Fotos: José Jiménez

Guanajuato

En México hay una especie rara de ciudad, que no se parece a la autóctona, o se parece tanto, tan bien perfilada, que trasmite una magia diferente.

Desde aquella ya distante primera vez que llegué a este país, había soñado visitar Guanajuato. Entonces terminó siendo imposible, por la brevedad de los días –seis meses que se consumieron como agua– y por la porfía malsana de quien entonces era el jefe, que no nos daba tiempos ni respiros.

Otro Arco del triunfo

Pasarían cinco años para que ese sueño, aparentemente simple, se deshiciera en una inesperada realidad. Y es que el tiempo ha preferido desgranarse, a veces, en meses, semanas, y otras, en días compuestos de milisegundos apresurados. Cuando tocas dedos de una mano, enumerando, sucede que pasaron cinco años, así, como pasan de moda las canciones.

Túneles

Hace unos días, apenas, pisé por vez inaugural aquellas calles previamente visualizadas, que se dividen en túneles de piedra antigua, por debajo de la urbe, y en praderas de construcciones alucinantes, justo donde esta pervive. Otra ciudad, tan rara como la visible, permanece sepultada por la marcha y el lodo debajo de cada paso, nos cuenta la chica de aquel hotel (El 1850, en el boulevard que se enfrenta al Teatro Juárez), donde se esforzaron por hacernos sentir en casa, y lograron que fuera mejor.

Teatro Juárez

Debo confesar que mi estancia fue tan breve, que todo lo que recuerdo del solemne centro histórico, imitación más que real de una minúscula urbe europea, es su cascarón. No visité museos ni el interior de los edificios que deslumbraron mis pupilas ni las iglesias; tampoco me adentré más allá de lo que todo el mundo tiene que ver. Y aún así, desde la entrada inicial bajo arcos de canto, grises y a la vez luminosos, el sobrecogimiento me llevó el alma y me regresó el brillo. Lo poderoso de sus edificios, de su eclecticismo, me hizo sospechar que ahora deberé volver a Guanajuato para encontrar  lo perdido en cinco años de experiencia mexicana. ¿Será posible? “Unas por otras”. Esa metrópolis te hace sentir que lo es.

Otra esquina maldita

Más allá de que el mini-viaje fue, sobre todo, romántico, la noche guanajuatense es alegre y encendida. La callejoneada te espera en cada costado. Bajo la planta de los pies, se arman los escalones de un diminuto pasadizo, que ha recogido los besos de miles o millones de visitantes, solo por contradecir aquella saña de que alguna vez, en Guanajuato, estuvo prohibido besarse en público, o porque allí, como en tantos parajes de esta nación, aconteció una trágica historia de amor.

Al despertar

Templos y museos entregan un espectáculo al oscurecer, y otro bien distinto con el sol; La Universidad de Guanajuato, dicen que entre las más bellas del planeta, es una joya blanca y escalonada, como han de ser las buenas alma máters. De la comida no me quejo, porque paladeé manjares de mi infancia, pero pude haber probado muchas otras novedades íntimamente ligadas a las tradiciones citadinas.

La callejoneada

Comparando sensaciones: el paseo entre los túneles arcaicos me llevó a las caminatas por el Sena. La vista inmensa desde el Pípila me encumbró a los legendarios miradores de mi vida, desde los que he observado, también, los años pasar. El color de las columnas de teatros y edificios me remontó a una Habana donde nací, varias décadas atrás, y cuyos olores todavía perviven en mi memoria. Lo apasionado del andar trajo del pasado a aquella adolescente que solía soñar con conocer cada esquina del mundo, sin saber entonces que el mundo está, justo, a la vuelta de la esquina.

Vista desde el Pípila

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