Era un día soleado. Supongo que por eso decidimos ir al mar. El mar estaba atestado de gente, en el agua, en la arena, en las rocas más atrás, entre los arbustos, bajo las palmeras, atrincherados algunos por el sol y otros cocinándose bajo su manto luminoso. Vi su sonrisa frente al globo amarillo, recostada yo en la arena. Sus cabellos, volando con la brisa, se salían detrás de sus orejitas blancas donde intentaba agarrarlos para que no la molestaran. Era una niña hermosa; algunos de sus rasgos se parecían a mí, pero tenía esos ojos grises de la abuela paterna que contrastaban con su piel muy blanca. ¡cómo la amé en esa imagen, que sería la postrera!

Me recosté del todo y cerré los ojos debajo de la sombrilla. Sentía su risa graciosa y sus ojitos observándome; daba vueltas alrededor mío. Yo jugaba a que no escuchaba, a que no estaba, a que había desaparecido y eso siempre la hacía reír, sobre todo cuando yo regresaba de ese viaje inexistente. Con sus manitos solía cerrarme los ojos para que me fuera otra vez. Ella era libre entonces de saltar, correr, hacer todo lo que, creía, no estaba permitido. Ya había aprendido el permiso y el perdón, ¡tan pequeña! Lo último que recuerdo fue su manito húmeda halar de mis dedos de los pies, olía sus cabellos al viento y su risa inagotable.

Cuando desperté ya no estaban ni su piel blanca contra el mar intenso ni sus ojos grises que confundía colores con aquella tarde veraniega ni sus risos sueltos ni su ronroneo perfecto. Me levanté sobre la arena y miré alrededor con desconcierto, esperando verla tras algún tronco, a unos metros, escondiéndose para que yo pensara que ella había desaparecido también. Mi mirada recorrió los 360 grados sin ver nada, ni un atisbo de la niña. El pecho se me oprimió y comenzó una búsqueda angustiosa, desordenada, itinerante. Caminé como loca por todos lados llamándola por su nombre. Tenía la esperanza clavada de verla aparecer, donde fuera. La busqué, y la busqué en vano, desgarrándome a medida que le gritaba. La gente seguía su rutina de bañistas sin adivinar que el más terrible de todos los vacíos crecía en mis entrañas.

La culpa, la inexpugnable culpa se apoderaba de mí. ¿Cómo pude dejarla sola? ¿Cómo fue que me dormí, o la descuidé, o no la tuve agarrada todo el tiempo para que no pudiera escapar? ¿Cómo le diría a su padre, a sus abuelos, que había perdido a una niña, mi niña, en el mar? Pero más hondo que la culpa era el dolor de haber desperdiciado su sonrisa.

Fui por unos policías y les expliqué, entre aullidos y relinchos, lo ocurrido. Estuvimos toda la tarde escudriñando el mar, la arena, las piedras, los arbustos, lo que fuera que representara un obstáculo entre mis ojos y los de ella. Algunos visitantes se unieron a la causa, pero con el terror en la mirada. Y el terror de ellos me atormentaba más. Me miraban con pena y asco. ¡Qué madre descuida a su hijita de dos años en la playa! Los aborrecía, a los policías, al sol, a la gente, a los que se divertían, a los que sacaban a sus hijos del agua porque ya era hora de regresar; ellos, con sus presencias, hacían supurar mi dolor. Quería escapar, volverme al mar, evaporarme en sus algas y caer en el olvido; como si fuera yo la que nunca hubiera existido.

El sol cayó. Una brigada completa de policías proseguía la búsqueda sin novedades. Me tumbé sobre la orilla y miré el océano con un odio recóndito, mientras las lágrimas se confundían con su salitre y los últimos colores de la tarde adornaban el cielo. Un cielo hermoso y mordaz que me recordaba el paso del tiempo, el tiempo vacío de no verla, el tiempo de haberla extraviado. Los dioses me juzgaban, sola, frente al azul, implacables, y me condenaban al peor de los despojos: sentirme una madre desnaturalizada, sin hijita, sin futuro y con el vientre hueco.

Se desplomó el día y me hirió la noche, destructiva; yo seguía allí, esperando verla otra vez, con su traje naranja, con sus ojos grises, con sus risos cafés, con esa sonrisa inolvidable. Mis brazos sintieron la desolación de su ausencia y las lágrimas se me acabaron todas. El maldito mar se las llevó con mi pequeña.

 

……………………………

 

Mi esposo me pasó el brazo por los hombros, me besó la mejilla derecha reseca de tanto llanto.

̶ Lo volveremos a intentar, me dijo.

Estábamos en el funeral de nuestro tercer bebé que nacía muerto, que no lograba respirar nuestro oxígeno. La cajita minúscula descansaba sobre una mesa adornada de terciopelos azules, como el mar. La incertidumbre me devastaba. Traía un largo vestido negro, triste, sin adornos, sin lazos. Diluida en la profundidad del negro veía la sonrisa de la niña y su traje naranja y las olas reventando contra una orilla que jamás visitaríamos.

̶ Puedo escucharla, le repliqué a mi esposo que me observaba con lástima y cierta lejanía.

̶ Puedo ver sus ojos grises, olerla…

̶ Volveremos a terapia, amor, me respondió como si se tratara de consolar a un agonizante en su lecho mortal.

En el entierro, ya no escuchaba más que la sonrisa de mi hija. Iban bajando la caja a un hueco vasto, hondo, como si de ahí también se quisiera escapar. Su risa, atrapada bajo la tierra gris, marchita, se hacía más intensa. La monstruosa soledad de la muerte me subió por las piernas, las caderas, hasta mi vientre yermo. Salí caminando de ese sitio pavoroso, y estuve andando toda la noche y todo el día. Regresé a aquel mar que se había llevado mi mejor sonrisa. Me recosté entre las olas, vacía de todo, menos de amor. Abracé a mi niña y juntas decidimos no volver a nacer.

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