En medio de ninguna parte

No puedo extraviarme sin camino…

Repito estas palabras que me tranquilizan mientras la penumbra se come los edificios, las calles, las mismas luces de los autos que parecen rendirse ante un peso invisible, a una bifurcación del viento que lo aniquila todo, a un capricho de dios enojado y perdido, como un gran ojo negro que nos observa mientras nos cubre. ¿Nos cubre? ¿Por qué incluyo a los otros? Los incluyo porque en realidad los otros no son nadie y no quiero sentirme solo. No hay nombres que me pertenezcan, nadie a quien pueda convocar porque de todos modos sería inútil (mi propia garganta parece apagarse en este juego de sombras), ni un solo rostro porque ahora no son más que siluetas recortadas contra el vacío. ¿Seré yo también una silueta para ellos? No hay más que un  murmullo, un rumor invisible de gente caminando a mi lado. Pero en realidad no caminan a mi lado, no junto a mí, no hacia mí, no para mí. Un rumor que se confunde con algo que llega desde los años perdidos de esta oscuridad, como si hubiera estado siempre ahí, aguardando a que esta ceguera compartida me obligara a extender los brazos, agitar las manos nerviosamente como si dibujara un pequeño arco en el viento, esperando ese instinto primario y olvidado de asir las cosas al primer contacto… Lo escucho en las cavidades antiguas de mi oído: el sordo chasquido de mil bombillos quemándose al mismo tiempo, como un solitario y último latido; la campanilla ahogada de una máquina sumadora; una computadora que se apaga de pronto, dejando solamente un punto brillante y moribundo en el centro de la pantalla; una tarea inconclusa de oficinista confinado a un edificio muerto; la alfombra de un vendedor ambulante que recoge sus cosas porque ya nadie puede verlas en esta  extinción masiva de la luz.

Palpo, sigo palpando con mi mano temblorosa que se extiende necia entre el frío. Sigo escuchando el murmullo. Pero se ha transformado en  un nombre, uno que no puedo soportar porque este sí me pertenece aunque ahora sea el de una ciudad invisible, una ciudad perdida y devorada por una mancha oscura y líquida que se retuerce en las alcantarillas, en las vitrinas opacas, en los contornos ahora desaparecidos de bulevares exhaustos. Me retumba  en la cabeza con sabor a ocre…

San José

puedo escuchar mientras tropiezo con alguien, con algunos. ¿Será el mismo con el que tropiezo todo el tiempo, el que no puedo ver, el que antes era muchos y diferentes pero que ahora se ha convertido en uno solo por arte de este abismal prodigio en el que nos hemos quedado sin visión, sin esta retina luminosa que antes se llenaba con adoquines, librerías, restaurantes, zapaterías, puteros, policías, bancos, cafeterías, teatros, bares? Y ya que no puedo establecer diferencias con quienes tropiezo, opto por convertirlos en la misma persona, una y otra vez hasta que me convenzo de que no voy hacia ninguna parte. Nunca entendí los puntos cardinales, entonces me guiaba por los edificios y su forma de  cortar la distancia a los cuatro costados de la ciudad. Por eso nunca me sentí perdido aquí, pero afuera era distinto. Fuera de la ciudad, digo, donde no hay líneas rectas ni orillas con paredes a las cuales sujetarse. El campo siempre fue para mí un enigma de contornos difusos y extraños, un espacio de extensión abrumadora donde nunca supe si el camino tenía la milenaria y simple función de llevarte hacia un destino, o, más bien, era el infinito punto medio de ninguna parte. Afuera me sentía inútil, anodino, temeroso, invadido por un terror oceánico que me paralizaba. Y se me hacía tan difícil salir a respirar el aire nuevo entre los árboles, sentir con mi pie desnudo la irregular superficie de la tierra.

Por eso escapé, me escabullí entre el bosque y llegué aquí, hambriento y desarrapado, con la tristeza aún fresca en la frente.

Pero aquí, aun ahora que este apagón abisal parece habérselo comido todo, no me siento perdido, ya lo he dicho. Y no me preocupo porque sé que algún día terminará. La luz siempre vuelve, como todas las cosas, como los autos y las casas y los cuchillos y los semáforos y las calles. Aquí todo vuelve pero no se transforma, tan solo adquiere un tono levemente distinto, como estas gotas de llovizna que ahora rompen la monotonía de esta negritud y transportan el frío como cápsulas endemoniadas. Llegan desde todos los puntos y van hacia todas las direcciones. Chocan en mi rostro como diminutos puñales y empapan mi ropa poco a poco hasta hacerla más pesada. Pienso que esto no es normal. No es normal que  la lluvia salga de todas partes, no solo del cielo, sino de las ventanas, de las calles, de las aceras. Si esta fuera una noche con luz, con la fuerza eléctrica que parece movernos a todos y no solo a las máquinas, podría ver las gotas, identificarlas, medir el destello que reflejan al emprender su viaje desde lo alto hasta morir en los empapados adoquines.

Entonces me inunda este terror olvidado de la niñez, este vértigo que creí haber dejado atrás. Porque siento que la llovizna no es de aquí, es ajena a mi ciudad; vino de otro lado, de allá, de afuera. Apunto con el índice invisible, ese dedo mío que ahora no puedo ver. Apunto hacia algo que no existe, o que quizás se oculta entre la sombra, o quizás, aun peor, sea el culpable de ella. Y en cuanto más crece la crispación temerosa en mi cabeza aterida, más me atacan estas gotas heladas que parecen surgir de todas partes. Siento una gran máscara de agua en mi rostro que quiere ahogarme. Se introduce por mis fosas nasales. Intento no respirar pero es inútil, la llovizna parece tener vida propia. Ahora se mete por mis oídos y estoy demasiado débil para tapármelos. Viene de afuera, ¡lo sé!, viene con el lejano aleteo de la libélula, con el roce del viento en la hojarasca, con la inútil letanía de la abuela, con este insoportable ruido de mar, de orilla infinita, de arena pálida, de una piel morena que gime primeriza cuando estoy entre sus piernas.

No veo nada de esto, pero lo escucho, lo huelo, lo siento en los huesos que ahora se vuelven escarcha. Pero sobre todo escucho la débil voz de la abuela, de mujer con delantal, de matrona, de santos ocultos tras la puerta. La  siento en medio de ataúdes, llamándome, levantando la cabeza y abriendo los ojos mientras me oculto en las piernas de los adultos. Pero me sacudo y pienso que nada de esto puede ser. Es demasiado ridículo, demasiado literario. Debe ser a causa de mis sentidos atrofiados por el apagón, de esta oscuridad que ya ha durado… no sé, horas, minutos. Ya no siento el ataque de la llovizna. Me vuelvo a secar todo por dentro hasta volver a ser parte de un gigantesco cuerpo de gente que no veo pero que sigue ahí, esperando a que todo termine. O, mejor dicho, que empiece de nuevo la luz y su ritual de movimiento perpetuo.

Ahora me siento leve, y una pequeña claridad me ciega. Ha llegado la luz pero no la visión. ¿Será esto posible? ¿Será que ahora me sumerjo en un sueño? ¿Será que todo hasta aquí había sido imaginado? Pienso todo esto mientras la abuela sigue rezando en medio de ninguna parte…

 

 

 

 

 

Sombras
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