Recibió el segundo bolígrafo a vuelta de correos. Había ordenado solo uno. Su primer pensamiento fue devolverlo, pero recordó un par de ocasiones anteriores cuando, frustrado ante una situación similar con la mercancía recibida, intentó devolverla. Deliberadamente extrajo el bolígrafo y escondió el envoltorio entre los restos de comida y envases de cartón estrujados en la basura: le avergonzaba que su esposa supiese que había robado.

Colocó el objeto junto al otro y prosiguió con su día. En la noche creyó ver a los pies de su cama una figura tensa y encorvada que se inclinaba para mirarlo. Se incorporó de súbito. Allí no había nadie. Lo único tangible era la queda respiración de su esposa. Volvió a acostarse y, con la intranquilidad que sigue a las pesadillas, se durmió.

Al día siguiente le era imposible concentrarse en lo que hacía; caminaba de aquí para allá, farfullando en voz baja, convenciéndose de la realidad de aquella visita. Creía conocer el rostro azafrán que lo había estado espiando en la penumbra y que huyó cuando él se incorporó asustado.

A los sobresaltos de su trabajo —era columnista en el periódico de su ciudad— se sumaba este último. Durante la cena apenas habló, ofuscado en recordar el origen del rostro. Tenía la seguridad de haber visto esa faz no una, sino varias veces. Por algún motivo la asociaba con las matemáticas o al menos con el mundo de las cuentas: había en su rostro una cifra, aun cuando no podía aseverar si tatuada o tan solo un número destacado, tal vez en un gorro; estaba seguro de esto, o pensaba que lo estaba, o le tranquilizaba pretenderlo.

La esposa recogió los platos y echó los restos de comida en la basura. Mirándola, le cruzó una idea absurda. Esperó a que ella saliera a fumar y entonces hurgó en el cesto de los desperdicios. Involuntariamente pensó en las heces de su perro cada mañana, cuando lo sacaba a caminar, y se dio cuenta de que le era más fácil registrar entre los despojos si se miraba a sí mismo desde fuera, intentando no reparar en su situación.

Le acometió un revolverse de tripas cuando el otro, con objetiva frialdad, hundió los dedos en la podredumbre. Adivinó un hueso de pollo intacto ahogado en un nudo de fideos; cáscaras de naranja a medio fermentar; raspas de huevos rellenas de un fango de borras de café, frijoles, arroz y pellejos de tomates pisoteados bajo el peso acumulado en el diario desahogar de los platos; servilletas aún enteras que obstaculizaban el paso de los dedos en la informe topografía contenida en el cesto plástico. No acababa de dar con el sobre, cuando creyó palpar algo. Contuvo la respiración, como si temiera deshacerlo a un mínimo movimiento de los dedos, y lo extrajo con recelo quirúrgico: tan solo un trozo de papel amarillo con su nombre y las primeras dos palabras de la dirección postal. Buscó con ansiedad y sacó un pedazo más pequeño que se deshizo en el acto. Desenterró la mano.

El envoltorio había dejado de ser. A lo mejor nunca había sido, pretendió con fingida resolución frente al espejo, mientras se lavaba las manos, intentando no pensar en el segundo bolígrafo. La sola visualización del objeto le negaba la consoladora mentira. Era solo un bolígrafo, ¿a qué, pues, tanta intranquilidad? De repente recordó que el rostro tenía barba; lo recordó, sí, aunque fuera solo el mentón poblado por una barba corta y cerrada que ascendía hasta las patillas. Una barba oscura, no amarilla. Aunque le parecía amarilla. Se secó las manos y pasó el resto de la noche perseguido por el nuevo atisbo. Solo logró dormir luego de darse cuenta de que involuntariamente esperaba volver a verlo.

Lo vio en el patio, a la mañana siguiente, mientras cortaba tomates, y fue una visión tan fugaz como la que le había precedido treinta y tres horas antes, aunque esta vez le bastó para corroborar el color de la barba —¿por qué le seguía pareciendo amarilla?— y unos ojos —¿amarillos?— que lo miraban con severidad.

Tuvo la impresión de que el hombre iba a pegarle: tenía algo en las manos y lo abalanzaba —o parecía hacerlo— hacia él. Los tomates cayeron al suelo. El no hizo por recogerlos. Continuaba mirando el vacío donde había creído verlo, moviendo los labios como si dialogara consigo mismo. Involuntariamente tanteó el bolígrafo en su bolsillo junto a la libreta de notas; fue consciente de que debía terminar un artículo para la semana entrante, pero desde hacía dos días no le era posible escribir una palabra.

Entró a la casa y fue directo al cuarto. Sacó el bolígrafo de la gaveta, lo destrozó y lo tiró al cesto de papeles como quien arroja lejos una maldición. Su mujer lo llamaba desde la entrada de la casa; tenía en sus manos un sobre de correos y se disculpaba por haberlo abierto, puesto que era una carta dirigida a él donde se excusaban por el envío de un producto y solicitaban su devolución. La mujer le extendió el sobre. Él no la escuchaba. Miraba el rectángulo amarillo que ella le ofrecía. La estampilla azafrán apenas se destacaba sobre el papel, rematada por un cuño. Sus ojos la enfocaban, agrandándola; el sobre se ensanchaba en la medida que sus cuatro lados crecían.

La estampilla alcanzó el tamaño de una persona parada frente a él. El grabado representaba un hombre sentado, de mirada severa y barba corta y tupida; sostenía un violoncello entre sus piernas; no tocaba: lo miraba desde el papel. Enmarcadas en el grabado aparecían estas palabras:

In Memoriam Biser Tihtchev, (1938-2001) cellist,75 ¢, Bulgaria.

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Leonardo Cuervo-pintor

Leonardo Cuervo es un pintor de realismo fantástico interesado en explorar la figura humana y sacar a relucir su lado inquietante. Su trabajo está impregnado de todo lo fantástico y esotérico, haciéndonos alejarnos de la realidad de la sociedad para explorar el mundo irreal en nuestra imaginación y luego, sutilmente, traernos de regreso. En palabras de Artillery Magazine, “inusual y provocativo en estilo, la habilidad técnica de Cuervo en el realismo también es exquisita”.

Para conocer su obra visita:

https://www.leonardocuervo.com/

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