Luego de contraer un fuerte resfriado, el hombre se quedó sin sentido del olfato. Al principio el hecho no le llamó mayormente la atención: conocido es de todo mundo que este es uno de los síntomas de la gripe común. Sin embargo, tiempo después de haberse repuesto, el hombre notó que su olfato no hacía acto de presencia. Cierto es que, en ese estado, no podía oler la comida, las páginas de los libros ni el perfume de las flores, pero esto no le resultaba del todo inconveniente. Por ejemplo, el hombre, como muchos otros, se había alejado toda la vida de las personas y lugares que no se distinguían precisamente por su dulce aroma. Así, tenía una compañera de trabajo a la que había que saludar de lejos y con quien entablar una conversación era difícil por su fuerte olor a humedad. La mujer dejaba una estela de peste cada vez que se levantaba de su lugar para ir al baño, y el hombre pensaba que sólo por puro compromiso alguien se atrevería a darle un abrazo de felicitación en su cumpleaños al tiempo que contendría la respiración. También odiaba tener que pasar por sitios donde se cocinaran menudencias, que tanto le gustan a la gente: el hombre no podía explicarse cómo era posible que alguien se comiera un platillo que despedía un olor tan desagradable durante su preparación; tampoco que hubiera quienes, sin ninguna consideración para con su prójimo, bostezaran sin cubrirse la boca y lanzaran sin pudor la fetidez de su aliento directamente a sus narices. No obstante, gracias a que la gripe lo había dejado ciego del olfato, el hombre pudo olvidarse por un tiempo de estos apestosos inconvenientes.

     Conforme pasaban días sin que recuperara su capacidad olfativa, el hombre agradecía las ventajas que su nueva condición le daba. Cobró conciencia de ellas en el metro, cuando, como en muchas otras ocasiones, un joven vagabundo subió al vagón para realizar un acto que se situaba en la frontera entre las prácticas de un faquir y la tortura al acostarse sobre un montón de vidrios rotos. Por primera vez en su vida, el hombre presenció su actuación sin aguantar la respiración. Sin el olor de por medio, la apreció en toda su dimensión. Al final le ofreció un billete que el muchacho aceptó con humildad. La siguiente vez que volvieron a encontrarse, luego de algunos días, el hombre se dirigió al joven:

     –¿Te interesaría un empleo? En mi trabajo hace falta alguien para el área de limpieza.

     Tiempo después, el muchacho, a quien el hombre había regalado ropa usada pero aún en buenas condiciones, saludaba a su benefactor todos los días cuando recorría la oficina para sacar la basura.

     Una tarde, el hombre entró presuroso al comedor de su trabajo. Los pendientes se le habían acumulado y el tiempo para desahogarlos se agotaba, por lo que tenía que sacarlos lo más rápido posible. La mayor parte de los sesenta minutos que le daban para comer se le habían ido en atender sus tareas rezagadas y debía alimentarse sin tardanza para regresar a sus labores. El lugar estaba abarrotado. El hombre no encontraba ninguna mesa disponible para consumir sus alimentos y, charola en mano, escudriñaba el horizonte en busca de alguien que por lo menos le permitiera compartir su espacio. Por fin divisó al fondo del local una mesa con un lugar desocupado. La compañera de los malos olores masticaba sin muchas ganas un trozo de su milanesa mientras les daba una ojeada a las noticias del día. Al hombre no le agradó la idea de tener que pedirle a la mujer que le permitiera sentarse con ella, pero, desesperado por el hambre y la prisa, no le quedó más remedio. En el trayecto para llegar a la mesa recordó su falta de olfato y, así, sordo de olores, se sintió aliviado.

     —Disculpe, compañera: ¿le importaría si me siento?

     —Oh, claro que no. Adelante.

     Comieron en silencio. Como no queriendo, por momentos el hombre levantaba la vista de su plato para examinar a la mujer, quien, sin inmutarse, seguía comiendo y leyendo las noticias. Él apuró la comida lo más que pudo y, en medio del ruido que hizo al empujar su silla para levantarse, se despidió cortésmente, mientras que ella apenas si le dirigió una distraída mirada y continuaba su lectura como si tuviera a su disposición todo el tiempo del mundo. El hombre salió del comedor agradecido con la vida, que le había suspendido las facultades olfativas por quién sabe cuánto tiempo y por lo cual no se había visto obligado a soportar el hedor de esa mujer en apariencia limpia pero cuyo aroma expresaba a gritos todo lo contrario.

     Por azares del destino o tal vez no, la escena se repitió al día siguiente. El hombre, agobiado por su demandante trabajo, volvía a comer junto a su olorosa compañera. De nuevo todo se desarrolló en silencio. “Vista con calma, en realidad no está tan fea. Si se bañara, tal vez hasta habría quien se lanzara con ella”, pensaba el hombre mientras masticaba y observaba de reojo a la mujer, quien parecía más interesada en leer la sección de cultura que en iniciar una conversación con su inesperado acompañante. “No debe tener novio ni marido”, reflexionaba él. “¿Quién se atrevería a besar a una mujer que huele a trapo de cocina?”. Cuando se produjo el tercer encuentro, el hombre, después de un rato, se animó a comenzar una plática. La cosa no pasó de los triviales comentarios sobre el clima, las absorbentes labores de oficina y observaciones acerca de la gran cantidad de compañeros que colmaban el comedor. Al paso de los días, el hombre comprobó que la mujer de olor desagradable siempre comía sola; luego de un tiempo en que él también ocupó una mesa solitaria, simplemente tomó asiento frente a la mujer, quien lo miró sin sorpresa y parecía ya habituada a su presencia, como un pájaro que ve acercarse a la persona que todas las mañanas le arroja alpiste y ya no experimenta hacia ella temor alguno.

     Sus pláticas nunca llegaron a tocar detalles de su vida íntima, casi todo giraba en torno al trabajo y las noticias del día; a veces compartían largos ratos de silencio, y a pesar de ello el hombre llegó a sentirse cómodo ante su compañera y tenía la impresión de que para ella era lo mismo. La ausencia del olfato en tales condiciones fue una bendición para el hombre, quien pensaba que ese acercamiento de las últimas semanas habría resultado impensable si de su nariz nunca se hubieran apartado los aromas, pues habría huido despavorido de la peste que de la mujer emanaba, la cual seguramente era la causa de que nadie quisiera tenerla en su mesa.

     Por desgracia, esa especie de estado de gracia en que vivía el hombre al encontrarse mudo de olores terminó. Durante el tiempo que careció de olfato nunca pensó en ir al doctor ni mucho menos: simplemente tomó las cosas con calma y pensó que el sentido faltante regresaría pronto y sin mayor esfuerzo que el de inhalar como de costumbre. Y ese momento había llegado: sucedió un viernes que, al entrar a una librería, percibió en el aire el dulce y añorado perfume de la mujer que más había amado en la vida. Como le sucedió a Proust con la madalena remojada en té, retrocedió a una época en la que verdaderamente había sido feliz. En la calle, el hombre se sintió abrumado por el humo de los autos, los botes de basura descuidados, los antojitos de las esquinas, el hedor de las alcantarillas, el sudor de las personas; hasta su propio olor le pareció penetrante a pesar de que durante el tiempo que careció de olfato procuró estar siempre limpio para no faltarles el respeto a sus semejantes. Toda la gama de aromas existentes hería la nariz del hombre como si una potentísima luz le lastimara las pupilas; hasta la esencia más suave y tenue lo deslumbraba y le resultaba imposible escapar a los aromas. Se lamentaba de su suerte: ¿cómo era posible que él, que había vencido el prejuicio del olor de la gente, viera que todo lo conquistado se iba por la borda? Lo que más lo angustiaba era que el lunes siguiente habría intercambio de regalos en la oficina, pues la Navidad estaba cerca, y le había tocado en suerte obsequiarle algo a la mujer que olía a ropa sucia. ¿Cómo podría darle un abrazo y hacer caso omiso de su peste? ¿Cómo disimular ante sus compañeros la repulsión que seguro sentiría ahora que su olfato se había vuelto en extremo sensitivo? Pensó en comprarle un obsequio que le mandara un mensaje acerca de su olor, quizás unos jabones o un perfume, pero de inmediato descartó la idea: resultaría una ofensa para la mujer entregarle esos artículos delante de todos los compañeros. Incluso consideró no presentarse a trabajar el lunes con tal de zafarse del compromiso.

     Al día siguiente, sin embargo, estaba mucho más tranquilo. Los aromas habían recuperado para él su intensidad normal: podía lavarse las manos y aspirar el perfume del jabón sin sentir aversión. Reconsideró las cosas: decidió que, sin importar que la mujer se bañara o no, se cambiara la ropa o no, intentaría conocerla mejor. Esa tarde compró el regalo que le haría, un regalo neutral que no comprometería su dignidad.

     El lunes el hombre estaba nervioso y evitó encontrarse con la mujer antes del intercambio. Esa tarde todos los compañeros se irían a un restaurante a celebrar. Cada uno sabía a quién iba a entregarle su regalo, pero no quién le daría el suyo, así que el hombre estaba algo tenso, pues en cualquier momento le tocaría recibir su presente y, por lo tanto, entregarle el suyo a la mujer con olor a humedad. La hora llegó. Tras un rato de sobremesa, uno de los compañeros comenzó el intercambio. En medio de aplausos, le entregó a una chica una pequeña caja dorada; luego del abrazo y las felicitaciones, la joven, a su vez, dijo un nombre y se dirigió a otro punto de la mesa para entregar su regalo. Esta operación se repitió varias veces hasta que otra chica mencionó al hombre y, luego de abrazarlo, le puso en las manos su obsequio. Sin tiempo de sentirse apenado, buscando a toda costa que el incómodo momento terminara lo antes posible, el hombre dejó su regalo sobre la mesa, sacó un paquete adornado con un discreto moño y pronunció el nombre de la mujer. Visiblemente turbado, hizo un recorrido que le pareció eterno hasta el otro extremo de la mesa, donde su compañera de aroma desagradable se situaba. “Qué esfuerzo tan tremendo deben estar haciendo quienes están a su lado para contener la respiración”, pensó el hombre en su trayecto para llegar hasta ella. Cuando estuvieron frente a frente, le entregó el regalo y la estrechó en sus brazos en medio del aplauso de los compañeros. Se sintió feliz en ese instante, todos sus temores se habían ido, y de pronto deseó que ese momento durara para siempre. Con la nariz en medio de esos rizos rojos, el hombre se dio cuenta de una cosa: la cabellera de la mujer olía a rosas.

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Guest
Ma Catalina
September 5, 2019 1:53 pm

Este cuento me hizo valorar mi sentido del olfato pensar que varias ocasiones voy por la vida sin realmente oler lo que la vida da día a día acostumbrada a ciertos olores cotidianos ya no los tomo en cuenta. Excelente cuento para reflexionar que no siempre encontraremos los mismos olores aún los ya conocidos pueden variar.