leyenda que armó Battaglini, Dios lo tenga en la gloria –dijo mirando al cielo y persignándose–. Acá, en esa época había gente que no quería a Eva. Mi esposo, cuando hizo la estatua, la exhibió primero en el Club Unión de Fuerzas y luego la puso en el jardín.

—Pero…

—No se impaciente, serénese y va a llegar a viejo como yo. Cuando la Libertadora asumió, teníamos miedo. Vimos como se destruían las imágenes de la Fundación, muchas de ellas fueron tiradas al riachuelo. Mi esposo, para cuidarnos a todos, decidió llevar la estatua de Evita a Todd, a pocos kilómetros de Arrecifes. No estaba dispuesto a romper ninguna de sus obras. Entonces la cargó en una camioneta, fue hasta allá y se la donó a la intendencia. Pero le dijo que la imagen se llamaba Ave Maria  ¿Entiende el juego de palabras, no? Yo sola conozco la verdad, y estaba por llevarme este secreto a la tumba, cuando apareció usted.

—¿Y por qué no se lo contó a su hija, a su nieta?

—Nunca me preguntaron, jamás les preocupó eso, y no son peronistas, como yo.

—¿En qué lugar de Todd está?

—En la plaza principal.

—Es verdad que los 17 de octubre la estatua llora.

—Véalo usted mismo, ya le dije demasiado.

—¿Rojas estuvo acá?

La vieja escupió al piso y sacudiendo la mano derecha dijo:

—¿A usted no le enseñaron a ser respetuoso y no decir malas palabras frente a un mujer?

Viajé a Todd esa misma tarde. Era abril y aún faltaba para el milagro de octubre, pero la escultura estaba ahí. Era perfecta, Evita de rodillas abrazando a un niño. Observé que bajo los ojos de la imagen, en cada uno de ellos, había pequeños surcos. Adiviné marcas de algún llanto.

Saqué fotos y volví a casa de mi padre.

—El abuelo tenía razón –le dije y mostré las fotografías.

—Puede, pero no llora.

—El 17 de octubre lo veremos.

La edad le jugó con trampa a mi viejo, y en septiembre su corazón dijo basta.  Aquel 17 de octubre subí al auto, desanduve el camino a Todd. Compré una rosa blanca y la coloqué al pie de la estatua. Me senté a observar. Hace diez años de aquella vez, no he faltado para ninguna fecha, siempre cumplo con el ritual de la rosa. Me siento y contemplo, sin esperar nada, ni siquiera una sola lágrima. Al fin de todo, los milagros ocurren para aquellos que quieren verlos.

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