El lugar donde encallan los barcos

Sin entender exactamente por qué o para qué, el día cinco de julio de mil novecientos ochenta y uno me encontraba en una sala del aeropuerto de la Ciudad de México. Un amigo de mi padre, entusiasta, lo había persuadido de la oportunidad que significaría para un muchacho citadino participar en un campamento donde, además de los deportes, aprendería algo sobre el régimen socialista. Por supuesto, a mí me importaba un cuerno Fidel, la Bahía de los Cochinos, la guerra fría, el bloqueo norteamericano o el ejercicio. De cualquier modo mi padre, no siendo especial partidario de Castro y sordo a las objeciones filiales (también mi hermana se opuso) y conyugales, inició los trámites en la embajada de Cuba. Tal vez imaginaba que un poco de movimiento atenuaría mi complexión adiposa: tenía doce años —yo, no mi ascendiente— y mi estatura, conforme a las tablas médicas más verosímiles, debía al peso unos diez centímetros (1.40 m – 50 kg). Recuerdo que entonces la erección matinal estaba más asociada a una milanesa con papas que a panoramas femeninos; confieso que el entendimiento posterior de este asunto —el de la erección matinal— tampoco tuvo un carácter muy científico: hasta hace poco, no sé si en descrédito propio o de las clases de la primaria que debieron orientarnos, descubrí en un libro de psicopatologías sexuales que la vejiga es la responsable: en la noche, el mentado órgano bombea líquidos a las fosas cavernosas.

            Conforme a la ruta de vuelo, debíamos aterrizar en La Habana. Sin embargo, una tempestad provocó una serie de vueltas improvisadas y un presuroso descenso en Varadero. Aunque ese era nuestro auténtico destino, cuando mejoraron las condiciones climatológicas, luego de cinco horas de espera, retomamos el rumbo. Previamente habíamos hecho al capitán piloto la solicitud de que nos dejara en Varadero, pues ahí y no a otro lado necesitábamos llegar. La respuesta: “Las líneas de comercio y de transporte, chavales, operan bajo normas de estricta observancia” (pensé que el capitán piloto era muy burro: la palabra correcta sería “mirada”, no “observancia”). En La Habana nos informaron que los choferes responsables de llevarnos al campamento habían regresado, imaginándonos quizá lo suficiente astutos para alegar con quien fuera que si estábamos en Varadero y luego iríamos a La Habana para volver a Varadero, ¿por qué diablos no quedarse de una buena vez en el primer sitio? Una especie de victoria del sentido común sobre el derecho aeronáutico. El número de horas que estuvimos aplastados y quejándonos en los pasillos no difirió gran cosa de la espera inicial. Salía del sanitario subiéndome la bragueta y examinando con desconfianza mis manos, en el instante en que un hombre daba instrucciones a los compañeros: otro camión —parece que al primero, de nuevo hacia La Habana, se le poncharon las llantas— nos llevaría a un albergue estudiantil en Guanabacoa, sólo para pasar la noche. “No hay habitaciones libres —notificó la administradora del albergue José Martí—, pero les invito a cenar y, si no les causa molestia, pueden dormir en el piso de esta oficina”. Mi primer alimento en Cuba fue un plato servido por la hija de la administradora (Artemisa, se llamaba la hija, y Ana María la madre): moros con cristianos. En medio de fervorosas cucharadas cometí mi primer tropiezo histórico político cultural: Ariel, uno de esos mejor preparado que uno, sí, el típico pedante de doce años que en vez de preocuparse por saber si el balón Tango del próximo campeonato de futbol tendrá vivos en rojo o en negro y blanco, intenta aprenderse la fecha en que ejecutaron a Luis XVI…; Ariel, tras afirmar que nunca había paladeado unos frijoles con arroz tan suculentos, lo que le valió un segundo plato y a nosotros una madrugada insufrible, comentó que le encantaría conocer la URSS. Se me ocurrió que, en efecto, visitar un sitio con tan bajas temperaturas no estaría mal. Y lo dije. Dije que estaba de acuerdo en ir, cuando fuera más grande, a Rusia. “No se llama Rusia”, me refutó. “Esa denominación —continuó mientras yo fijaba iracundo la vista en una cáscara de frijol atrapada en sus brackets— pertenece a una funesta etapa de la historia. Es como si dijeras que vives en Nueva España. ¿Te gustaría?”. Traté de defenderme, claro —Artemisa era una mujer de nada malos bigotes—, pero, como en el box, la técnica pudo más que el coraje. Ana María, conciliadora, apuntó: “Por favor laven sus platos: que descansen, yo me retiro”.

            A la mañanana siguiente, Ariel pronunciaba un discurso que incluía palabras como: “hermandad fraterna, gesto inolvidable, revolución mundial y Che Guevara”. Ana María, sin despabilarse bien aún, intentó sonreír: “Andale, gracias eh, feliz estancia”. Un señor alto, gordo, pelirrojo y con barba se acercó a la oficina de la administración. Afuera estaba un autobús con el motor en marcha. “Ustedes son del grupo B de México, ¿verdad?”. Pensé en mi grupo de primaria: sexto B. Por fortuna, permanecí en silencio. “¿A qué se refiere?”, aventuró David, uno de mis compañeros. “Sí, porque ustedes no son del CREA ni del Estado de Michoacán”. Agregó: “Yo soy Leo y seré su guía temporalmente. No se preocupen. Hoy partimos a Varadero”. Ariel intervino con una autoridad tan desconcertante como atribuida por sí mismo: “En efecto, formamos parte de una compaginación sui géneris, no afiliada…”. “Bueno, bueno —interrumpió Leo—, hagan el favor de apurarse, súbanse que ya casi no hay cupo”. A la altura del tercer o cuarto peldaño cayó un gargajo: junto al volante, desafiándonos (incluso al conductor), un joven tan morucho y recio como un tronco, el creador de aquella obra, Emilio, se carcajeó. Era el jefe, algo así como nuestro Ariel, de la delegación de Morelia. Reconozco mi pavor. David susurró: “Perro que ladra no muerde”. En ese instante conocí a mi amigo mexicano en Cuba. Todavía temblaba en el asiento más lejano a Emilio cuando un tufo, precursor de los entonces soviéticos, me ocasionó una peculiar congestión nasal. “¡Qué asco!”, observó David. Los búlgaros poseían su propio aunque no tan temible concepto del baño. Fueron los últimos en acomodarse. “¡Mira qué guapa!”, me codeó mi amigo mexicano en Cuba. Tenía razón.

            En menos de treinta y seis horas viajamos dos veces al lugar donde encallan los barcos. En esta ocasión, salvo los paseos de ida y vuelta en el mismo día (por ejemplo, a la célebre playa Girón, en la Bahía de Cochinos, o al Castillo de Jagua, en la provincia de Cienfuegos), permaneceríamos un mes en el Campamento Internacional de Pioneros 26 de Julio. Sus edificios, flanqueados por una cerca bien pintada que no disimulaba del todo la fachada de correccional, consistían en cuatro bloques de concreto: una estructura cuadrangular y, en el centro, una piscina de veinticinco metros con un pequeño trampolín. Cada bloque se dividía en tres pisos y cada piso en unos veinte cuartos. En cada uno de ellos: seis literas. Construcciones anexas: el comedor y la heladería, separadas entre sí y del conjunto principal por una breve distancia. Teníamos prohibido salir del vallado protector de los costados y la parte delantera; la parte trasera desembocaba en la arena, fina y clara, y la arena en un mar apacible, tanto que, en una tarde de excéntrica lluvia (una nube recorría el cielo abierto mojando la porción de tierra sobre la que pasaba), nos permitió rebasar a pie las boyas de seguridad.

            Ser miembro del grupo B de México o grupo México especial representaba ciertas (a juicio de nuestro caudillo Ariel) desventajas. Eramos un quinteto —David, Víctor, Ariel, Enrique y yo— incluido a última hora en el programa de actividades. Las solicitudes de admisión enviadas por diversos países y respondidas por los funcionarios caribeños no habían agotado la capacidad de las instalaciones. El gobierno cubano ofreció más lugares para que jóvenes independientes, no inscritos en alguna asociación, pudieran participar en el campamento. No sé si la premura con que se difundió la noticia y se cerraron las listas definitivas fue el motivo de que el total de nuevos peticionarios proviniéramos del Distrito Federal. Llegamos, al igual que el resto de los mexicanos, los del CREA y los que mandaba Michoacán, encabezados por el sátrapa de Emilio, y al igual que otras delegaciones: Etiopía, Bulgaria, Unión de Repúblicas Socialistas Soviéticas y Alemania Democrática, después de la ceremonia de apertura. Salvo en nuestro caso, la visita de todos ellos había sido dispuesta desde el principio, y cada delegación —la mexicana parcialmente— tenía asignado un guía o instructor; y digo parcialmente pues el guía Ferrero se limitaba a la vigilancia de los del CREA y los de Michoacán. Para hacerse cargo de nosotros cinco, se comisionó a Leo, maestro de trovas y burácrata en una oficina de censos. Las náuseas, producto de despertarse tras una broma de dormitorio, al ritmo de Un nuevo sol te iluminó, es el dibujo divino… aquí hay ambiente, aquí es otra gente, la humanidad quiere paz, ¡viva la libertad!, viva hoy… melodía diseñada para que los hombres del futuro, reunidos en Cuba, abandonaran la pereza en las literas y ejecutaran, con asesoría forzosa del instructor, sus ejercicios matinales en los pasillos…; las náuseas, lo empujaron a implorar una sustitución. Leo se fue y nos transformamos o afirmamos en chinos libres, en beach boys con reservas latinoamericanas (carecíamos de tablas surf y otros adminículos). Nadar y retozar todo el día, menos a las horas del potaje y los helados, despreciando cursos y talleres. A Ariel, a quien no le gustaba ser chino libre o beach boy latinoamericano y sí asistir a los talleres y cursos, debemos, hay que reconocerlo, las escasas intervenciones en los paseos: él nos hizo entender la vergüenza que era jugar voleibol en vez de ir al Castillo de Jagua. No cabe duda, ser miembro del grupo B de México representaba sus (des) ventajas.

            Un deporte, más que el voleibol o el futbol, destacaba en mi arsenal de entretenimientos: el ping-pong. Buenos reflejos, antes que musculaturas insólitas (la inexistencia de esto último me valió la décima posición en una competencia de nado) y, sobre todo, ocio, mucho ocio. Un etíope, Zabek, fue mi maestro. “Es que estoy gordo”, le decía decepcionado mientras miraba botar la pelota en el rellano de la escalera, al fondo del segundo piso de uno de los edificios. “No es cosa de peso —me replicaba en excelente castellano—, es cosa de paciencia”. Por cierto, paciencia fue lo que le faltó a Zabek cuando Emilio, encorajinado por una derrota (Zabek era el campeón indiscutible en cualquier categoría), arrojó un escupitajo sobre la mesa. El negro se encaminó contra el morucho y colocó, uno en cada lado, el pulgar y el índice en los cachetes agresores; luego apretó, hasta que los dedos hicieron contacto. ¡Emilio lloró! Lágrimas a cuentagotas, muy distantes a las que brotaron de mis ojos al ver un aguamala extendida en mi rodilla, pero lágrimas al fin. ¡Era soberbio ese Zabek! Sus enseñanzas me redituaron el tercer sitio en el torneo del campamento.

            La edad tope para asistir a Varadero, se leía en la convocatoria, era dieciséis años. A nadie sorprenden las excepciones: el soviético más alto y apestoso tenía veinte; Poccuya Manyeba, la búlgara guapa del camión, dieciocho… ¡Pero el Franchute…! ¡Veintisiete! Su apodo, un nuevo nombre, ya que toda persona se dirigía a él de esta manera, funcionaba como señal de alerta para ocultar el patrimonio personal; bribón y alcohólico, el Franchute representaba, solo, a Francia. ¡Había que verlo izar la bandera de su patria!, una de las pocas obligaciones, esta, la de izar la bandera, con la que cumplíamos. En un principio le pedía a un par de chilenos que le ayudaran a extenderla y amarrarla a la cuerda del asta, temprano, y a desamarrarla y doblarla, al anochecer. Fastidiado de solemnidades, acabó pagándoles a los sudamericanos para que se encargaran por completo del asunto. Las ceremonias cívicas se efectuaban en domingo y en fechas importantes. Mi relación con el francés, fuera de las extorsiones para ahorrarme la molestia de deslizar con la punta de la lengua un peso cubano que aguardaba en el piso, resultó cordial. Enrique, siempre díscolo a la hora de cubrir la cuota de seguridad y poseedor del récord de distancia transitada por un peso cubano, solía decirle que era un imbécil. El Franchute, acaso demasiado esporádicamente, sacaba a relucir su lado generoso: “Tú dedicación al ping-pong —me psicoanalizaba en atisbos de inglés— es un escándalo; no te vayas a convertir en malviviente”. Y al decir malviviente no se refería en sentido estricto al vago, sino, más bien, al opuesto del bon vivant. Su consejo o reproche se fundaba en un favor que me había hecho: con el propósito de romper un compromiso con Poccuya Manyeba o Rosie o la primera mujer que me besó en la boca con mi consentimiento (Reina, una doméstica que en determinada época demostró gran afición por los relojes familiares, ya había explorado mis colmillos de leche) (los besos de Reina generaban un escozor similar a los besos de la tía Gacha; rascarse no parecía ser remedio suficiente); con ese propósito, le rogué al Franchute que se apersonara en el cuarto de los búlgaros, donde Poccuya esperaba mi visita, y justificara mi ausencia alegando que un conglomerado de cerumen, tan sólido como imprevisto, fruto del exceso de agua de mar, me había desviado a la enfermería. La que efectivamente había acudido al local médico esa mañana, griposa, era Rosie. Para contrarrestar el legendario virus le recetaron reposo absoluto, obvio impedimento para salir de una habitación en la que, a esa hora, cinco de la tarde, estarían presentes, escuchando a todo volumen una grabadora, los demás representantes de Bulgaria. Panorama devastador. Y si bien el mensajero se hizo cargo de la diligencia, en la noche, cuando nos vimos de vuelta, me aconsejó o reprochó lo ya anotado: “Un gesto de solidaridad con una mujer —añadió— merece anteponerse a un rato de pseudotenis”.

            El cuarto o quinto día de mi estancia: Víctor y yo regresábamos de la playa lanzándonos un balón y gritando incoherencias con acento cubano. “¡Eh, chico, mira, pásala! ¡Ah te va, ah te va!”. Después del baño iríamos al comedor, para merendar. En sentido contrario, avanzaban las búlgaras. Seis en total. Probablemente se dirigían a ver la puesta del sol. Nos saludamos en inglés y nosotros seguimos adelante. Gritaron algo y volteamos. Le pidieron a Víctor que se acercara. Lo rodearon y, para sorpresa mía, retomaron el camino rumbo al edificio central. Víctor, que fingía mucha seriedad, se les unió; al pasar me guiñó un ojo. “Ahí te hablan”. Rosie, de pie frente a mí, preguntó si querría ir a la playa, para esas horas, desierta. En mi memoria se configuraron todas las escenas de violación que había visto en el cine. Le respondí que sí, con trabajo; mis labios: hechos grietas; el paladar: reseco; el pecho: arrítmico. Nos sentamos sobre un montoncito de arena; medio metro entre los dos. “¿Acércate”, me sugirió. “¿Ya viste cuántos colores tiene el mar? ¿Te doy miedo?”. Me esforzaba por mirarla directo, al rostro. En un intento, percibí un aroma salado, fuerte. La punta de su nariz golpeó la mía. Ataqué, pero los nervios me hicieron errar el tiro hacia un pómulo. La mujer del autobús retrocedió divertida y envolvió con sus manos mi cara.

            Sin sospecharlo, me convertí en una especie de autoridad: en un padrote; claro que sin las más remotas funciones del padrote. Los de mi grupo, aun el morucho Emilio y uno que otro del CREA, me felicitaron. “¿Cómo le hiciste?”, inquirían. “Casi te dobla la edad y, no te ofendas, la estatura”. El Franchute iba más al grano: “¿Ya se la metiste?”. Víctor opinó: “Está muy buena”. Inauguraba pues, mi carrera de novio o compañero o amante. “¡Amante no!”, se exasperaba el Franchute: “Amante, hasta que se la metas”. Para su decepción ­—la del Franchute—, mi currículum en estos asuntos era nulo y mi lascivia, como ya puntualicé, transitaba con lentitud de las milanesas con papas al ping-pong y de este, también con rémoras, a Rosie. Pese a la prepubertad y sus misterios (por ejemplo: ¿el semen es verde, blanco o transparente?, ¿sale solito o hay que tomarse algo?…), la idea de ser un hombre de respeto, un novio, me entusiasmó sobremanera. Ahora, ignorando burlas proferidas hasta por Ariel, me levantaba al escuchar Un nuevo sol te iluminó… y en el pasillo hacía los ejercicios obedeciendo las indicaciones del disciplinado instructor búlgaro. Ella sonreía y mis rótulas temblaban doblemente al hacer las flexiones. Terminábamos y cada quien volvía a su cuarto. En el mío, David, Vctor y Enrique, semidespiertos, entonaban Estar enamorado es, descubrir lo bella que es la vida…, me arrojaban calcetines y hacían bromas: “Fuit fuíu, tararararará, tararararara”. Más tarde, nos dirigíamos al comedor; las charolas: con divisiones para los guisos. Nuestra mesa quedaba lejos de la de los búlgaros, así que durante el desayuno me contentaba con mirarla. De nuevo en las habitaciones, los mexicanos comenzábamos, a juicio de muchos extranjeros, un rito exótico: el cepillado de dientes.

            De acuerdo con el reglamento, mujeres y varones de la misma o distinta nacionalidad debían dormir en alcobas separadas. Esto lo supimos cuando Tania, una niña del CREA, irrumpió en la oficina del director, un tal Velasco, exigiendo que castigaran a Julio, del mismo CREA; Julio, so pretexto de haber visto a Belcebú en la superficie de lámina de la puerta del cuarto de niños, se había saltado la barda (los aposentos se interconectaban por pequeñas terrazas en la parte trasera) y metido en la cama de Tania. Al parecer, Belcebú hizo de las suyas y desapareció los calzones del muchacho, quien, además, sufría una tumefacción en medio de las piernas; tumefacción atemperada con rasguños, baladros y un cubetazo de agua dispuesta para jalar el retrete. Pero aparte de Tania, era difcil que a alguien le preocupara esta norma. Después del cepillado de dientes y de acicalarme, tocaba la puerta de mis vecinas las búlgaras; los vecinos de mis vecinas, los búlgaros, solían amanecer en el dormitorio de mis vecinas, sin que esto hiciera prueba de algún contacto sexual (ni, por supuesto, de alguna abstinencia) entre ellos y ellas. No era extraño que Stanislaus abriera y me saludara —le caía bien a ese Stanislaus— y gritara frases incomprensibles antes de hacerme pasar. Poccuya o Rosie estaría recostada leyendo un libro o una revista, o en el baño, o afuera en la terraza, caso en que era innecesario el trámite descrito y entraba por atrás, desde mi cuarto. Nos decíamos ternezas, antes de besarnos en los labios. Me explicaba su programa de actividades. Si tenía la mañana libre íbamos a nadar a la alberca o a la playa. Si no, quedábamos en reunirnos más tarde; a las dos postmeridiano, invariablemente, acudíamos juntos a la heladería, un paraíso: cuantas veces y los sabores que quisiéramos. Esa construcción, anexa al edificio central, era también el escenario nocturno de nuestro deleite. Allí, solos, más besos y uno que otro roce; hasta las diez, momento en que apagaban las luces, señal y término para irse a dormir. Antes, a la hora del crepúsculo, caminábamos sobre la arena y sus partículas, frescas o tibias, según el vaivén del agua, formaban surcos, remolinos y cráteres alrededor de nuestros tobillos. El fin de las charlas y lanzamientos de conchitas y piedras lo marcaban los zancudos, tan feroces, que era más fácil, tras untarse sustancias repelentes, conseguir una dermatitis que disuadirlos de su acometida.

            “Dinos la verdad”, me arrinconó el Franchute, aburrido de martirizar a Enrique, quien en esta ocasión había hecho una suerte más complicada: al tiempo de arrastrar un peso cubano con la lengua, sostuvo con el labio superior un billete enrollado a manera de mostacho; en el lavamanos, el mártir tallaba la palanca con jabón, mentaba madres y amenazaba al Franchute con destazarlo algún día. “Anda, dínosla”, insistió. Salvo Ariel, que había ido a intercambiar unos paliacates o timbres de correo, y el protagonista del espectáculo reseñado, ocupábamos unos banquitos en la terraza del francés que, como las búlguras, era nuestro vecino; curiosamente, también era el único morador de una recámara tan rancia como su persona. Platicábamos y bebíamos Havana Club de tres años. “¿Eh, ya se la metiste?”. “¿Qué carajos te importa?”, contestó David, quien a expensas de una ceja abierta empezaba a obtener un ápice de respeto galo. “¡Oh, vamos, lo pregunto por el bien del chico!”. El chico, o sea yo, reprimió la idea de salvaguardar la intimidad vía golpes, no tanto por lo animal sino por los posibles resultados. “¡Eres un cerdo!”, gritó David. “¡Un puto cerdo!”. Víctor y David, como quien dice, pasaron a retirarse; luego salió del cuarto Enrique, azotando la puerta. Me quedé solo. “La verdad, no se la he metido”. “¡Ajajá, lo sabía, lo sabía!”, repitió satisfecho el Franchute. “No te aflijas —analizó en voz alta, con aire paternal—, no te aflijas”. Me quedé mirando la botella y unos dedos amarillos por el tabaco la rodearon y sirvieron en mi vaso. Dio un largo trago, directo del Havana, y dijo: “El tuyo es un típico problema de localización. ¿Cómo —continuó— vas a meter algo que no sabes dónde se mete? Te diré lo que haremos. ¿Tienes un cepillo?”.

            Saltamos los pequeños muros que mediaban entre las terrazas. Sola, Rosie dormía la siesta en la cama superior de una litera. Se encontraba en ropa íntima, acostada boca abajo. Uno de sus brazos, arriba de su cabeza, descansando sobre la almohada; el otro se extendía al lado del torso, más allá de la cadera: esta mano, cautiva de la bragadura blanca de encaje florido. El calor arreciaba y en algunos puntos de las piernas, sobre todo detrás de los muslos y rodillas, se habían formado gotitas de sudor. El Franchute picoteó con el mango del cepillo las plantas de los pies de la búlgara. Víctima de jadeos y arrimando el área pélvica contra una pata de la litera, ordenó: “Mira, ven”. Valiéndose del cepillo como los profesores de las varitas que señalan la anotación correspondiente en la pizarra, me aclaró cuestiones técnicas: “Esta es la vulva, este, imagínatela volteada, es el monte de Venus; los labios menores están, lógico, dentro de este como ostión y, por ello, los mayores son los que tocan la tela del calzoncillo. Más hacia el ombligo, insisto, imagínatela al revés, tienen una especie de pito, más corto que el nuestro, claro, y sin agujero para mear. Te confieso —prosiguió acezoso el Franchute— que nunca he entendido por dónde echan los orines”. De súbito, para rascarse, Rosie se llevó la mano prisionera a la punta de la nariz. “¡Shhh!”, me previno el tutor, atribuyendo a mi cara de pánico el motivo de la inquietud de la durmiente. “¡Y tú! —alzó la voz, poseído— ¡y tú… se la tienes que meter aquí!”. El cepillo salió volando y el poseso arrancó la prenda e introdujo medio dedo cordial en la vagina. “¡Da ti eva maikata!”, pronunció la mujer del autobús. Da ti eva maikata, me enseñó un día el amable Stanislaus, equivalía, más o menos, a fuck your mother. El sopapo que la ofendida asestó en la oreja del violador acabó de aumentar mi espanto. Tenía ganas de salir corriendo, pero el que lo hizo dejó un camino de líquido blanco que recorría el piso hasta el muro de la terraza. El modo de mirarme de Rosie demandaba, naturalmente, una explicación. Se la dí lo mejor que pude.

            Un día de la etapa final de mi estancia, la búlgara me propuso dormir con ella en la habitación de los chilenos, recién desocupada. Sus amigos se encargarían de que el asunto no llegara a oídos del instructor y nosotros, a medianoche, nos deslizaríamos con cuidado por los corredores. Pese a la claridad de la luna, ejecutamos el plan. Dentro, se desnudó, despojándome posteriormente de un short que constituía mi única indumentaria. Nos acostamos. Me quedé atónito al palpar el centro duro y abultado del seno. Me pareció increíble que en su vida diaria Rosie portara debajo de camisas, camisetas, bikinis o brasieres, esas protuberancias coronadas de piel oscura: las células en relieve y formando líneas irregulares. Comenzó a frotarme los hombros, la espalda, el vientre y, con un muslo, la entrepierna. Me apretujó. Cerré con fuerza los ojos y luego los abrí. Hundí la cabeza entre sus pechos. Colocó su palma sobre mi pene. Dijo que lo entendía, que no debíamos sentirnos mal, y abrazó el cuerpo desmadejado de un niño con taquicardia.

            A la madrugada siguiente, los ronquidos de mis compañeros y un escozor insoportable me despertaron. La típica broma. En el baño, tallé las zonas embadurnadas de pasta dental. Ayer, a estas horas, sudoroso y asustado, tanteaba un organismo con pelos y redondeces tan fantásticos como su lengua materna. “¡Cobarde!”, pensé. “¡La hubiera hecho mía!”, añadí, sin contener la risa al recordar la telenovela que suministraba esta nostálgica oración. Fijé la mirada en un lunar de la pelvis. Acaso tres o cuatro manifestaciones pilosas, aisladas cual ermitaños. Recurriendo a la diestra y a la esperanza, lo agité para producir un flotamiento de sustancia de vida o nata mágica (palabras del Franchute) sobre el agua del retrete. Lo único que flotó, reflejándose descompuesta, fue una cara escudriñadora.

            A un paso de conseguirlo, de ganarle un juego a Zabek, Ariel me comunicó, con sus brackets y suficiencia característicos, que el director necesitaba saber si nos iríamos pasado mañana o dentro de cinco días. Tocamos la puerta. Frente al escritorio, en dos sillas, estaban David y Enrique; a un lado, de pie, Víctor. Velasco hojeaba nuestros pasaportes. Preguntó: “¿Ustedes son los de México especial?”. Afirmaciones. “Escojan la fecha de su regreso. El fallo —aclaró— debe ser conjunto”. Organizamos una rápida y democrática ceremonia de votación. Por extraño que se lea, Ariel fue un tenaz oponente a emprender el retorno al término del plazo más largo. Le inquietaba que nuestros permisos migratorios vencían justo en dos días. “¡Bah! —replicó el director—, eso se puede solucionar”. Evidentemente, optamos por más vacaciones.

            Pensaba que la quinta noche sería el momento ideal para un ataque, redentor y definitivo. Me correspondería ahora reformular la propuesta búlgara como si fuera iniciativa propia. Pero las cosas se presentaron de tal modo que invalidaron mis cálculos. Pasado mañana se diluyó en tiempo vigente y Leo, reaparecido, ordenó que preparáramos nuestros equipajes. ¡Las tres últimas noches las pasaríamos en Guanabacoa! Frente al camión, le advertí a Leo que no subiría, hasta resolver un asunto pendiente; que deberíamos tramitar una autorización para quedarme en Varadero. Un brazo amistoso rodeó mi espalda. “Tú sabes que eso es imposible”. Bajé la cabeza y contemplé el suelo pedregoso de la explanada. Me erguí. Arriba, despejado, el cielo del adiós. Una silueta corredora que aumentaba de tamaño ocupó mi campo visual. Rosie me apretó con ganas, diciendo lo que se dice en estos casos: te amo, y para siempre, sin ti no podré vivir, ya te extraño, escribe, es sólo un hasta luego, te llevo en mí… Y yo contesté, antes de mi llanto, lo que se contesta (o tradicionalmente se debe contestar) en las despedidas. Suscribimos un pacto cuyo cumplimiento, más que de nuestras voluntades, dependería del destino. En 1986, ella, he olvidado la razón o el pretexto, me encontraría en México.

            La segunda visita al albergue José Martí me pareció perpetua. Ariel, platicando las impresiones del viaje. Ana María, sirviéndole una y otra vez moros con cristianos; Artemisa, noviando en mis narices (los clavos sacan otros clavos sólo si al precipitar el martillo los tenemos entre los dedos). Por fin, una aeromoza de Mexicana ordenó abrocharse los cinturones y aterrizamos en la ciudad más grande del planeta. Entre chiste y chiste mis familiares hicieron que me percatara del color costeño genuino de mi piel y de los cien dólares que habían tenido que pagar a la embajada cubana por el vencimiento de nuestras visas. También comentaron algo sobre mis incisivos y la dentadura de los roedores (el futuro me preparaba la maldición de la ortodoncia y su efecto más notorio: la sonrisa metálica de Ariel). En 1986, se celebró en México el mundial de futbol número XIII. Yo asistí al encuentro en que Bulgaria empató a dos tantos con Corea.

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(Relato incluido en Unos niños inundaron la casa. México: Cal y Arena, 1999; Ficticia, 2019).

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Sobre el autor:

Adrián Curiel Rivera (Ciudad de México, 1969) es doctor en Literatura Española e Hispanoamericana por la Universidad Autónoma de Madrid. Publicó su primer libro de relatos en 1999: Unos niños inundaron la casa (reeditado en 2019), al que le han seguido Día franco (2016), Quién recuerda a doña Olvido (2012), Madrid al través (2003) y Mercurio y otros relatos (2003). También es autor de seis novelas: Paraíso en casa (2018), Blanco Trópico (2014), Vikingos (2012), A bocajarro (2008), El Señor Amarillo (2004) y Bogavante (publicada en 2000 en España y reeditada en 2008 en México). Además, tiene tres volúmenes de ensayos: Avistamientos críticos (2016), Los piratas del Caribe en la novelística hispanoamericana del siglo XIX (2010) y Novela española y boom hispanoamericano (2006). Ha sido incluido en numerosas antologías: La X en la frente, Día de muertos, 20 años de narrativa FONCA, Antología del cuento latinoamericano del siglo XXI, Cuentos perversos, entre otras. Reside en Mérida, Yucatán.

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