El vendedor de agonías 2

Parpadeó en mi memoria lo ya vivido un año atrás, y que ahora evocaba como en un sueño odioso y recurrente. La misma sensación de extrañeza al descubrir el cartel de Agonías, los frasquitos de colores expuestos en anaqueles como una vulgar selección de perfumes y cremas faciales. Alguna que otra cadenita con medallón dorado como parte de una biyuterí. Nada emparentado con la muerte, a excepción de la Bersa 9 milímetros que, a diferencia de la primera vez, ahora llevaba en el bolsillo de mi campera.

   Traspuse la puerta de madera rústica, delatado por un quejido de bisagra que parecía servir de alarma. El mismo perfume pegajoso y dulzón de aquel día. El mostrador al frente, el mismo viejito de anteojos, la sonrisa empotrada en su boca, como la de esos muñecos de plástico a los que muchos niños arrancan la cabeza de puro fastidio.

   -Qué gusto verlo de nuevo -exclamó, con un tono jovial que me sonó a burla.

   No perdí tiempo en sacar el arma y apuntarle justo sobre el entrecejo.

   -Se acuerda de mí? -desafié.

   -Por supuesto -respondió sin inmutarse-. Usted es el que se casó con la paralítica. Porque al final se casó, ¿verdad?

   Mis palabras salieron como escupitajos.

   -¡Me casé! ¡Por su culpa!

   -Yo nunca lo obligué. Usted tomó la decisión. Y no me va a negar que eso lo salvó de sufrir mis agonías.

   -Agonía es lo que estoy viviendo ahora, por seguir su consejo.

   Supurada mi primera carga de resentimiento, tomé un largo sorbo de aire y bajé el arma.

   -No, no -dijo él, sorpresivamente-. Siga apuntándome. Nada más estimulante que una amenaza de muerte.

   Elevé a medias el caño de la Bersa, confuso, como un niño que obedece la orden de su padre sin por eso entenderla. El viejito apoyó los codos sobre el mostrador generando cercanía. Parecía un almacenero amable que aceptaba la devolución de una conserva en mal estado.

   -Y ahora explíqueme cuál es su reclamo -quiso saber, aunque sospeché que ya lo sabía.

   Cambié de mano la pistola y refugié la otra en el bolsillo.

   -Hace un año le conté mi historia, mi tragedia. No puedo creer que la haya olvidado.

   -Nunca olvido una historia, de las muchas que me cuentan aquí. Había una mujer enamorada, pero usted no le correspondía. Le dijo la triste verdad cuando iban en su auto. Ella se largó a llorar, usted quiso consolarla, una imperdonable distracción, y una mala maniobra que terminó en accidente. Ella quedó paralítica.

   Asentí lentamente. Mi desgraciada historia relatada en pocas palabras resultó más que vívida, fue como si el tiempo nunca hubiese transcurrido desde aquel fatídico choque en la autopista. El mismo dolor naciendo en la boca de mi estómago. La misma tortura al verla enclaustrada en esa silla, con los ojos tristes de quien vela sueños muertos.

   -Exacto -reafirmó el viejito, con su exasperante hábito de adivinar pensamientos-. Recuerdo cuando vino usted aquí esa primera vez. Recuerdo su expresión de hombre vencido, dispuesto a comprarme cualquier brebaje con que envenenarse paulatinamente, solo para que ella tuviera el consuelo de verlo sufrir hasta el infinito, expiando la culpa de no haberla amado.

   Sacudí la cabeza, algo en las palabras del viejo me irritaba.

   -No necesito compasión  –rezongué-. Y menos esa perorata cursi.

   -La cursilería es la esencia misma de la vida, antes de ser desmantelada por la razón. Pero no quiero importunarlo con estas frases de autoayuda doméstica, tal como lo definiría usted con ironía.

   -Escuche…

-Déjeme terminar. –Se sacó los lentes para masajearse un ojo con los nudillos-. Hace un año usted estaba dispuesto a terminar con su vida, no sin antes conocer el infierno sobre la Tierra, por eso vino a mí, para que yo le proveyera de una agonía terminal. La purgación perfecta para el mayor de sus pecados. Pero estalló en alivio y felicidad cuando le sugerí que casarse con ella sería el mayor de los castigos, evitándose el tormento de una muerte dolorosa. Pensó en reparar el daño causado entregando nada menos que su propia libertad como moneda de cambio. Y eso funcionó por un tiempo, ¿verdad?

   -Por un tiempo.

   -Luego empezaron las demandas de ella al presentir que su amor no era auténtico. Con cada demanda crecía su resentimiento. Como usted mismo lo predijo, empezó a odiarla. Al punto que hasta le sedujo la idea de asesinarla.

   -Fue justamente por eso que compré esta pistola. Para matarla, o suicidarme.

   -Pero no hizo nada de eso. ¿Por qué?

   -No lo sé. Nunca me animé a comprar las balas.

   Me encogí de hombros y dejé la pistola sobre el mostrador, como quien se deshace de un cacharro inútil. El viejito la miró con sorna y la hizo girar como un trompo, igual que en esos juegos mortales al estilo de la ruleta rusa. El caño dejó de girar, apuntándome. De inmediato me interpelaron sus ojos, ávidos, de alguna manera, bestiales.

   -¿Y ahora qué? -inquirió.

   -¿Ahora? -Y dejé que todo el peso de mi cuerpo descansara sobre la mano apoyada en el mostrador-. Ahora estoy igual que antes, o peor. Me muero de culpa solo por pensar en matarla.

   -Tampoco se ha suicidado.

   -Si lo hago, ella sentiría que algo de culpa tuvo en mi decisión. No, prefiero una muerte lenta, culpar a una enfermedad terminal nos libera a los dos. Es por eso que vine. Esta vez sí, voy a comprarle una agonía.

   Él meneo la cabeza. Parecía decepcionado. Como un jugador que descubre la fragilidad deportiva de su contendiente.

   -La agonía está bien para el final. Pero aún no agotó sus posibilidades.

   -¿Posibilidades de qué?

   -De seguir buscando una salida menos… trágica.

   -No me ilusione. Yo sé que no hay otra salida.

   -Siempre hay otra salida, hasta que ya no la hay

   Una secreta, intrusiva esperanza, me quitó de las manos la soga fantasmal que estaba anudando a mi cuello.

   -¿A qué se refiere? –musité.

   -Una de las armas para combatir esa trampa de odio y culpa es la distracción. Me refiero a producir un hecho convulsivo que desvíe la atención del foco central, como hacen muchos gobiernos.

   -Perdón, pero no lo entiendo.

   -Cómo explicarle. A ver… -Abrió un cajón bajo el mostrador, revolvió un rato lo que por el sonido serían unos blisters, y por fin sacó uno-. Tenga -dijo ofreciéndomelo. Bajo la transparencia, esta vez, había una pastilla grande y marrón. La miré con desconfianza.

  -¿Qué es?

   -La salida. Vamos, anímese.

   Me resultaba sacrílego negarme a seguir la sugerencia de alguien que me miraba a través de sus lentes con la convicción de un médico especialista. Extraje la pastilla y dejé que mi lengua la atrapara. Me sorprendió el sabor dulce, intensamente familiar.

   -¡Muy rica! -aprobé-. ¿Es de chocolate?

   -Uno de los ingredientes es chocolate.

   La pastilla se deshacía con rapidez en la boca, extasiando mi paladar.

   -¿Y usted cree que con esto…?

   -Tenga paciencia. Pronto sentirá el efecto.

   -¿Efecto? -me alarmé-. ¿Qué clase de efecto?

   -Ya le dije, una distracción. Lo que usted ha tomado es un súper purgante.

   Tragué saliva junto con el diminuto resto de pastilla.

   -¿Cómo un purgante? No entiendo… ¿para qué?

   -Justamente para purgar la culpa acantonada en su vientre. Verá, esto lo tendrá un tiempo ocupado en el baño, despidiendo heces históricas, y gases, y también maldiciones.

   -Pero… esto es ridículo. Yo no sufro de estreñimiento.

   -De alguna manera, sí.  Pero no importa, usted obtendrá grandes beneficios con esto. Los retorcijones no lo dejarán pensar en su culpa, y mucho menos en matar a su esposa. Y cuando todo pase se sentirá tan fresco y livianito que la vida le parecerá maravillosa.

   -¿Me lo dice en serio?

   -Este proceso durará una semana. Luego, sus males pueden recrudecer, entonces podrá tomar otra pastilla y repetir la experiencia. Y si al cabo de unos meses la intensidad de su culpa no mejora, entonces sí, pensaremos en una agonía que valga la pena.

   En ese momento sentí un retorcijón a la altura media del vientre. Al principio leve, pero que fue creciendo hasta presagiar una procesión fastuosa a todo lo largo de mis intestinos.

   -Uuyuy… -gemí, al tiempo que mi cuerpo se arqueaba sobre el mostrador.

   Él se limitó a sonreír celebrando mi pequeño martirio con orgullo profesional.

   -Buena la pastilla, ¿verdad?

   -Uyyyyyyy… déjeme pasar al baño.

   -Lo siento, pero está ocupado. Mi esposa tomó a la mañana una de estas pastillas y todavía sigue ahí.

   -Uyyyyyyyyyyyyyyyy…

   -Espere… ¿A dónde va? Ya le dije que el baño está ocup… ¡No entre! ¡Oiga! Pero… Perdón, querida… es un cliente y… ¡Salga de ahí, cretino! ¡Basta! ¡Suelte a mi esposa! ¡Por favor! ¡Dejen de pelear por el maldito inodoro!

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Guest
Annia
March 2, 2021 5:12 pm

Tan genial como el anterior. Me encantó y me quedé deseando una antología de agonías. Eso sí, literarias, que no cargo yo con culpas tan pesadas. 😉

Guest
Eduardo Goldman
March 2, 2021 10:49 pm
Responder a  Annia

Me alegra muchísimo que te haya gustado, Annia. Gracias por hacermelo saber.

Guest
Luciano
March 3, 2021 12:50 am

Sólo un cinéfilo como el Hombre de la Chocotorta podía acabar con el mito de que las segundas partes nunca fueron buenas… gracias por estas agónicas lecturas!