Subirme al barco, no volver el rostro, olvidarme de lo que dejo atrás, no pensar más que en el océano infinito y las aventuras que él me guarda, buenas, grandiosas, malas, terribles, desoladoras, escalofriantes…, tal es mi deseo.
También es mi opción a la bala o la espada, hacerme al mar y olvidarme por un tiempo de que yo misma tengo memoria de algo que alguna vez existió.
Navegar, con la frente en dirección al horizonte inalcanzable, con la emoción agazapada de llegar a nuevos puertos, y entonces encontrar una computadora y una conexión a internet, y enviarte toda las páginas que llené durante el trayecto, donde verás que no es tan magnífico el viaje como lo imaginamos, y que por momentos la única cosa que desearía es estar encerrada en esa habitación contigo, donde nunca tuvimos el tiempo de quitarnos de verdad las libertades mutuas.
Y luego levantar los papeles, tomarme alguna bebida local en un bar de esos de marineros borrachos, hacer el amor con el que se haya bañado más recientemente, comer un chorizo de dudosa procedencia, y regresar al barco que se convertirá en mi cárcel, del cual querré escapar hacia una nada que ya no existe, porque el océano ya es la nada.
Tal vez vendrá una tormenta que nos saque de la parsimonia marítima, y remueva el barco por unas horas, y nos haga pensar en el fin de todo, allí, en medio de ese oasis de soledad, en el vacío sin nombre, y ese miedo quizás no nos produzca tanto espanto, porque ya lo hemos visto casi todo o casi nada.
Entonces vuelva la calma, y llegue a otro puerto, y te escriba, y tú te asustes con lo de la tormenta, y me pidas regresar.
Y es posible que después de muchos puertos y mucho amor de marinero borracho, y hasta demasiadas tormentas, yo regrese al jardín escondido por edificios, donde no se ve el horizonte ni el mar ni nada, y entonces, solo entonces, volvamos a ser felices por un tiempo limitado.
El tiempo limitado que florece entre tormentas, los marineros que infestan los puertos y el enemigo recóndito que se esconde en los pliegues del alma.