Hace justo una semana regresé de mi angustiante Isla. Perdón el calificativo no explicado para quienes no la conozcan, no la hayan sufrido 27 años a pleno pulmón, ni se hayan querido escapar de ella (en el autoexilio), sin poder conseguirlo. Este fue el regreso con más ilusiones y el recibimiento más apabullante. Cuba sigue siendo mi mazmorra, y donde único puedo ser (acaso ya no tanto) yo.
Esta vez no he intentado escribir una crónica de mis regresos, porque las ganas se quedaron predispuestas al punto de saber que, de intentarlo, saldría la anticrónica: esto que están leyendo, con que los martirizo por única necesidad de poner en letras lo que me subyuga o condena.
Se quedaron los peces blancos de la playa, las palabras de mi padre flotando en el aire, las promesas de un amor, el abrazo de una amiga, las lágrimas ancestrales y el profundo olor a mar. En las tardes, cuando me siento a no pensar, cuando en vez de remembranzas, pretendo olvidar… el olor a mar me marea y los recuerdos se apelotonan como una mancha de peces grandes, dispuesta a devorarme… una mancha que no puede conmigo, pero me deja a medio desmembrar.
En algunas calles de mi Habana, y a orillas de ese mar, todo era posible…
De la crisálida isla salen los sueños dispuestos a ver luz, pero la metamorfosis nunca llega a ser completa. Al mundo le hace falta más luz y al isleño su eterno mar!