Había una vez una muchacha triste llamada Cenicienta. No triste porque sí, como deporte, sino más bien porque vivía con dos hermanastras que siempre la trataban mal, y también con una madrastra que se la pasaba dándole órdenes con cara de limón ofendido.

  “¡Cenicienta, limpia la escalera!”, le decía. “¡Cenicienta, plánchame el vestido!” exigía luego. “¡Cenicienta, sírveme el té!”.

   Y era así que la pobre muchacha se la pasaba trabajando todo el santo día, sin tiempo para ir a pasear o para mirar la telenovela de las cuatro, cosa que hacían las otras mientras ensuciaban el piso comiendo pochoclo. ¡Pobre Cenicienta! ¡Qué cansada se acostaba por las noches! ¡Cuánta tristeza la invadía en ese cuarto solitario, metida en un pijamas viejo y lleno de agujeritos de polilla!

   Un día, la madrastra llegó entusiasmada de la calle para dar una gran noticia. El príncipe había decidido invitar a todas las chicas del reino a un baile en palacio, con el fin de escoger a la más bella como esposa y futura reina. Había también un premio consuelo para las finalistas que consistía en dos pasajes a Disneyworld, pero las hermanastras, que a ojo de buen cubero resultaban bastante lindas, empezaron a soñar con la boda real que le tocaría a cualquiera de ellas.

   “¡A mí! ¡Yo seré la princesa!”, decía una.

   “¡No! ¡La princesa seré yo!”, respondía la otra.

   “¿Y yo?”, preguntó la inocente Cenicienta.

   Las hermanastras rieron de buena gana y luego se burlaron con saña.

   “¡No seas tonta, Cenicienta!”, intervino la madrastra. “¿Cómo ha de fijarse un príncipe en una fregona como tú, que ni siquiera tiene E-mail?”.

   Rieron aun más fuerte las hermanastras, y Cenicienta, humillada, se dedicó a pasarle el plumero al gato mientras gruesas lágrimas resbalaban por sus mejillas.

   Llegó la noche del baile y las tres perversas mujeres salieron rumbo a la pachanga real. Cenicienta las vio partir, con algo de envidia y mucho de dolor. Había empezado a llorar amargamente cuando de pronto se le apareció un hada. Cenicienta, sorprendida, le preguntó quién era. El hada le mostró su credencial del Sindicato de Hadas y le propuso que concurriese a palacio.

   “¡A palacio!”, exclamó Cenicienta. “¿Yo? ¿Cómo podría ir yo con estos harapos?”.

   “No te preocupes. Mira, ¿ves esa tapita de gaseosa que hay en el suelo?”.

   “La veo”, dijo Cenicienta.

   El hada movió su varita y la tapita se convirtió en la más hermosa remera y un jean de marca. Cenicienta no podía creer lo que veían sus ojos, y de inmediato, alentada por el hada, empezó a vestirse con esa ropa moderna que le quedó maravillosamente bien. Pero había un problema, Cenicienta estaba descalza.

  “Mira”, dijo el hada comprensiva. “¿Ves ese trozo de pan que quedó en el piso?”.

   Y con otro movimiento de la varita el pan se convirtió en un hermoso par de botitas, que vistiendo los pies de Cenicienta le dieron un look moderno y elegante. Aun así todavía faltaba la locomoción para ir a palacio, el cual no estaba para nada cerca.

   “Mira”, sonrió el hada. “¿Ves esa oruga grande que hay en el rincón? ¿Sabes lo que significa?”.

   “¿Que cada vez limpio peor?”.

   “No, Cenicienta. Que ya tienes cómo viajar a palacio”.

   Dicho esto tomó la oruga y la llevó a la calle. Un agitar de varita y el insecto se transformó en una moderna boca de subterráneo, con escalera mecánica y todo.

   “Vas a ir en subterráneo”, dijo orgullosa el hada. “Es más rápido que la carroza”.

   Finalmente, le dio unas monedas para el boleto, sin dejar de advertirle que la magia duraría sólo hasta las doce de la noche. A esa hora debería regresar si no quería terminar vestida con una tapita de gaseosa.

   Cenicienta puso su despertador en una cartera y tomó el subte para llegar rapidísimo a palacio. Subió los largos escalones que daban al salón principal y una vez allí deslumbró a todos con su presencia. Las hermanastras, que no la reconocieron, se atragantaron con canapés de pura envidia. El príncipe dejó de bailar la conga y pidió al discjokey que pasara un vals para sacar a Cenicienta. Fue así que danzaron y danzaron. La gente los admiraba en silencio y ellos no hacían más que mirarse a los ojos, embelesados, enamorados. No les hacía falta hablar. Ni siquiera de futbol. La noche fue transcurriendo sin que la pareja dejara de girar por todo el salón. Y cuando ya estaban algo mareados, sonó de pronto la alarma del despertador.

   “¡Las doce!”, se asustó ella. “¡Las doce!”.

   “¡Feliz año nuevo!”, exclamó despistado el príncipe.

   “¡No! ¡Me tengo que ir!”.

   Y salió presurosa del lugar. El príncipe, sin saber qué hacer, no tuvo más remedio que seguir bailando el vals por sí solo.

   En el apuro por alcanzar la salida, Cenicienta tropezó y rodó por los 57 escalones del palacio, pero como estaba acostumbrada a los golpes de la vida no se hizo nada. Sólo que perdió una de sus botitas. Sin prestar atención a ese detalle, Cenicienta subió rengueando al subte. Fue un viaje muy corto, ya que el vagón desapareció y la pobre muchacha se encontró de pronto montada sobre la oruga. La remera y el jean de marca habían vuelto a ser una tapita, y ella se encontraba en ropa interior. En lugar de la bota tenía un trozo de pan sobre el pie. Luego de dos horas, al darse cuenta de que sólo había avanzado diez centímetros, se bajó de la oruga y volvió corriendo a casa.

   Al día siguiente, las hermanastras no hacían más que quejarse y protestar contra esa extraña que había llegado al baile para robarse el corazón del príncipe. Cenicienta escuchaba con una sonrisa, mientras le pasaba el cepillo de dientes al armario. La madrastra también echaba maldiciones. No podía creer que ninguna de sus adorables hijitas fuera a convertirse en princesa. De pronto, dos secos golpes en la puerta de calle.

  “¿Otra vez se descompuso el portero eléctrico?”, chilló la mujer, para en seguida ordenar:    “¡Abre la puerta, Cenicienta!”.

   Cenicienta obedeció para dejar entrar a un pomposo cortesano que venía con un bando real, anunciando que aquella muchacha a quien le calzara cierta botita extraviada la noche anterior, sería la esposa del príncipe.

   “¡¡¡Dónde está la bota!!!”, exclamaron entusiasmadas las hermanastras mientras se sacaban los zapatos.

   “Hay un problema”, se excusó el cortesano. “Recién se la probamos a una muchacha de pie robusto, y se le atrancó”.

   “¿Y cómo se la probamos a mis hijas?”, se impacientó la madrastra.

   El cortesano chasqueó los dedos y entraron cuatro hombres trayendo en una silla a la muchacha de pie robusto, aún con la bota atrancada.

   “Que apoyen la planta del pie sobre la suela. La que calce perfecto es la ganadora”.

   Probó la primera hermana y su pie sobrepasó la suela por medio centímetro. La segunda hermana, en cambio, se quedó corta por un centímetro. La desazón de las malvadas se transformó en burla cuando Cenicienta ofreció su pie para la prueba. Y, ¡oh sorpresa!, calce perfecto. El príncipe apareció de pronto para abrazar a la ganadora.

   “¡Eras tú, mi Cenicienta! ¡Mi princesa! ¡Ídola! Ya mismo nos casamos”.

   “No, no”, lo frenó la muchacha. “No podemos casarnos ahora, casi no nos conocemos. Además, antes de casarme quiero tener novio”.

   El príncipe acordó en que Cenicienta tenía razón, no había que apresurarse con la boda. Así que decidieron ser novios esa tarde y casarse recién a la noche.

   ¿Y las hermanastras?, fueron muy felices con el premio consuelo de dos pasajes a Disney.

0 Comentarios
Retroalimentación en línea
Ver todos los comentarios