Llegué una hora tarde a la fiesta de Carla. Lo hice porque siempre soy el primero en presentarse a todas las reuniones y nunca hay nadie con quien platicar excepto el anfitrión, que la mayoría de las veces, no sé por qué, es alguien que me desagrada, y es entonces cuando tengo que comenzar la fastidiosa plática y poner la fingida sonrisa, todo con tal de distraerme un rato y estar con personas que desde hace mucho no veo, sobre todo mujeres, y más si son guapas.

Curiosamente, me encontré con que el lugar ya estaba muy concurrido y animado por gente extraña y conocida que no siguió la costumbre de arribar poco a poco al llamado de la fiesta.

—Hola, ¿cómo te va? Gracias por venir.

—Hola, Carla. Todo bien, gracias.

—Pasa, pasa. ¿Qué tomas?

Saludé a conocidos y no conocidos. El volumen de la música subía pero nadie bailaba. Me senté con algunos amigos. Hablamos de grupos de rock, futbol, mujeres, de qué habíamos hecho durante los meses o, en algunos casos, años que llevábamos sin vernos. Saludé a algunas chicas, antiguas amigas acompañadas de otras amigas y también de hermanas. Mi vaso de Coca-Cola se vaciaba y los hielos me enfriaban los dedos. Escuchaba una anécdota chusca de un chico que Carla me presentó y, antes de soltar la carcajada con el ansiado final, una mano me tocó el hombro:

—¡Hola, lindura! Hacía tanto que no te veía. ¿Cómo has estado?

Me sorprendí gratamente al ver de quién se trataba. Yo, sentado, vaso en mano, formando parte de un círculo expectante de escuchar el desenlace de la aventura; ella, de pie detrás de mí, de falda corta, cabello largo, rubio y lacio, delgada y pequeña, ojos azules, sonriente.

—¡Hola! Qué sorpresa. ¿Cómo estás?

Era Andrea, compañera de la prepa que desde hacía mucho no veía. Me levanté; nos saludamos efusivamente, tal vez demasiado para dos condiscípulos que nunca pasaron de ser eso, no convivieron lo suficiente y durante tanto tiempo no habían tenido comunicación entre ellos ni noticias suyas por los chismes de los amigos. Nos dimos un beso en la mejilla y un abrazo que, por su duración y emotividad, sorprendió a quienes nos veían. Nos tomamos de la mano y fuimos a un lugar más apartado; instalados en un sofá, nos pusimos a platicar. Con una alegría y un entusiasmo que no alcanzaba a comprender, Andrea y yo no dejábamos de reír, mirarnos ni de provocar contactos: ella me tocaba la mano, yo subía una pierna a los cojines para chocar levemente con su rodilla. Nos pusimos al corriente de nuestras vidas: hablamos de los estudios que terminaría en un año, de lo que pasó conmigo después de la preparatoria y de mi carrera. Hablamos todo lo que no habíamos hablado durante los años que fuimos compañeros. Andrea en esa época me era indiferente y creo que yo también para ella. Sin embargo, ahora me sentía tan a gusto a su lado, me inspiraba tanta confianza, me era tan simpática, la veía tan guapa, me gustaba, me incitaba tanto que me formaba todo tipo de ilusiones y planes para ambos. Además, me había dicho “lindura”: ¿qué mejor prueba de que algo se empezaba a forjar entre nosotros? Bailamos, nos contamos anécdotas, chocamos nuestros vasos. Teníamos una fiesta particular; había otra que era la del resto, la de los demás, pero nosotros disfrutábamos de un festejo privado. Miraba alrededor y me percataba de que todos nos veían, pero lo hacían con recelo; hombres y mujeres por igual envidiaban nuestra felicidad. Estábamos aislados. Esporádicamente, Carla se nos acercaba para preguntarnos si se nos ofrecía algo; lo único que yo quería era que nos dejara solos, lo cual comprendía bien porque se iba pronto para atender a otros invitados. Yo me sentía como en un sueño, observado, envidiado por todos, y no era para menos: había acaparado a la mejor chica, la más guapa, la más deseada; la tenía únicamente para mí. Me reflejaba en esos espejos azules y mi bebida me enfriaba la mano. En algún punto Andrea dijo: “Discúlpame un momento”. Asentí sonriente y radiante de felicidad.

Pensaba en Andrea y el tiempo que había perdido lejos de ella pero recuperaría una vez que estuviéramos juntos, porque precisamente ese era el siguiente paso: no separarnos de nuevo, y ella también lo sabía. Me preguntaba si debía preparar unas palabras o improvisar, quizá besarla de repente para darle a entender que la amaba, pues eso era lo único de lo que estaba seguro: estaba enamorado de ella y se lo diría, no la dejaría escapar. Pensaba en eso y miraba mi vaso: las burbujas salpicantes que abandonaban el líquido que lo llenaba y hacía flotar el hielo. Me distraía con aquello mientras advertía la tardanza de Andrea y me impacientaba por confesarle mi amor cuando, de pronto, al observar fijamente ciertas ondulaciones en la superficie de mi bebida, vi navegar velozmente un buque que se acercaba sin remedio al hielo. Estupefacto ante esta visión, no tuve tiempo de desviar el navío de su curso ni de sacar el hielo de su ruta, pero pude percatarme de su diminuto nombre pintado en el casco: Titanic. Ese día de abril de 1912 se repitió: la escena se representó otra vez exactamente igual a como sucedió en el Océano Atlántico en el teatro de mi vaso: el gigantesco barquito chocó contra el iceberg y comenzó a hundirse; luego se partiría en dos por la cubierta. Por encima del sonido burbujeante del refresco de cola se escuchaban los gritos, la música, el desorden y el espanto que en esos momentos se apoderaron del buque. Las luces de Bengala que comenzaron a rebasar el borde del vaso fueron parte del espectáculo impensable que representaba el Titanic, hermoso, maravilloso a pesar de la tragedia. El barco insumergible se enfilaba hacia lo irremediable no sólo porque su desaparición fuera inminente, sino porque era segura: absolutamente nada en este mundo lo cambiaría, nada alteraría el destino, nada modificaría la historia. La certidumbre de que las cosas ocurrirán las hace más escalofriantes, más aterradoras. Los pasajeros en la cubierta traían puestos los chalecos salvavidas; la primera clase estaba ahí; la segunda y la tercera luchaban por su vida o estaban atrapadas en lo profundo de la nave. Los botes, insuficientes, ya bajaban. “¡Niños y mujeres primero!”. Había llanto, desesperación, separaciones, oraciones, resignación. Algunos habían saltado a las aguas que enfriaba mi hielo o cayeron por accidente; los botes se diseminaron en el mar de refresco y las bengalas seguían ascendiendo. Revisaba el borde del vaso para ver si aparecía la anhelada ayuda, pero nada. El Titanic se quedó a oscuras, luego se partió en dos y el peso de la proa arrastró a la popa. El capitán enfrentaba su destino y las consecuencias de su presunción. Los músicos habían dejado de tocar y los lujosos camarotes de la embarcación se llenaron de mar. Entre los sonidos e imágenes que desbordaban el vaso destacaba la voz única, singular, de la masa que agonizaba, la desesperación de aquella gente que tenía la certidumbre de morir, pues el Titanic yacería en el fondo de este vaso y no sería sino hasta muchos años después que los exploradores llegarían para descubrir y rescatar los tesoros, las historias escondidas del infortunado buque. La nave estaba a punto de ser jalada hasta el fondo, y en medio de la brega en el mar de Coca-Cola tomé una decisión: sí, era posible cambiar la historia. Yo podía salvar a toda esa gente y conducirla a puerto seguro. Sólo bastaba meter los dedos, sacar la embarcación y, con una cuchara, recoger a todos los que flotaban en la superficie; en último caso, para rescatar a los que se habían ido al fondo, debía usar un colador para atraparlos y convertirme en héroe al evitar esa tragedia que se producía en dos tiempos y dos lugares, en dos dimensiones. Podía atestiguar ese hecho, intervenir en él, modificarlo. Entonces hallé una cuchara y la sujeté con firmeza. El Titanic estaba en posición vertical y a punto de hundirse, de perderse para siempre en las profundidades de mi vaso. Quienes nadaban en el refresco, sin esperanza de auxilio, morían pronto debido a la temperatura congelante que el hielo suministraba. Con la punta de la cuchara rompí la superficie para rescatar a los agonizantes pero Andrea, ya de regreso, me arrebató el vaso: “Dame un trago. Me muero de sed”. Y no sólo fue un trago, sino que se acabó el refresco de un jalón, presa del calor que flotaba en la atmósfera de la casa, y se bebió el Titanic, a sus náufragos y toda posibilidad de ayuda o investigación. Por entre sus dientes y sobre su lengua se perdió la historia, el naufragio anunciado que pudo evitarse para gloria mía y maravilla del mundo. El Titanic yacería en el estómago de Andrea, luego en su vejiga y después quién sabe.

Desde esa noche, Andrea se me figura a esas botellas que guardan en su interior un barco sin que nadie logre explicarse cómo pudo entrar ahí. Y, por supuesto, Andrea no sabe que ella misma es una de esas botellas.

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