Ha transcurrido mucho tiempo y sigo obsesionado con esa puerta. No hago más que recordar. El calor húmedo pegoteado en mi frente, el peso de la navaja en el bolsillo de mi pantalón, los minutos previos al epílogo sangriento. Recorro con mis dedos las vetas en la madera lustrada, la ordinariez de una puerta que me separa de ella. Almaceno el odio, disfruto de mi extravío. Mi mano criminal insertando la llave. Me detengo por unos segundos, sorprendido al ver parte de mis ojos reflejado en la mirilla, como un aviso, una denuncia de la locura que encierran.
Ella está esperándome. Su rostro entumecido por el miedo, sus brazos acodados a la espalda, apoyados en un mueble. Sus labios tiemblan cuando habla de separarnos, de que ya no resiste, de mis celos enfermizos. Mis dientes se prensan triturando reproches, yo sé que me engaña con algún otro, pienso en un tango, pero mi música interna es mucho más trágica. Macabra. Ya no tolero que me traicionen, que se rían de mí, que me humillen. Veo la mentira en sus palabras, en su estudiada condescendencia. Veo los mil momentos en que fui un trapo de piso, en que fui muy poco para ella. En que fui nada. Pero aún la nada tiene vida y se rebela. Mi puño se estrella en su quijada de porcelana enviándola al piso. Se toma la cara, angustiada, me pide que no siga, que ya no, que ya me ha denunciado en la comisaría de la mujer, que ha ido con una amiga. Mi furia, como ajena a mí, extrae la navaja y la despliega. Ella… ¿Cuál era su nombre?, curiosamente es lo único que no recuerdo, ella abre grande la boca, tarda en salirle el grito. Nada me detiene. Me acerco blandiendo la hoja afilada, lista para el degüello. Quisiera contenerme. Quisiera alguna palabra que me haga soltar el arma, algún perdoname, te quiero a vos, nunca te engañé, pero ella solo grita su espanto al ver mis ojos frente a los suyos. De pronto un estampido, un dolor agudo escarbando mis entrañas. Caigo de espaldas. Luego de un momento, veo el revólver que sostiene con las dos manos. Lleva puesta una sonrisa tiesa y la desesperación en el gesto.
La muerte me ha deparado la más sutil de las torturas. La de repetir ese momento hasta el infinito, tratando de cambiar el desenlace, de buscar otra salida que me libre de un final tan absurdo y trágico. O peor aún, inútil. Pero no se puede borrar lo que ha sido escrito. No hay tinta más indeleble que la que uno ha plasmado en sus actos. Y es así que permanezco por toda la eternidad, tirado boca arriba, viéndola soltar el arma, arrodillándose junto a mí para llorar con sus labios temblorosos, herida de venganza y pena.
Yo también siento pena. Nada de dolor físico. Solo algo de frio, y esa tenebrosa, inanimada pena. Fue lo último que sentí hasta que todo se apagó. Desde entonces vago por las diferentes escenas de mi vida, como en una película incomprensible que siempre se detiene junto a esa puerta, frente a la mirilla que devuelve mis ojos acechantes. El último aviso. Pude haber arrojado esa navaja muy lejos. Pude haber escuchado sus palabras, haber creído en su dolor, haber entendido el mío. Pude haberla amado.
No fue el destino, sino mi arbitrio sellado en el tiempo lo que me condena.
Siempre es un placer leerte, Edu. Un abrazo.