Ella veía que durante las tardes a su sombra le crecían alas, nacían y se desplegaban serenas, por eso los doctores del neurosiquiátrico Moyano la acusaban (qué otra cosa es sino un diagnóstico) de loca. Le pusieron por nombre Iris aunque su documento decía uno bien distinto que jamás olvidó, simplemente lo dejó de lado para hacerlo tan libre como ella ya no era.
Se paseaba descalza luciendo una remera gris
demasiado holgada a la que había pintado con fibrón “Farfalla il sogno”;
llevaba el pelo negro, rizado, atado prolijamente. Sus ojos grises tenían
momentos de brillo vivaz, pero en el fondo una tristeza infinita soplaba como
un vendaval.
No era de palabra
fácil, prefería guardar silencio que sólo quebraba para pedir un cigarrillo o
hablar con el psiquiatra cuando éste la interrogaba. “En cada pétalo de
luz siento latir mi sombra de mariposa, doctor”, solía murmurar ignorando
que esa respuesta la condenaba a permanecer en aquel hospital de por vida.
Nunca se resignó al encierro, en algún momento
intuyó que el problema real estaba en su sombra, y si lograba desembarazarse de
ella todo se solucionaría. Utilizó distintas tácticas para su objetivo: A veces
a la hora del “pastilleo” robaba los sedantes de las otras internas
para tomarlos todos juntos y entrar en un sueño pesado que a veces duraba dos
días, esperanzada en que al despertar y pararse al sol del atardecer, no
hubiera alas. Optó también por bailar a pesar de no tener música, se calzaba
los destartalados auriculares que enchufaba a una caja de fósforos húmeda y
vacía. Giraba y giraba con la secreta idea de marear a su sombra hasta lograr
perderla. Otras veces se acomodaba en un viejo banco de piedra, cualquiera que
la viera podría pensar que hablaba sola, pero en realidad rezaba para que Dios
se apiadara de ella y la ayudara a no ver esa silueta alada.
Con todos estos fracasos a cuestas comenzó a pasar horas en los fondos del Moyano, cerca del alambrado perimetral que separaba el hospital de las vías ferroviarias. Se sentaba todas las tardes a ver pasar los trenes, mientras de reojo observaba sus alas amanecer. Entonces allí armó la última estrategia. Una tarde de junio, mientras pasaba la máquina verde, azul y blanca de El Entrerriano y la sombra se alzaba distraída, ella corrió, saltó el alambre, ganó los rieles y siguió en veloz carrera. Una y mil veces miró hacia atrás para ver si era seguida, llegó a los galpones del ferrocarril y sin dudarlo trepó a una locomotora. Nadie supo cómo pero logró encenderla y avanzar unos metros. De no ser por la intervención de personal policial que la detuvo, se hubiera marchado lejos de ese mundo de encierro y pastillas, sin dudas que con su sombra, pero sin tanto terror de ella.
Iris volvió al
Moyano, las autoridades quitaron el alambrado divisor, en su lugar colocaron un
murallón sólido. La confinaron a un pabellón de mayor seguridad, le cortaron el
pelo, le arrancaron aquella camiseta para ponerle un uniforme blanco y un
chaleco que la convertía casi en una oruga. Entonces ella supo que su sombra no
había sido un problema, sino un presagio.
Los trenes siguen pasando cada vez más viejos, descoloridos, afónicos en sus sirenas, menos ágiles. Iris ya no los ve, sin embargo, contra aquella muralla, en los atardeceres, la sombra de mariposa se despereza triste pero viva, bate sus alas y levanta vuelo.