PROPIEDAD SOCIAL. META PENULTIMA Y FIN DEL MARATON

Desde remotas fechas, hombres y mujeres riegan sudor y sangre, y crean a destajo la conciencia humana. A fin de abatir el flagelo del uso ajeno de su creatividad y productividad y ser los reyes de su propio reino.  

La sociedad humana cabalgó durante siglo entre la propiedad privada y la propiedad estatal. Era carne incómoda y apretada entre ambas formas de apropiarse de los bienes, recursos y productos. Masa cautiva y custodiada  por dos élites siempre pujantes.

La propiedad común y natural de la raza humana, con que se inicia la experiencia social,  fue rápidamente expropiada por poderes que inauguran una vitalicia preponderancia. El de los más fuertes o ricos, propiedad privada, y la propiedad casi inamovible del Estado.

En lo adelante, tales poderes, casi siempre mancomunados, se apoderaron de los mayores tesoros naturales y sociales. Creando una singularidad social, ricos y pobres. Con una tendencia evidente, ricos más ricos y pobres más pobres.

La propiedad estatal, asentada en la necesidad de regular justicia y proporciones,  se mantuvo estable y arraigada siempre, hasta cuando la propiedad privada cambió de rostros. A veces las dos eran una, en los momentos más angustiosos del drama social.

Algo de la propiedad social acaso quedó flotando en el aire familiar. Lo que  llevo puesto, mi camisa, los zapatos, ese taburete, aquella cama, la biblia, esos dos tomos de economía política y el perro guardián que vela nuestros sueños.

Durante la fase esclavista (superado el primitivo comunismo de inicios),  ricos y poderosos, por un lado, Estado, por otro, se repartían la propiedad de esclavos, así como del resto de  los recursos, bienes y productos.

Una suerte de super bipartidismo económico, con vigencia hasta hoy, y leyes escritas o tácitas, por la cuales se derramó sangre y declararon interminables y crueles guerras, que empujó los destinos sociales por extraños callejones.

Duró hasta que esa suerte de propiedad, comenzó a ser fastidiosa e irrentable y se sucedían además sangrientas insubordinaciones de esclavos. En época del imperio romano, Espartaco escribió, desde su condición de propiedad del déspota, páginas traumáticas de la epopeya antiesclavista, que distaba mucho aún de encontrar lógicas soluciones.

La etapa feudal permutó la propiedad del hombre y la mujer esclavos, por la propiedad extensiva de la tierra. El antiguo esclavo, mujer, hombres y descendencia, perdió domicilio, manutención y ciertas protecciones, a cambio de trabajar la tierra para el señor y obtener el sustento diario suyo y familiar.

Esclavitud sin esclavos, resultaba más lucrativa y benéfica tanto para la propiedad privada como estatal. Abundaron además impuestos,  injusticias y duras condiciones para el jinete, una vez más maltratado por el destino social.

Un día, en alguna parte, el sistema de siervos de la gleba, labriegos o campesinos, presentó inconveniencias y fallas de irrentabilidad.  Una cojera evidente. Ciencia y técnica, mercado y cultura, navegación y comercio, nuevas cotas de participación y democracia, etcétera, convertían en obsoleto la propiedad absoluta sobre la tierra, el feudalismo, y aparecían con halagüeñas apariencia las  formas de producción capitalistas.

El obrero entraba  corriendo a escena como símbolo de una nueva sociedad: ya ningún hombre o mujer era dueño de otro hombre o mujer. Un porciento adicional y novedoso de libertades públicas y democracia participativa, durante la lenta evolución clasista, alumbró rincones de la Historia.

Quienes no fueran ricos o poderosos,  y quien no fuera el Estado, que seguía fortaleciéndose, ahora era dueño de algo a fin tangible o intangible, pero propio: su fuerza de trabajo. A cambiar por un salario, que era el precio fijado por los patrones, privados o estatales, de la energía y resistencia que portan músculos e intelecto.

Todos salían ganando de esa manera.  El capitalista ya no tenía los dolores de cabeza de esclavista y feudales, para alimentar, defender o frenar ambiciones de esclavos y labriegos. Otras leyes e instituciones se encargaban.

La sociedad avanzaba viento en popa y se veían maravillas en las calles, autos y luego teléfonos, y mucha gente con buena ropa por las alamedas. Y lámparas del alumbrado eléctrico y tiendas que exhibían joyas o muebles. El progreso, en fin.

Como el Estado crecía, demandaba cada vez más quien se ocupara de los asuntos de administración y gobierno. Miles de personas se empleaban en el aparato estatal. Y crecía la llamada burocracia, y las castas catapultadas a presidentes, ministros y vices, directores, jefe de esto y jefes de lo otro parlamentarios, jueces, fiscales, generales, coroneles, tenientes, sargentos, etcétera.

Pero la tendencia obvia a perpetuase de los que arribaban, encontró resistencia de los que también aspiraban a ser elegidos a esas instancia.

La política cobró un auge asombroso, sin paralelo, porque además de poder significaba celebridad para cualquiera.  Y el político y los partidos políticos reentraron al baile con enormes fanfarrias publicitarias, afilando el arma de las promesas hechas en público. La vieja retórica fue desenfundada y magnificada con ilustración y modernidad.

Se puede decir que el poder ancestral de reyes, zares, monarcas, emperadores, caudillos, kanes, caciques, cesares, voivodas, sumos sacerdotes, que reinaban por sangre azul y/o sucesión, o luego de guerras o invasiones y ocupaciones, fue substituido poco a poco por el poder de los políticos de cuello blanco.

El mecanismo de las elecciones periódicas y la necesidad de crear nuevas estructuras democráticas, civilizaron algo más las relaciones humanas y también las de producción.

El progreso abriendo huequitos por aquí y por allá.  Derecho al voto para todos, hombre y mujeres. Nuevos estilos de participar, agitando un cartel o recitando una consigna.  Días de asueto o feriado. Derecho a ser elegido, derecho a leyes para todos iguales. Derecho a opinar y publicar la opinión. Jornadas más cortas de trabajo. Un mejor salario para el próximo año, ajustado el costo de la vida con el valor del dinero.

Más o menos, nada perfecto, pero que movía a la sociedad y permitir concebir sueños inéditos.

Cualquier sistema anterior de propiedad, no obstante,  superado por el desarrollo de las fuerzas productivas y las relaciones de producción, subsistió durante algún tiempo más o menos largo en el entretejido del sistema de propiedad que lo sucedió.

Hubo esclavitad durante el feudalismo y aún subsisten casos de esclavitud en el capitalismo. La propiedad feudal de la tierra, encuentra espacios todavía dentro de la propiedad capitalista, sobre todo en países que fueron colonizados desde muy temprano por antigua o nuevas metrópolis (España, Portugal, Inglaterra, Francia, Bélgica, Estados Unidos y otras).

En el largo deambular de la sociedad humana, se arriba así al siglo XX, donde se habla con entusiasmo de Socialismo, una revelación y promesa nueva de organización social. Obreros y campesinos, estudiantes e intelectuales, combatientes novísimos, protagonizan grandes páginas de sacrificio y lucha, ya en la antesala de la sociedad donde reinarán las mayores libertades y las más perfectas formas de democracia.

Hombre y mujer podrían apearse ya de aquel rocín de viajar en el tiempo  como embutidos golpeado por los flancos. La propiedad social surgiría de las ruinas de la propiedad privada y estatal.

La visión social recién aparecida, insólita y conmovedora, encarnaba además los mejores y más esenciales contenidos de los humanismos antiguos, presente también en casi todas las religiones. En Occidente, tanto  en el cristianismo y los diferentes protestantismos, antes y después de las grandes reformas. También el islam y el judaísmo esenciales recogen sin dudas esos ideales de redención.

Así como aparece además en cultos religiosos y pensamiento político de hombres y mujeres que en América, en particular, unieron fuerzas a los grandes libertadores, Loverture, Bolívar, San Martín, Washington, Lincoln, Sucre, Juárez, José Martí, para liquidar el poder férreo de las metrópolis europea en el continente americano.

Cumplido este dilatado ciclo, camino sangriento y torturador, queda claro que la propiedad social no es ni un extremo ni el otro. Y que la condición humana no deba cabalgar una vez más entre dos que fueron sempiternamente inicuos o velados explotadores.

El precio de no ser entre dos entes precarios y esencialmente retrógrados, solo se satisface con la emancipación clasista definitiva: desparece con plazos fijos la gran propiedad privada y la gran propiedad estatal inicia su parpadeante pero visible camino hacia el convento.

Las riendas de la Historia pertenecen al jinete aporreado y semihambriento de siempre. Y ningún malabar económico o político puede o debe arrebatarlo.

¿Revolución? Si. El último patrón debe ser apartado.

Además, y es importante, con su consentimiento. De forma paulatina y científica.  Sin calendas griegas. Protegiendo con cuidado los intereses de individuo, familia y Nación. Y Humanidad.

En Cuba, por ejemplo, luego de la fase de expropiación inicial y, para recuperar los imprescindibles recursos naturales y la habilidad de andar por casa por nuestra cuenta, la socialización de la propiedad debió comenzar su tanteo, marcha y fogueo.

Es decir, el traspaso del grueso de la propiedad estatal a la colectiva, social, cooperativista, autogestionada, comunitaria, particular e individual, así como las pequeñas y medianas empresa privadas,  bajo término, mientras   sociedad  y economía lo considere un acicate de progreso y productividad, con la consiguiente inversión extranjeras y/o gran nacional,  debió producirse a partir de los años 70 y 80, cuando permanecía vivo el fervor de la gesta revolución y el entusiasmo era un recurso inestimable, listo para invertir contra el subdesarrollo económico y los crecimientos sociales.

No ocurrió así. Se siguió de largo. El Estado creció lo que debió y lo que no debía. Lo poderes de polarizaron. Se estableció con razón y sin razón la lógica de ciudad sitiada.  La influencia soviética y del llamado socialismo real copó ideología, psicología del Poder y métodos. Entonces los asuntos patrios e internacionales se coagularon con un rojo insano. Y se coaguló el paisaje.

Ya no fueron  solo pueblo y utopías, ideales, soberanía e independencia, lo primario a conservar. Fueron sobre todo Estado, en franco  distanciamiento y deformación, e ideología y partido único, lo que con más urgencia necesitaban constante protección. El Partido alcanzó el pedestal supremo: la inmortalidad.

En la URSS, desde comienzos del XX, por el acoso imperial y más luego de la muerte de Lenin, se comenzaron a petrificar las estructuras estatales y partidarias. También el pensamiento crítico y la ideología. Se concentró y centralizó el poder al máximo, con las consiguientes pérdidas de democracia y libertad. La propiedad estatal se tragó las riquezas mayores. Se militarizó la sociedad, etcétera. Para, con una lógica de aparente sobrevivencia, preservar el socialismo y el poder de los soviets (que en el transcurso dejaron de ser tales).

Parecía una decisión sin opciones. La sobrevivencia sagrada de íconos  y consignas saturó los medios. Crítica y disenso perdieron legalidad. Otras alternativas posibles fueron desoídas, arrinconadas o eliminadas de raíz.

No duró el intento, masivo y autoritario,  sin base en ninguna parte, ni en la Historia ni en el marxismo. Ni en Demócrito ni en Jesús. El desenlace fatal, con perdida mundial de ilusiones,  ocurrió no veinte años más tarde, pero sí setenta años después.

Primera lección de la historia. Sin creciente democracia acompañante, sin participación efectiva en expansión, sin debate social abierto, no hay resguardos sólidos. Con hipoacusia y centralismo, secretismo y autoritarismos, con prejuicios y recelos izquierdistas semejantes a los de derecha, no se salvan revoluciones.

Segunda lección: el sistema de propiedad crea el modo de democracia. Los propietarios en cada época generaron su propia democracia y la extendieron al resto de la sociedad, siempre de acuerdo con sus intereses.

Necesario, cuando se cierran puertas y ventanas, abrir otras muchas que apunten en la dirección del viento. Se cierra para evitar males y peligros. Los que se  abre con necesaria osadía es para multiplicar el susurro y vigor de instituciones, multitudes, población, familia, ciudadano, individuo, solidaridad y pueblo.

Luego sigue todo. El resto interminable.

Entronizar y vigorizar paso a paso  la propiedad social, evitando cualquier equívoco y trapalería. Hoy podríamos comenzar. Mañana también.

De alguna manera eficiente y práctica, no de forma deletreada y dogmática, es posible retornar al punto ideológico y económico en que fueron posibles los sueños represados de la humanidad. Sin perder el almanaque, por supuesto, que dice 2013 y siglo XXI.

Cada día, andar pasos públicos en esa dirección. Arrebatar al Estado su papel de celestina prodiga, que ampara poderes no democráticos, escuda burócratas y corrupción del pensamiento. Y que a largo plazo ralentiza la velocidad de los procesos sociales y las esperanzas mundiales.

La propiedad estatal permite demasiadas sinecuras y desproporciones impropias que impiden avanzar por el camino socialista legítimo. Obliga a constantes “pragmatismos” y prebendan que desvían camino y apuntan nuevamente a poderes omnímodos, vitalicios, arbitrarios y antidemocráticos.

Exceso de pragmatismo aniquilan el alma socialista. Muchos rejuegos para la retención del Poder, mucha hipocresía y oportunismos políticos, alejan y oscurecen interminablemente cualquier meta. La desconfianza se entroniza, el desgaste paraliza gomas delanteras y apaga el motor.

El camino de la propiedad social es inequívoco. Ningún truco  hábil de índole política, verbal o económica, lograra evitarlo. Ni podrá camuflajearlo con follajes de utilerías.

Es, esta vez sí, una forma magna de destino manifiesto y natural, para las entonces antiguas clases sociales y las legiones humanas, que viene mereciendo desde los albores esa meta social.

No es posible que esa última mezcla de patrón a medias y propietario ambiguo, perturbado por el Poder y a nombre de ideales y justicias improvisados y oportunistas, se proponga así, con comentarios mediáticos  y apoyo hoy y luego mañana de prensa escrita, radial y televisada, perpetúe el uso del mismo candado e igual celador. Es decir, el salario.

Al parecer, el salario es la fruta envenenada que convertiría en difunto a cualquier intérprete ciego o amago de transformación . Salario, que en manos estrictas del Estado además se torna pírrico, rígido, decreciente, burocrático, improductivo,  inapelable.

¿Otra vez  montar al sudoroso protagonista en el escenario de largas y fatigosas carreras, llevando solo el añejo legajo de la propiedad de su fuerza de trabajo? No creo, imposible,  a menos que historia e ideología no sean más que simples cuentos de camino.

Nueva desgracia sería. Otro infeliz final, de los que nos tienen acostumbrados los siglos y con los que se volverían a trancar las esperanzas. Un escenario para la desolación económica y la desilusión espiritual. Tampoco creemos, creo yo,  en las delicias mentirosas del happy end. Nada nos es dado con facilidad y gentileza.

Será seguramente otro doble final, terrible y hermoso, con múltiples combates y derrotas repetidas para el maléfico y contradictorio ser retrógrado que llevamos dentro.

 

 

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