Ya no estaré, nunca más, esperándolo en un bar del centro de París, molesta porque va a llegar tarde. Ya no volveremos a caminar desesperados y sin justificación por las calles nocturnas de un barrio de esas ciudad luz donde nos vimos por última vez. Ya no volverá a poner el taxi a mi cuenta, ni a gastarse el último peso en un libro de Hemingway para mis recuerdos o en una botella de vino a la hora del desayuno.

No volveremos a encontrarnos tampoco en un bar de la Ciudad de México, como habíamos quedado, ni bailaremos en una antigua casona colonial cuyas paredes y techos están llenos de la historia y el arte que a él lo conmovían. Ya no volveré a preocuparme de dejarlo borracho en medio de la madrugada, ni de decir adiós sin saber si lo dejo con su poesía, o simplemente en el infierno.

Ya jamás volveré a estar en una línea de un poema suyo, ni lo escucharé cantar con muy mal tono viejas canciones tradicionales cubanas, que me enseñó solo porque yo era cubana, o para presumirme su mala melodía. Ya no leeré sus novelas que no llegó a enviarme, ni sus crónicas artísticas que me mandaba todo el tiempo.

Todos esos recuerdos morirán en mi memoria, algún día tarde o temprano, como Diego murió en el mar, aunque hoy revivan descabezados por la pena insondable de su partida sin haber dejado un verdadero y último adiós.

A él le habría gustado que yo escribiera estas líneas, porque su vanidad era tan grande como su ingenio…

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