La increíble y titánica épica anual de una criatura de los hielos llegó hace unos años a las pantallas del mundo y América. El vía crucis del ave antecede a cualquier odisea humana.

El filme, La marche de L`Empereur, en francés, y La marcha del Emperador, en perfecto español, fue nominado a cuatro premios César. La sorpresa mayor fue cuando obtuvo el Oscar norteamericano (2005) al mejor documental de largometraje del año.

Sinopsis: cada año, el pingüino Emperador recorre cientos de kilómetros de invierno y adversidades en el continente remoto e inhóspito, la agreste Antártica, que permanece tan fría como lo que es: un témpano de hielo macizo.

Tal epopeya sin precedentes la protagonizan para lograr subsistencia. La historia de su ciclo de reproducción es única y tema del espectacular e increíble documental.

El filme mezcla amor, valor y aventura en el corazón de ese paraíso e infierno gélido, la región más aislada e inhospita del mundo. La naturaleza de la zona legó argumento y escenario persistente a través de miles y miles de años. El sitio de la filmación, no obstante, solo fue descubierto a principios del siglo XX.

Hace millones de años, ese continente era, por cierto, un territorio que gozaba de condiciones más habitables. Con el deterioro climatológico, unos animales emigraron y otros desaparecían para siempre. Pero el Emperador se mantuvo y adaptó, no sin martirologios, a los inclementes inviernos.

Cuando todavía el verano persiste y el frío pierde algo de rigor, los majestuosos emperadores viajan desde sus hogares al hielo natal. Parten en busca de pareja, en un largo y pacífico desfile, para entonces, ella y él, compartir estupendos y estoicos ritos de apareamiento. Las nuevas parejas juran fidelidad para esa y todas las temporadas venideras. Las más antiguas renuevan el compromiso ineludible. Su fidelidad es comprobada y la comparten con algunas otras especies de aves.

Luego de placenteros coitos, comienzan los trasiegos. Luego del gustazo, el trancazo. Es lo que da soporte al drama anual del pingüino emperador. El océano surtidor de la sobrevida ha quedado dramáticamente detrás: es apenas un recuerdo a cientos de kilómetros de distancia.

Una vez que la madre ovoposita el huevo, el padre queda al cuidado y lo protege en una cavidad entre sus dos patas. Ella emprende un largo viaje de regreso al mar: va en busca de peces y lo que aparezca, que se transformarán en el alimento del pequeño.

Entretanto, el pichón sobrevive angustiosamente al amparo de papá. El lo sostendrá durante 9 semanas. ¿Su método? Regurgitar alimentos en el buche del hijo cada cierto tiempo, a costa de su propia corpulencia. El progenitor queda tan flacucho como la madre cuando semanas atrás se volvió al mar por los alimentos imprescindibles.

En una ronda interminable, padre y madre viajan indistintos a fin de garantizar cena al chico, retoñuelo indefenso lejos de generar y regular la propia temperatura. La criaturita, por esa época, es dramáticamente dependiente del calor paterno.

El Emperador se permite tales excesos a causa de la fuerza de la especie  y porque están vigorosamente protegidos contra el clima antártico.

Son capaces de economizar tanto el oxígeno como sus energías. Disminuyen a voluntad el ritmo cardiaco y mantienen uniforme la temperatura corporal a pesar de las inclemencias. Pero sin ese frío mortal, y he ahí los increíbles equilibrios naturales, tampoco lograría sobrevivir.

Su protección exterior de abundantes plumas posibilita un doble resguardo. Las arterias irrigan las partes del cuerpo no cubiertas de plumas, que son rodeadas de una vaina formada por un manojo de venas que protegen la sangre hasta el corazón.

El plumaje forma una estructura rígida por fuera del cuerpo, pero suave y abrigadora por dentro y con una densidad de 80 plumas por centímetro cuadrado. Así, mediante mecanismos de autorregulación, mantienen la temperatura de más de 30 grados en sus portentosos organismos.

A esta protección se une una gruesa capa de grasa que almacena bajo la piel. Fue la causa de que muchos pingüinos, en épocas pasadas y actuales, permanezcan en las mirillas de balleneros y pescadores, que ambicionan extraer sus preciados aceites y grasas.

Algunos perecen en el trayecto de ida y otros no llegan de regreso para ver con vida a las crías. A veces no resisten ciertas duras tormentas invernales. No pocos terminan como alimento de depredadores: leopardos marinos, tiburones, orcas, aves, que en pleno ejercicio de vida, luchan también por los suyos y la especie.

Para el reecuentro, luego de las 9 semanas de ausencia, emiten una estridente señal sonora. Una suerte de grito irrepetible y reconocido solo por los suyos, particularmente formado por sonidos duros y repetitivos. Es el código definitivo para la reunificación familiar.

Luego de la unión de madre o padre con su pareja y el pichón, acompañada de un canto ensordecedor de bienvenida, la bandada retorna al silencio absoluto. Es un recurso a fin de permitir al resto del cónclave un satisfactorio encuentro dentro de la algarabía y cacofonía general.

Durante la marcha, el macho seguirá con actitud constante  a su hembra, guardando siempre de no intercalarse con otras parejas para evitar cualquier confusión posible. La fidelidad conyugal está asegurada por el orden más o menos estricto que el desfile cotidiano les imprime a sus vidas.

Continuará…………………

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