El buitre olfatea la carroña
que vienen a ser mis costillas. Se aleja,
pañuelo en mano, sin asco, sin probar bocado.
Relamo en seco, carraspeo mi garganta:
inquietud clásica de sobreviviente. Limpio polvo
de las rodillas, viendo que la vida no termina.
Pongo el trasero en movimiento. Paso al sur,
al norte, paso el este y
otro hacia el oeste, despistado
pero con una brújula de sangre en el pecho,
por lo que vengo a dar al Sur, de donde partí
hace mucho ayuno y palmarias abstinencias.
Nubes todavía me tapan el rostro moribundo.
El resucitado abre ojos de lobo estepario.
Parecía sangre, solo es sudoración y castradas
aspiraciones. ¿A ver? ¿Cuánto debo? A
la tía, al casero, a la vida, al carnicero,
al matarife que suministra al carnicero. A
las aduanas. A quienes me dejaron ciego
sin tocarme los ojos. ¿Cuánto por cualquier
razón? Acreedores es la clase social
que me desvalija. Por rezar o rogar. Por clamar
perdón y perdonar. Y
a los monopolios, desde que vi la luz y atiendo
por teléfono. Por hacer filas de uno en fondo. Al
banco provincial, desde que me situaron a la
sombra. ¿Cuánto
por la docencia recibida? Por los papeles
con que voy aldabonando puertas. Por
el fusil portado y la chapa de alguacil para
hacer cumplir leyes adocenadas y ramplonas.
Por escribir editoriales y adormecer
la viejas ansias de igualdad y fraternidad.
Regresa el buitre por más lástima.
Es una queja que vomita como egragópila.
Nosotros, narra, limpiamos el paisaje,
acortamos dolores al condenado. Suprimimos
a las víctimas sus inútiles ayees prolongados,
así como las tripas sucedáneas de anticuados
apetitos de libertad. Además, sabes, adula,
despreciamos al cobarde y por esa perínclita
razón no devoramos el corazón
de los valientes. Allá el esplendor purga
a los pecadores. Otros devoran caviar o
mermelada de hormigas, pero yo, buitre, debo
apartar hormigas y saciar hambres
con carne depreciada, con olores albañales,
con hígados difuntos.
La fama por tal labor, es la de verdugo
que endilgan los verdugos. Aletea
el ave cerca de mis dolores de cabeza
y corazón. Digo:
Te brindo mis vísceras y costillas,
y las rechazas. No es eso, responde. Me aparta
con el pico. No faltaba más. Conmovido, insiste
en compartir sus vómitos conmigo.
Buen buitre, me despido. Dios no es sordo,
dicen solo que no presta atención.
Este buitre está loco: se marcha a pie, dando
tumbos, parado en la encalabrinada ala y
aleteando por un solo ojo. Aprovecho
oportunidad y descuido de sus plumas, para
volar bajo y en derredor de su agonía.
Tengo hambre. Pregunto mirando al cielo,
aunque atento a lo que agoniza
en tierra: ¿Me abstengo de probar
sus carnes fraternales y desguarnecidas? ¿Me
culparían por los crímenes de otros? ¿Será
lujo comer buitre, o será lujo ajeno dejar que yo
me coma al buitre?