Foto: Gabriela Guerra Rey
Muchos años atrás, en la vieja Habana de sus nostalgias, Gabriela Guerra habría de recordar aquella tarde remota en que su padre le dio a leer “Cien años de soledad”. Hace exactamente 16 años, la mitad de mi vida. La sensación de entonces no había sido reemplazada por nada más. Aunque en el tiempo leí muchas obras del Gabo, ninguna, nunca, ni de otros autores, pudo sustituir “Cien años…” y no es que crea que es el mejor libro de la historia de la literatura contemporánea, pero sí uno imprescindible.
Al conocer la noticia de la muerte de García Márquez, supe que había llegado el momento de volver a leer la gran novela. El miedo era inevitable; la última cosa que hubiese deseado en su homenaje era descubrir que no me gustaba tanto como a los 16. Pero sobrepasé el misterio y el embrujo no se rompió.
Terminé el libro un día antes de partir a la Habana de las locuras. Una versión cubana, por cierto, con ilustraciones de Roberto Fabelo. Lo más increíble fue regresar a la ciudad natal y descubrir, a los casi cuatro años de haber partido, que La Habana es Macondo: un sitio surrealista, donde suceden las mejores y las peores cosas; las más absurdas y otras maravillosas.
Años hace que no vivía la cité nocturna, que no iba a escuchar música cubana a un bar habanero con los pocos amigos que me quedan allá, hasta doblarme del cansancio y la felicidad. Entonces posarme un rato, con un añejo 7 años, y ver pasar en los ojos de mi gente toda una estirpe comparable a la de los Buendía, con las soledades de una nación entera.
Esta vez no quería, no quería abandonar La Habana. De noche las calles tienen un color indefinido y mágico, el aire del mar es delirio. Allí, en medio de la nada y de todo lo que soy, tuve que asimilar la muerte del Gabo, y tragarme la de Juan Formel, el hombre que ha llevado la gloria de la salsa cubana al mundo. En la tribuna antiimperialista, también llamada protestódromo, que “casualmente” está frente a la oficina de intereses de Estados Unidos, hicieron un homenaje mayor a Formel. Vi a Robertón, uno de sus cantantes (un negro macizo) llorar mientras interpretaba en la trompeta “Cuando un amigo se va”. Entonces se me escaparon varias lágrimas: por Formel; por la música cubana, esa cosa alucinante que es la música mía; por Gabriel y por sus inolvidables novelas; por Úrsula; por Macondo arrasado de la tierra; por lo increíble; por mis amores perdidos; por un amor más que despedí en La Habana, y también por esa ciudad a ras de mar, que ha sido mi oasis y mi cárcel.
Pasaron 16 años, pero pasaron Cien años de soledades por muchas partes. Como el diluvio de Gabo, mis ojos y el alma se quedaron en La Habana, mientras yo regresaba a la Ciudad de México a vivir quién sabe qué destinos inciertos. Mis pergaminos siguen sin descifrar, mi madre aún no ha sido atada al cerezo, y yo sigo esperando a que lleguen los gitanos, para largarme con ellos.
Mientras, el cielo habanero se va cayendo de a poco, y Marina me confirma la noticia: Está lloviendo en Macondo.
Excelente Gabriela!!!!