T. Arzate

Tomó la llave como siempre. El mismo lugar, vigas viejas rechinantes, humedad salina que pintaba los labios. Abrió la puerta y el olor a viejo le causó cierta melancolía.

No había luz. Los sonidos de la madera y el chillar de la silla que jaló hasta la ventana cortó de tajo la oscuridad; sus ojos punzantes percibían intensos colores verdosos, la vista se acostumbraba a la negrura humeante del cuarto.

Tiró su cuerpo en el asiento mirando por la ventana en forma impasible.

Ella no había llegado.

—¡Descanse, caballero! —dijo una extraña voz con tono de sombra.

—¿Quién anda ahí? —preguntó el joven, asustado.

—Oh, tonto, soy tu compañero de cuarto. Nadie más pudiera ser que tu compañero.

—Disculpe, señor, pero… mi habitación no la comparto, de haber sabido que usted estaba aquí no hubiera entrado.

—No pierdas tiempo. Tal vez se fue mientras discutías y no la volviste a ver.

Se levantó de un salto y le dijo:

—Maldito, cobarde. Aléjese de ella, usted jamás podrá separarnos. Era mía antes de que fuera de usted. Dejémonos de tonterías y peleemos, lo espero afuera. Un desgraciado como usted no es digno de llevar una de mis balas en su cuerpo, pero no puedo permitir que esto siga así.

—Tranquilo… No soy quien tú piensas. Soy lo que tú quieras ser. Demonio cual espectro vaga por la tierra como triste condenado debido a tu causa.

—Exijo que muestre la cara. Cobarde es quien se escuda en las tinieblas.

—Todo a su tiempo, hombre iracundo. Piensas en ella todas las noches. La buscas entre las sábanas y en la cama no encuentras consuelo más que soñándola. Tu error fue haber pensado que ella era diferente; te carcome el corazón y ahora, seco, ya no puedes hacer nada. Cada vez que piensas haberla visto todo se desmorona como un pan duro.

—Si la conoce… ¡Le suplico que me diga dónde está!

—Está en ti.

—Señor, ¡se lo ruego!, dígame y seré capaz de arrastrarme cual perro.

—Pobre muchacho. Tu error fue grande. Ella está casada, tiene hijos y, aunque su esposo sea un imbécil, le pertenece. Te fijaste en la mujer ajena. Mientras piensas en sus caricias, ella está desnudándose frente a él. Mientras la sueñas, ella está pariendo. Mientras la besas en el recuerdo de su imagen, ella piensa en su mascota, que por azares del destino, lleva tu nombre tal vez como recuerdo, como una forma de no olvidarte o por simple burla.

—¿Por qué me habla así? —contestó melancólico—. Muéstrese, ¡lo exijo!

—Me siento tan mal como tú. La única diferencia entre nosotros es que yo no puedo llorar más.

—Déjeme… la extraño tanto.

—¿Todavía no sabes quién soy?

—No.

—¿Qué día es?

—El día de ella.

—¿Quién viene todos los años a esperarla en esta habitación, a la misma hora y el mismo día en que consumaron su amor? ¿Quién creyó en la promesa de que asesinaría a su marido y regresaría un año después a buscarte para ser felices?, ¿Quién más podría ser que la única persona que estaría aquí? ¿Y… todavía no sabes? Sé que eres joven pero no estúpido.

—Eres… ¿yo?

El anciano mostró su cabeza sin pelo, los ojos inundados por una masa blanca mientras sonreía con su boca casi sin dientes.

—Hemos muerto hoy —dijo el anciano con el rostro afligido.

Se tocaron la cara, uno para verlo con el tacto, el otro para imaginarse cómo sería en unos años.

—Antes de morir, pedí saber en qué había fallado y la respuesta está aquí. En esta habitación. En esta fecha. En este lugar. En esta maldita llave. Todos los años me pasaba sufriendo cuando la recordaba. En este día. En este minuto… Ella jamás fue nuestra. Cuando nos enterraron teníamos en la mano, apretando con una fuerza tan endemoniada, esta maldita llave. Pensábamos que algún día ella regresaría. Llegamos a creer que estaba muerta, pero cuando nos enteramos de que estaba por tener su cuarto hijo supimos que era feliz. Se piensa que al haber una tragedia romántica un pedazo de alma del amante se desprende y se queda en ese lugar. Eso nos pasó. ¿Cómo llegar al cielo si no tenemos alma? Ella terminó con nosotros. Con todos nosotros. Ahora solo nos queda consolarnos mutuamente.

Los demás hombres salieron de la oscuridad. Se descifraba por la vestimenta, el cabello y sobre todo la piel, el año del que provenían. Todos gemían con lágrimas en la cara intentando dar consuelo al más cercano. La habitación era un cuarto atemporal lleno de él, del que fue y del que sería. En ese momento alguien, tal vez ella, cerró la puerta con una llave tan pesada como una lápida.

Travis Loui- Miss Mery Olmstead
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