Las calamidades que acosan al fastuoso Amazonas, como serpiente acuática, y a la espectacular Amazonía, como jungla siempre verde, no tienen número definido. Nunca se sabe a ciencia cierta cuál o cuántas fueron las causas y de dónde parte la arremetida principal, pero las consecuencias se sufren sin límites.
A siglos de colonización y conquista, se suman nuevas agresiones. Incendios enormes, deforestación acelerada, caza y tala furtiva, extinción y contrabando de especies vegetales y animales, minería despiadada, ganadería extensiva y voraz, son algunos de los males reconocidos.
La apropiación ilegal y rapaz de las tierras y sus recursos naturales, ahora reciente se muestra en su más dramática dimensión. En esa dirección, la nación brasileña envía autoridades civiles y militares, para impedir la continuación de asesinatos, usurpaciones ilegales, chantaje y violencia. Y para retornar a la Amazonia esas riquezas que son del país y también patrimonio de la humanidad.
Un solo hacendado del Estado de Pará, según despachos de prensa, es propietario de 9 millones de hectáreas, lo que equivale al uno por ciento de Brasil y al territorio aproximado de Portugal. Lo más increíble es que el supuesto dueño, Carlos Medeiros, sencillamente no existe.
Detrás se esconden los potentados y reyes del ganado y la madera, que robaron inmensidades del suelo y subsuelo de la nación. Los cálculos son anonadantes: unos 100 millones de hectáreas, el 12 por ciento del territorio brasileño, son el total de la tierras apropiadas de formas siniestras y luego puestas a la venta mediante contratos fraudulentos.
Además, y por supuesto, esas transacciones están acompañadas de violencias y asesinatos contra campesinos y defensores de la ecología de la Amazonia.
Esa totalidad de adversidades, incluyendo los desastres naturales, así como sus efectos coaligados, tiende a convertirse, en su prolongación, en una de las mayores amenazas de catástrofe ecológica de un siglo que apenas emerge.
Deflagraciones, conquistas, destrucción, contaminación y masacres conllevan a un resultado único y desastroso: la desaparición de la lujosa e imprescindible selva tropical y sus incalculables secuelas.
Los incendios provocados por granjeros y hacendados en su insaciable búsqueda de tierras cultivables, hacen desaparecer o degradan hasta 80 mil Km. de bosques por año. A su vez, tales acciones provocan incrementos de la contaminación en cifras tan astronómicas como 620 millones de toneladas de gases carbónicos, lo que constituye alrededor del 10% de los contaminantes lanzados a la atmósfera.
Las emisiones de dióxido de carbono, óxido nitroso y metano provocan una concentración que actúa como barrera aislante, retiene el calor de la tierra y provoca el efecto invernadero, al tiempo que contribuye a la destrucción de la capa de ozono.
Los cálculos indican que si este ritmo de destrucción, que trae aparejado una fuerte contaminación atmosférica, continúa, dentro de 50 años los efectos serán desastrosos: la flora y la fauna se topará con la amenaza de muerte inminente, si es que aún, para entonces, se conserva algún resto de vida. El futuro del hombre, por ese camino, es tan incierto como precario.
La última mitad del siglo pasado fue protagonista también de la pretendida colonización amazónica. A principio de los años 70 no existía un propietario, o al menos, no se sabía, quién estaba comprometido con tal responsabilidad. Oficialmente correspondía al gobierno brasileño, en manos de los militares, quienes tomaron la monárquica decisión de colonizar la Amazonía.
Se construyó la carretera transamazónica, como largo cauce de polvo y barro, resultado de una de las aventuras más atrevidas y riesgosas acometidas en la mayor de las regiones selváticas del mundo.
Imita el curso del río Amazonas, pues avanza en forma paralela al fluido de las aguas y alcanza alrededor de los cinco mil kilómetros de largo.
El objetivo del portentoso camino consistía en trasladar “hombres sin tierra a una tierra sin hombres”. Quien en cinco años hacía fructífera una parcela, se convertía en dueño. El evento terminó en error histórico y hasta matemático, pues se vendieron más parcelas que las que existían en realidad. Y cayó el caos sobre los territorios repoblados.
Sería redundante insistir en el hecho de que los más afectados terminaron siendo, una vez más, los campesinos. Es como una doctrina o dialéctica de clases que la historia repite interminablemente.
Los matones de los propietarios asesinaron, en la última década, a unos dos mil campesinos, sin hacer excepción alguna con todo aquel capaz de levantar su protesta contra la masacre. Aniquilaron tribus enteras, extirpes completas de criaturas que fueron dueños naturales de esas tierras desde hace milenios.
Los mineros, por su cuenta, invadieron las tierras en busca de oro, e igualmente masacraron a quien se opusiera, ante la indiferencia oficial de militares codiciosos que usurparon el gobierno.
Esta era del oro comenzó a principios de los años 80, cuando la onza alcanzó los 850 dólares en el London Metal Exchange, y a mediados de la década existían ya más de un millón y medio de minas.
Cada patrón formó un ejército y comenzaron las guerras, que trajeron miles de muertos. Las autoridades no intervinieron con el objetivo de seguir cobrando el 20% de toda la explotación del preciado mineral. Por si no fuera demasiado, se invadieron las reservas aborígenes.
“El subsuelo también produce golpes de estado, revoluciones, historias de espías y aventuras en la selva amazónica”, señala Eduardo Galeano en su libro Las venas abiertas de América Latina.
Demuestra ello las inextricables complejidades que se avizoran entre la gran pluvisilva y las economías y poderes políticos del entorno.
La Amazonía ofrece, a cada instante, y desde lejanos tiempos, las fuentes más básicas y naturales que posee y que alcanzarían para desarrollar, desde una base económica con recursos, a las naciones que la circundan.
Las grandes transnacionales intentan mudar, mediante apropiaciones, las montañas de Brasil, la exuberante selva tropical hacia el norte del continente, o dispersarla en hatos propios y cuya expoliación sería desenfrenada, galopante, apocalíptica. A este ritmo, el tiempo se vuelve escaso para salvar la Amazonia, nuestra Amazonía, del oprobio oportunista de ese apócrifo mundo desarrollado.
En América Latina es lo normal, dice Galeano: “Siempre se entregan los recursos al imperialismo, en nombre de la falta de recursos”
La comisión parlamentaria de investigaciones sobre la venta de tierras brasileñas, en indagación realizada en los ya distantes años 60 dio a conocer al mundo las pretensiones de los Estados Unidos para formar un cordón que aislaría la región del resto de Brasil. Crear esa frontera divisoria fue un sueño imperial, y quizás todavía lo sea.
Gran parte del vasto territorio amazónico es hoy Patrimonio Natural de la Humanidad, específicamente la parte denominada Amazonía Central.
Su destrucción no solo amenaza a las comunidades tradicionales que coexisten en un mundo natural increíble, y que dependen de ella para vivir, sino también a la integridad de la propia nación brasileña, el futuro económico y ecológico del país y, en consecuencia, del mundo.
La necesidad de obtener resultados de los movimientos y acciones de preservación de estas aguas, estos paisajes, esta selva, no es responsabilidad de un país, ni de una organización, es la responsabilidad de los seres humanos que habitamos este planeta y nos beneficiamos de sus favores: oxígeno en primer lugar.
Ese oxígeno proviene de los más intrincados rincones de un bosque que desconocemos casi totalmente. Una jungla por muchos atacada, por otros muchos ignorada, y que sin embargo, nos permite una existencia superior y el soplo de vida indispensable.
Ver también:
https://a4manos.aquitania-xxi.com/ecodilemas/2012/07/amazonia-un-pulmon-del-planeta-ii-parte/
https://a4manos.aquitania-xxi.com/ecodilemas/2012/06/amazonia-un-pulmon-del-planeta-i-parte/
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