Libro: Pedro Páramo
Vine a Comala porque me dijeron que acá iba a encontrar la inspiración que llevaba buscando ya tantos años, cuando leí, por la adolescencia, las historias de un tal Pedro Páramo, creación de otro tal Juan Rulfo. Yo ya era una buena lectora y los relatos de un pueblo por cuyo polvo murmullaban los fantasmas, y se fabulaban en vidas que a veces eran no más que apariciones, me laceraban cada poro de piel, compadecida por aquellos personajes que se me antojaban reales. Entonces no tenía idea de esta magia rara en la que un libro puede cambiarte la vida. Pero Pedro Páramo ya estaba haciendo sus estragos en mis entrañas de escritora diletante.
Aquella realidad cruenta y a la vez real, en donde descansa la historia de un país que por adopción me cambió luego los destinos, fue lo que me hizo atravesar los mares y, en un andar que no acaba, buscar la Comala de mis sueños. No me puedo imaginar la vida de un escritor sin haber bebido de los pozos secos donde don Pedro dejó sus vástagos; y yo, antes de cargar siquiera la mochila o algún libro de cabecera, me eché al lomo la certeza de que había nacido para escritora.
Al salir a mi exilio definitivo, con la conciencia del no regreso, los derroteros del camino me trajeron a esta tierra mexicana a la que aprendí a querer desde las páginas de un libro, por las que transitaban cerros yertos y cielos vacíos. Entonces estaba ya inexorablemente ligada a Comala. Yo había sufrido mis propios Comalas en la isla —Cuba—; entendía aquellos parajes inclementes, y por mis venas fluían, sin saber cómo llegaron allí, los fantasmas vivientes de hombres y mujeres que habían merodeado los plantíos desiertos de los altos de Colima. Pero sobre todo, mi pluma revivía los pasajes de aquellas memorias que me reventaban dentro, tan fuertes, como goterones en el polvo de los agros baldíos.
Un día, dispuesta a desafiar mi romántica alma con historias de aparecidos, el camino me llevó finalmente a ese pueblo donde nacieron los personajes de Rulfo, porque su escenario, ya había comprendido, era el de las vastas serranías mexicanas, donde el sol y el campo yermo transforman a su gente, hasta convertirlas en ánimas.
En la Comala de hoy, con muchos años de peregrinaje a cuestas, encontré un pueblo caliente, donde las cenizas del volcán han provocado la apostura de las flores y la fecundidad de los cultivos; por cuyas calles coloridas se pasea el gentío y las comaltecas, que, aseguran, son las mujeres más bellas. “Si Rulfo volviera a vivir, en estos cien años de su nacimiento, tendría que escribir otra novela, caray”, pensé. Pero casi inmediatamente me di cuenta de que era yo quien ahora estaba investida de tal suerte.
“Vine a Comala porque me dijeron que acá vivía mi padre, un tal Pedro Páramo…”. Yo vine a Comala por la encomienda que me diera el hijo de don Pedro, de describir, pretensiosamente escribir, la vida de un país en el que no nací, pero que ya está ligado a mi corazón por hebras de acero. La danza onírica de las ánimas rulfianas me acompaña, aunque mi pluma sea demasiado frágil para los encumbrados anhelos a los que me siento obligada. Sin embargo, me aprehendo al principio de que el autor debe estar, al menos, en la misma ladera de montaña que su obra, y continúo este camino solitario atada a la certidumbre de reconstruir esos “paraísos” con los que algunos grandes maestros lograron trastocar el viaje de los nobles mortales, acaso quijotes de sueños imposibles, como hoy me siento.
¿Será posible que aquí hayas pasado de ser diletante a profesional? Eso lo podrás responder tú mejor que nadie. Lo que sí me atrevería a afirmar es que aquí estás llegando a tu espléndida madurez. Disfrútala.