Recuerdo cómo de más joven salía a la calle o al parque para correr, a cualquier hora de día o de la noche porque, al igual que sucedía con la literatura, aquello significaba una huida física y mental. Entonces, de modo repentino, ocurría algo maravilloso y extraño: cuando el cuerpo ya había entrado en calor y los músculos impulsaban las piernas en un avance fluido, con la respiración controlada, llegaba la absurda idea de que podía deslizarme con suavidad y sin esfuerzo infinitamente. Esa ilusión duraba unos minutos, unos segundos. Era como penetrar en un instante lleno de equilibrio, en la conexión perfecta entre la mente que, despejada, podía pensar o, aun mejor, no pensar en nada, y el cuerpo que de repente no era mío sino de un atleta rápido y fuerte. Un día pensé que la escritura es eso: hacer caso a la felicidad del momento o vencer el desánimo, y salir a pesar de la lluvia, del calor o del frío, de las pocas o muchas ganas, y correr en busca de ese momento de concentración suprema, hasta que ese periodo de elevación lo compense todo. Al mezclar palabras por escrito busco este clímax, y quisiera creer que poseo una mirada lingüística —poética, artística— de la vida, que escribo para reencontrarme con lo que desapareció: la amistad lejana, la muerte de otros ojos, la sabiduría inalcanzable… y que, incluso, cual visionario simbolista, predigo el pasado que no conocí en su momento y que va regresando tras el tiempo de guardar, con desmesurado celo, la memoria.

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