Su mutismo, mi impotencia…

Las infinitas capacidades del ser humano para incomunicarse

Lo que distingue al ser humano del resto de los animales es la capacidad de raciocinio y una forma de comunicación establecida en lenguaje, que permite trasmitir “exactamente” lo que queremos. A esta se suma el lenguaje no verbal, que viabiliza, en el encuentro, los elementos que se callan, y define actitudes y posturas.

Lo anterior no es noticia para nadie, hasta por la lógica más esencial lo comprendemos. Lo sorprendente es la infinita capacidad que tenemos para incomunicarnos, a pesar de nuestra razón y el implícito lenguaje que aprendemos casi desde el nacimiento. Y hablo por todos los niveles sociales y de relaciones; desde el gobierno que no dice, o dice lo que no tiene que decir, exasperando la indignación de la gente; hasta las cotidianas relaciones amorosas, familiares, profesionales, de amistad o simplemente laborales. Hemos desarrollado este talento a tal extremo, que podemos protagonizar una plática de dos horas (o más) y salir de ella con el doble de dudas que teníamos antes de que hubiera sucedido, y sobre todo la sensación de haber perdido precioso tiempo de vida.

Después de mi experiencia de cuatro años en México, creo que la idiosincrasia ha sido un factor decisivo en la incomunicación. He aprendido la inestimable diferencia entre ¿me entendiste? y ¿me explico? Los cubanos somos gente muy práctica y directa: lo que pensamos lo decimos, aunque nos embronquemos por ello. Desperdiciamos cada valiosa oportunidad de quedarnos callados (citando a un amigo), incluso cuando el silencio pueda ser mejor antídoto. “O no llegamos, o nos pasamos”, y es cierto.

Esta es una de las primordiales condiciones a las que me he tenido que adaptar en mi nuevo país, a callar a veces, aun cuando mi instinto natural dicta que lo que está atarantado en la garganta, hay que sacarlo. Sin embargo, recurro a aquella frase de Antoine de Saint-Exupéry: “la palabra es fuente de malentendidos”. Si así es, entonces ¿qué brota de los mutismos en que las dudas, incertidumbres, temores y resquemores quedan enterrados bajo la precaución, el miedo, las malas interpretaciones y las sensatas diferencias que definen a cada persona?

Decir se convierte, a veces,  en falta grave, en “estás poniendo la carreta delante de los bueyes (o los gueyes)”. Se nos hace más sencillo irlo manejando (quizás por siempre), darle cordel (en cubano), hasta que las cosas caigan por su propio peso. Cuando caen, puede ser definitivo. Este año perdí a uno de mis mejores amigos de la vida por un problema de incomunicación (mezclado con otros factores). Fue su culpa, no la mía, en eso me puedo regocijar (de no haber callado nada de lo que sentía), pero el daño es exactamente el mismo: ya nunca más volveremos a escuchar juntos una canción de Sabina ni lo veré reír ni bailaremos una salsa…; al menos hasta que mi roto corazón pueda perdonar lo que asimiló como traición (que en términos muy prácticos, fue incompatibilidad a la hora de exponer argumentos y sentimientos).

¿Qué carajo nos pasa como seres “superiores”, si hallamos más formas para diferir el intercambio, que para disfrutarlo? Ahora tenemos teléfonos permanentes (cada quien lleva el suyo las 24 horas del día…); además, al menos dos redes sociales, dos sistemas de chats y alguno más de mensajería instantánea sin costo. ¿Cómo podemos no transmitir lo necesario? No lo sé. Estas son solo reflexiones sin respuestas. Estoy entrando en ese estadio macabro de la madurez, y lo único que puedo sacar en claro es que tal vez con los años y la emigración he ido perdiendo mi bien ponderada capacidad para decir lo que pienso. Ahora lo escribo y lo guardo en carpetas de una computadora donde lo apolille el tiempo, el hastío y la palabra a punto de fallecer.

 

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