Una mañana cualquiera en el DF.
El tráfico estaba hasta el borde: el borde del abismo, el borde de las circunstancias, el borde de los nervios. Yo tenía que llegar a ese evento en menos de una hora, y ya estaba abusando de la flexibilidad de ciertos horarios en esta ciudad.
– ¿Nos vamos por el camino tradicional, señorita?; me preguntó el taxista. – Pues sí, ni modo; respondí.
-Y es que en esta ciudad ya nunca se sabe con el tráfico, ya no hay días mejores ni horas pico ni quincenas, siempre está hasta la m…. Solo los viernes de quincena, puente, marchas, plantones y aguaceros son la excepción, porque esos días es sencillamente intransitable. -Si, ya ve usted, señorita…, y es que uno que trabaja en este negocio, para qué le cuento: ya no hay zonas malas y buenas. Ya donde quiera está así…
Por esa línea iba nuestra conversación al principio, casi la misma que sigues cuando te das cuenta de que vas a pasar la próxima hora de tu vida con ese taxista, no te trajiste un libro para leer y más te vale conversar para que no te robe. Porque la verdad ya tampoco importa si pediste el taxi al sitio, a la aplicación o lo tomaste en la calle. Todos cobran tarifa “preferencial” y en cualquiera te sientes un poco insegura.
Pero en los primeros quince minutos pasó algo inesperado. Estábamos en una avenida grande, con el embotellamiento hasta el cuello, cuando el taxista se bajó del carro para ver algo. Lo único que me falta es que se descomponga esto justo ahora y aquí, pensé. Pero el taxista regresó al auto con un pajarito en la mano, amarillo, menudo, frágil, y si no lastimado, evidentemente trastornado. Lo dejó sobre el asiento del copiloto, y para cuando me asomé a ver, ya no estaba. Anduvo unos minutos aleteando por debajo de los asientos hasta que logré atraparlo.
El pajarito fue nuestro siguiente tema de plática obligatoria. Le conté al taxista cuando era niña en la isla, y después de cada ciclón el viejo nos llevaba a mi hermano y a mí a recoger gorriones y nidos de gorriones caídos de los árboles. Los cuidábamos unos días en casa, y algunos se recuperaban y regresaban al vuelo, apresurados.
Yo me sentía un poco mejor, porque supuse que le estaba salvando la vida al animalito, y por otro lado había una especie de sensibilidad rara en mi taxista, que había rescatado al ave de una muerte segura por apachurramiento.
De ahí saltamos a los temas de rigor, esas preguntas que todos me quieren hacer, conocidos y desconocidos: – ¿Y de dónde eres? – ¿Y desde cuándo estás en México? -¿Te gusta? (La peor de todas, porque o das una respuesta muy sencilla, o te complicas la existencia tratando de explicar de qué manera te gusta esta locura de metrópolis). – ¿Y a qué te dedicas? – ¿Y…, seguro estás casada?, -¿Cómo soltera? -¿Y no te tiran los perros?… Ya para este punto de la conversación el pajarito había recostado pico y cabeza sobre mi dedo índice y se estaba quedando dormido, en una imagen de ternura que contrastaba con el ambiente, y que nos conmovió a ambos, o eso creo.
Aproveché el hecho para cambiar el curso de la plática. – Mira, se siente confortado y creo que se está durmiendo. El taxista sonrió. -Ya tienes algo de qué escribir hoy, me dijo; como si yo no tuviera nada que hacer en todo el maldito día…
Después aquel intercambio recorrió caminos escabrosos. Me contó de la vida en las colonias en las que había vivido, de todo eso que sabemos que convive en nuestra urbe con los pajaritos caídos de los árboles o escapados de las jaulas, y que perdonarán que no detalle en estas líneas, por cuestiones de seguridad. Dio tiempo para más de una anécdota y un espanto mío. En algún momento, desde el interrogatorio, aquel taxista me había causado temor. Y en mi cabeza pasaban mil ideas por segundo: que ya estaba tarde para la conferencia a la que debía asistir; que si algo pasaba con el taxista tendría que sacrificar la seguridad del pajarito entre mis manos por la mía; que iba a tener que cambiar mis métodos cordiales con algunas personas, porque exageraban la confianza; que no le había enviado no sé qué información al editor web; que ahora no podría hacerlo porque tenía las manos ocupadas, con el pajarito…
Así, cuando llegué a mi destino, veinte minutos tarde y una hora y media después de haberme dispuesto a salir de casa, ya estaba agotada, preocupada, un poco molesta. Pero el taxista me dijo que le había gustado mucho hablar conmigo, me cobró un dineral, y le pasé la custodia del pajarito que prometió cuidar hasta que pudiera volar, porque en una jaula no valía la pena… entonces me pasó por la cabeza que lo iba a encarcelar, pero igual le habíamos salvado la vida, pensé para consolarme y me fui tratando de imaginar al ave en la rama…