Moby Dick, Herman Melville
Icen las velas, vamos a echarnos a la mar… Di la orden y mis hombres se pusieron en funciones inmediatamente. Sentí la brisa salada en el rostro, contra las orejas, fría al amanecer, y con ella llegó la infinita sensación de libertad.
Sí, eso soñé después de mi desvelo, en la espera de que llegara un lunes desesperado.
“Llamadme Ismael. Hace unos años, no importa cuánto exactamente, teniendo poco o ningún dinero en el bolsillo, y nada en particular que me interesara en tierra, pensé que me iría a navegar un poco por ahí, para ver la parte acuática del mundo. Es un modo que tengo de echar fuera la melancolía y arreglar la circulación. Cada vez que me sorprendo poniendo una boca triste; cada vez que en mi alma hay un noviembre húmedo y lloviznoso; cada vez que me encuentro parándome sin querer ante las tiendas de ataúdes; y, especialmente, cada vez que la hipocondría me domina de tal modo que hace falta un recio principio moral para impedirme salir a la calle con toda deliberación a derribar metódicamente el sombrero a los transeúntes, entonces, entiendo que es más que hora de hacerme a la mar tan pronto como pueda. Es mi sustituto de la pistola y la bala”.
Así brama el narrador de Moby Dick en las primeras líneas de ese clásico que recién pasó por mis manos, aunque haya sido un poco tarde. No los voy a engañar con cuentos maravillosos: a esta altura me resultó difícil leer a Melville, que quizás debí conocer al menos 10 años antes. Pero eso ya no tenía remedio; así que, sintiéndome marinera, pescadora y ballenera, devoré sus interminables páginas. No decepciono a nadie si digo que la gran ballena asesina no aparece hasta el final. No ánimo tampoco demasiado al confesar que Moby Dick es, más que una novela, el tratado internacional -sobre la ballena- que todo humano debe conocer antes de echarse al agua.
Esa no era mi intención, hasta esta madrugada antes de abrir los ojos y y sentir aquello que sacudía a Melville en la víspera de un largo viaje hacia el más inmenso de los abismos:
“Con floreo filosófico, Catón se arroja sobre su espada; yo, calladamente, me meto en el barco. No hay nada sorprendente en esto. Aunque no lo sepan, casi todos los hombres, en una o en otra ocasión, abrigan sentimientos muy parecidos a los míos respecto al océano”.
Solo que esta vez, por primera vez, yo no era pez. Era capitán de un barco.