El venado canta y el sol se levanta…
…en la wirikuta
en la tierra de los sueños.
(fragmento del canto del peyote del caminante del desierto Tlahuizminani)
Al Babas nadie le niega nada. Nadie hasta hoy. Desde que murió La Niña ha soñado lo mismo. La vio una mañana saltando la cuerda, trenzas y falda divirtiendo al viento, rodillas sucias, sonrisa limpia, sueños por estrenar. La violó esa misma noche. Ocho meses después, uno antes de cumplir catorce, se desangró en el parto. La Niña. Lo último que le dijo fue “límpiate el alma”.
En el sueño ella camina despacio. Bamboleante. Roto el equilibrio con la prominencia de la panza. La acompaña un venado azul que cada tanto le lame los ojos, la tristeza, el líquido rojo que escurre por sus muslos. Pies y pezuñas se hunden en la arena del desierto. Se alejan las siluetas. Sombras tenues desafían el horizonte. Él quiere alcanzarlos, retenerlos. Inmóvil. Grita. Suda. Turgencias cerúleas, que semejan mandarinas ya sin cáscara, brotan de las huellas. El anciano emplumado recoge una de las joyas. Acuna la redondez en la sabiduría de sus manos. La comparte. El Babas despierta con un rugir de caracolas.

Hace tres días llegó Guajolote y le habló del hikuri.[1] También del primo de su esposa que tiene un amigo que conoce a alguien que hizo el viaje y sabe dónde encontrar a un marakame.[2] Ayer llegó el Babas a los labios del desierto. Le hablaron de purificación, ayuno y abstinencias. Pendejadas. Respondió exhibiendo lana, revolver y soberbias. Hoy le dijeron que no. Nada que hacer. No hay venado azul surcando el horizonte. Me vale un quintal de vergas, respondió y se fue solo a hurtar el alimento amargo de los dioses.
A los diez botones se sentía invulnerable, capaz de alcanzar la luna trepando una liana frágil. Sacó el polvo blanco del bolsillo para sazonar el próximo bocado. Comenzó a verse desde afuera. El reflejo lo retaba. Camisa abierta. Pañuelo en la cabeza. Sonrisa burlona. Manoteo. Un aura pálida le carcomía los contornos. Despertó cubierto de vómito, de rabia, reclamando un alma limpia. Es una estafa. Maldijo. Salió a buscar a Guajolote.

Lo encontró en la calle. Camisa blanca. Zapatos gastados. Mensaje sin leer en el teléfono. Voy a casa de mis padres. Sacó el revolver en medio del gentío. Murmuró “babas”, con regusto a mierda entre los dientes, mientras vaciaba el cargador en el pecho musculoso, incrédulo, asustado. Piernas de curiosos. Imagen grabada en pupilas de difunto.

La esposa de Guajolote acaba de salir de la oficina. Decide pasar un rato en casa de sus padres. Bromas. Historias del nieto. Recién descubre los trucos del lenguaje. Café. ¿Y tu esposo? Anda de viaje. Pan dulce. Más bromas. La noticia. Ella se derrumba con la taza. Un grito mudo le detiene los pulmones. Aúlla la loza contra el piso. Mi cuñado. Fue mi cuñado. Es lo único que piensa desde ese instante hasta el día del entierro.

Y es el cuñado quien viste el mejor traje. El Babas. Corbata solemne. Camisa de seda. Desolación fingida ante la muerte del hermano. Cenizas en un cajón que se derrumba con el crujir de piedras. Vaivén de muros. El temblor iracundo de los dioses. Dura un minuto que alcanza para estremecer cimientos y paredes. Se desgajan muertes ancestrales. Ruedan huesos de pasados tristes, mediocres, fabulosos. Llega el terror a invadir la inquietud de los sepulcros.

Al otro lado de la vida.
En las entrañas del desierto.
La Niña y el venado deambulan el corazón del mundo.
[1] Peyote.
[2] Es el encargado de guiar el ritual, de enseñar a preservar “la costumbre” (como ellos le llaman). Puede detectar un espíritu enfermo y sanarlo.