“El último rincón donde me esconda debe ser, creo que debe ser amargo, un lugar bien oculto donde pueda hasta llorar, que nadie sepa de mi llanto”
La última canción, Polo Montañés
No sé si cada año pueda hacer esto. Ni si quiera sé si escribo por los cuatro años en México, o por los 33 que se aproximan aplastantes, y me hacen preguntarme todas esas tonterías que nos pasan recurrentemente por la cabeza a los humanos. Y si no nos pasan a los humanos, entonces estoy jodida, porque a mí sí.
No puedo hacer recuento, aunque debo decir que del último 3 de octubre a este gané y perdí cosas valiosas. Gané unos amigos de los que no siempre me siento merecedora, pero que me hacen ver las razones por las que el sentido no se pierde, incluso en los peores instantes. Extravié el amor, nuevamente, como si ya fuera solo un delirio.
Una vez y muchas me han preguntado por qué me fui de Cuba. Uno encuentra siempre buenas respuestas, aunque la verdad, se trata de vagar en busca de un camino, que acaso nunca descubrirás, y cuando sí, comprendes que la vida es ese jardín de senderos que se bifurcan del que hablaba el poeta en sus historias. ¿Mi respuesta preparada? Buscaba libertad, desarrollo profesional y amor. Libertad sigue siendo un término muy ambiguo cuando de nosotros los pensantes se trata; desarrollo profesional, sin dudas, es de las cosas que agradezco más a esta tierra “nueva”; ¿amor? Se preguntaba Isadora Duncan. “¿El amor es, acaso, la respuesta a todo?”.
De cualquier manera, algunas visiones fueron cumplidas: conocí las más bellas ciudades; viajé casi tanto como lo había anhelado; estuve en frente de la torre Eiffel, caminé a orillas del Sena, escribí unas líneas allí y lloré por todas las frustraciones pasadas y futuras, que ya sé estarán. Desanduve el puente de Brooklyn y el Central Park en imágenes que hoy parecen espejismos. Retrocedí sobre El Puerto de Veracruz; los empedrados de Oaxaca; Las orillas del Pacífico en Ensenada, Baja California; las deslumbrantes Barrancas del Cobre en la Sierra Madre Occidental, y La Habana, otra vez La Habana. Si tuviera que ponerlo en términos de lo que mis ojos han visto, soy la mujer más afortunada de la Tierra. Si lo hiciera en función de lo que mis ojos dejaron de ver, soy la más triste.
Estos regresos a La Habana (imprescindibles) me están matando… pienso un anochecer en el mar, acompañada de amiga y mariposas blancas, y colores en el cielo que únicamente hacen dolerme en el arco epigástrico. Solo un día caminé por las calles de la ciudad, el aguacero corría sobre nuestras cabezas, las notas de un trio sopero sonaban bajas, y pensé: -me cago en Dios y en todas las vírgenes, esto lo voy a recordar siempre, y me va a lastimar, una vez más, el recuerdo de esta urbe mágica, cruel, sombría. No me equivoqué.
Me enfrento a los 33. Me veo en la última canción y sospecho que el único futuro debe ser, irremediablemente extraño, “no creo que la suerte me venga ahora a sonreír, después de haber vivido tantos años”.
Sí, están pasando los años y es como si nada cambiara, es como si yo no cambiara, y al mismo tiempo ya no sé quién soy, de dónde vengo, a dónde voy o qué carajos busco. En La Habana, en mi Ítaca, me quedan cada vez menos amores. La ausencia se siente cuando llegas, descuelgas el teléfono y ya no tienes a quién marcar y decir, “echa pa’ acá, ya estoy de vuelta”. La ausencia se siente cuando ya ni Penélope está esperando tu regreso imposible, sentada sobre el malecón habanero, rasguñando sus tejidos con las rocas, viendo el mar a la espera de divisar tu barcacha. Así son las ciudades de la vida cuando en ellas has dejado el alma, y el alma sola se te va a otra parte. Mas, no me siento engañada por mi Ítaca, “sin ella no habría emprendido el camino”, aunque ya no pediría que el camino, este camino, fuera tan largo.
Leo detenidamente tus palabras cercanas ya a un 15 de octubre, a unos 33 que por fortuna conozco y, reconozco entonces un amor con sobrenombre de GaBiota dándole sentido a mi vida. Un amor de esos sin etiquetas, puros y dignos de defender. Los viajeros que se posen en tu nido deberán conocer primero cómo es la esencia que te guarda, luego posarse en tu humanidad imprescindible e iluminada.
Esto está tan cabronamente bien escrito, que aún cuando mi gorrión ya no es más que otra ave reseca en una esquina olvidada del Museo de Historia Natural de New York, no pude dejar de emocionarme al leerlo. Para mi Cuba no es Itaca, sino Iroshima dos segundos después de la detonación. Al gorrión disecado, lo maté a pedradas el día de otoño que anunciándome la nieve, se arrimó a mi ventana con su cara de lágrima. La crueldad, quien lo iba a decir, me ha hecho un hombre feliz. No miro atrás, solo hacia adelante.