Ilustración Félix Guerra
Hubo una vez un hipopótamo con alma de bijirita. Vivía bien adentro de sus carnes, alimentando
un resplandor de antípodas y serpientes. Fue ruidoso, sibilante, adelantaba una chimenea vertical y se derramaba como fuente barroca, como papagayo gótico.
Hubo una vez un hipopótamo con alma de león. Vivía amurallado, con los huesitos entre grandes paredes
de carga y oscuras praderas, pero en los cimientos había barro manso, un café con aromas, un sillón dando rueda por el aire. Fue un diccionario
de sinónimos, con más noches que Sherezada
y más planetas sorpresivos y titilantes
que los de una infancia estrellada.
Fue el humo que destila la brisa en la penumbra
de una sala, movido también por la humareda oscilante
de los sillones. Conversaba largo,
como quien dispone de gran cabalgadura y
un enorme prado. Tosía. Cuando parloteaba, enviando señales a otras partes, un ángel desplumado pero
no menos ángel, regaba con niebla la tonsura probable
e improbable de los interlocutores.
Hubo una vez un hipopótamo con alma de jiribilla. El gordo venía, se acercaba a las ventanas, emergiendo desde
una penumbra con aristas de cristales y polvo mortal agazapado en los papeles. Vivía al fondo
de sus grasas, en algún recinto pegado a la cocina. Empezó muy joven. Y más que publicar le interesaba hacer, como aquel noble inglés y como aquel cubano plantígrado de Trocadero, que escribía sus poemas
en hojas de tabaco y después fumaba.
Fue una criatura que habitó transparentes habitaciones visibles y densos cúmulos y cirros invisibles, amparado
en una cruda luz solar
que se filtraba por las persianas a alguna hora
de la tarde. Y tosía. Nunca se dedicó a la poesía,
pues uno no puede dedicarse a los misterios. No obstante, dibujó con el reverso de la mano una cantidad hechizada de poemas, como paso previo a tentar
en la oscuridad del día la resistente extensión
de una era imaginada por los dedos. Y tosía.
Orgulloso de la tos, no propia, sino de la tos universal: sonido para despertar al interlocutor
o despertar curiosidad. Navegaba en barcos líquidos y
en aviones de humo acompañando su voz. Se tornaba inmóvil cuando remontaba los espacios y sobrevolaba
los imperios de ayer y hoy, y de mañana: imperios vivos
en las arenillas de su mano.
Una foto tomada por mi ojo derecho y conservada
en la memoria izquierda: se mece, como
en una mecedora infantil, habla sin ruidos, vomita humo azul. Hubo una vez un hipopótamo con alma de jinete.
Ah, si usted vino, amigo, usted será el acompañante: abróchese el cinturón, despegamos de esta sala.
Y la casa salía volando por una ventana y nos dejaba
en el puro esqueleto de los sillones, sin más amparo
que alguna lamparita colgada de las nubes.
Viajar sin pasaporte ni nacionalidad, es ignorar fronteras y pasos a nivel, o sea, es igual a alcanzar el cielo y beber
la honestidad. Frente a aquella agresión de vocablos,
no quedaba más que dejarse partir la cara a puñetazos.
A veces uno sacaba un alfiler para detener alguna estocada de los sables.
Volvía otra vez sobre el riego fertilizante del barroco,
los avisos matinales del gallo, el ángel que ruega
por nosotros y permuta la salamandra por la iguana
del taíno. O sobre Colón, que vislumbra
en el resplandor de la Isla un gran perro sosteniendo
en la boca una columna letrada de madera, y
el interlocutor o lector, usted, yo, se dejaba atravesar
por los filos de la fascinación.
El Popol Vuh preludia la dificultad americana
de extraer jugo de sus circunstancias: el rencor
del anfitrión y del huésped y del resto de los invitados
a la vianda obligada. El boniato solo ha sido adobado
por el rocío del aire y la humedad subterránea. La malanga, afirma, hace vomitar al que no tiene costumbre y carece de adobos en el paladar. La caña se hace monte intrincado, albergue de sapos, culebras y alacranes. Y cortarla, en fin, reclama
al cuerpo y lo abandona exhausto
entre camellos o camellones.
Es un esgrimista obeso, en apariencia torpe: vive dentro
de sus 250 ó 300 libras de espesura, pero
tiene la sorprendente agilidad de la esfinge y
una expresión eminentemente americana,
que le guiña el ojo incluso a las solemnidades. Los
que gozan enfrentando sillón contra sillón, adivinan pronto que el mantecoso espadachín no falla
las estocadas. ¿Habla rarezas, es un excéntrico verbal,
un cíclope que no dialoga con lengua
sino con el pico de carpintero real sacando larvas
de la corteza humana?
Dice: primero los alimentos, después el hombre.
O dicho de otra manera (manotea en el aire): la yuca
o el maíz creciendo anticipadamente a la par del feto,
que crece a la par de la lluvia, que crece a la par
de una primavera sin trasnoches. La teogonía americana propone una creación y luego la invierte: conquista, colonia, subdesarrollos del espíritu y más tarde la serpiente foránea nos aprieta por un cuello en ciernes. El estómago paga la cuenta durante siglos. Pero durante los milenios, se voltea la página.
Hubo una vez un hipopótamo: vivía bajo el carapacho
del asma, en los silbidos de la jicotea, a la izquierda
del manjuarí, en las fauces del zunzuncito o
en el humedal que guardan las orquídeas.
En el cine solo hubiese encarnado papeles de juez rollizo, de maletero nalgudo en terminales de truca, de pareja mofletuda de un flaco con asombros,
de rechoncho traficante de tejido, de portero repolludo,
de huelguista cachigordo que propone comerse un cubo
de comida cuando la huelga entra
a sus veintitantas jornadas de hambre, de socio fuerte
del elefante circense pero con el defecto
o el derecho a carecer de trompa.
Anécdota: un día llego con mi novia de ojos grandes, demasiado grandes tal vez (estudia idiomas),
y el poeta me deja reducido al asiento, aun cuando entiendo que la seduce a piropos en francés y
una remesa de imágenes que llevan la impronta
de Rimbaud o Mallarmé o, todavía peor, de Radiguet
(-Mira al gordo, caramba).
Ni que decir, la novia fue seducida para siempre
por el balumoso, topocho y atocinado galán. Tose. Me espeta, a manera de reconciliación, frases grandilocuentes sobre la ballena bíblica, tose,
el cuerpo whitmaniano, la espuma de tuétano quevediano y el oro principal de Góngora, tose, José Martí penetrando en la casa del alibi. Disimula,
como el Ángel de la Jiribilla, con las alas intermedias y
su ubicua capacidad de instalarse
en cualquier jolgorio.
Un botón de la camisa quiere saltar, el vientre
es un borbotón, una botija, el pantalón, casi siempre carmelita y escuálido, se encinta y se abotona
por encima del ventrudo abdomen.
Vi compacto el cadáver vivo, apenas una semana antes
de que el mensajero fuera anunciando su falta
de combustible. El ojo derecho ya en agonía, pero ajeno
al desenlace, parpadea con audacia
tras los cristales y apoya sus ironías. El ojo izquierdo,
no menos efímero, aunque de cierta manera asimétrico, escudriñaba alguna putrefacción:
el viajero desalojaba objetos para un viaje mayor.
–Me están acabando estos puros de pura cepa,
que de puros no tienen nada.
Un cenicero que chisporrotea al alcance, se traga
una última espiral. Había un ángel trompetudo,
no jiribilloso, esa vez. Esa vez con aire de soplar botellas y anunciar, porque era heraldo, porque tocaba el himno audible de la sangre, de la tos,
que se entreabre y deambula sobre el lomo aburrido
de la lechuga, sobre el encabritado galope del ají.
Del hilo de la luna bajaban las arañas. El ángel
en su hombro. Ah, que tú escapes. Pero de nuevo
el mundo, solo había sido una turbación instantánea y fugaz. Como una sandía el mundo, o mejor,
como un melón que rueda por la estancia:
y allí están Plinio y sus águilas, que sueñan con una garra y con la otra acuden a sostener la piedra
que los va a despertar.
En tanto, en otras tardes, pero bajo el mismo farol casero, una flota de navíos navega a la deriva
por un mar de sargazos y peces estrambóticos:
el oleaje recargado y un azul del agua igualmente adornado. Hay un barroquismo o neobarroquismo agazapado detrás de cada espejo, incluso se torna pomposa la imagen del gordo amparada por la luz
de neón. Borrosa y barroca, así permanece
en la memoria, braceando a babor
o en la proa de mando.
Hubo una vez un hipopótamo sentado, fumador
de brevas. Al Popol Vuh lo fueron rebajando
con garlopa: los copistas. Nada se parece menos
a un hombre que otro hombre, sobre todo si existe
la interpretación torva de que todos cantan o sermonean iguales, aunque también un hombre no sería hombre
si al menos no existen otros hombres semejantes,
exactos en la cantidad de mejillas o de ojos
para derramar el llanto.
La primera nube no fue nube
sino un estremecimiento hipado por el mar. La primera sombra no tenía persona, se trataba
de una simple prueba, la primera persona no tenía huellas, se trataba de un olvido. Y el heraldo allí, sobre la trompeta o el melón.
Después, a continuación, o un segundo antes,
una tanda de tazas circulando en aroma:
a la redonda. El peso de las manos gordas,
de las uñas, y de las antorchas, le obligan a dejar caer
las manos: y las dos alas reposan sobre ambos lados
de la cara seca y no olvidada, eterna
como la nube y efímera como el viento.
Hubo una vez un hipopótamo solitario, que despedía nicotina y brea. Deseaba retener a sus interlocutores, sobre todo si era después del mediodía. En compañía
de una oreja era el minotauro retozón, un felino regurgitando, alguien que escupía diamantes,
al estilo martiano, y les permitía restaurar la capa
de ozono. Tosía. Dejaba docenas de dudas hiperbólicas flotando en el ambiente.
La flor es la hija de la memoria creadora. Si
una cultura no logra crear un tipo de imaginación,
si eso fuera posible, en cuanto sufriera el acarreo cuantitativo de los milenios, sería toscamente indescifrable. La dimensión simultánea
de la realidad, la hace inatrapable. Cualquier historia, incluso la del instante que concluye,
no logra agarrarse ni por las barbas ni por el mango
del sartén o la corbata.
Cualquier forma plana del conocimiento desemboca
en planas definiciones, en conclusiones planas. O plomizas. Lo imaginado, esa realidad recreada,
es la única figura que se sostiene
en las gravitaciones, en los recursos del escenario,
en el suceso recordado.
Hubo una vez un hipopótamo que proponía imágenes
y no requisaba monedas ajenas para imaginar: imaginaba cómo caminar, sin cobrar impuestos
por el tacón.
Hubo una vez un hipopótamo lírico, un unicornio
de la vega, con un solo e inimitable cuerno
torcido a mano.
Que hermosa forma de transmitir sentimientos