PARA LEER DEBAJO DE UN SICOMORO
(diálogo casi interminable con José Lezama Lima)
¿Podría solicitar que escoja en su memoria algunos personajes sobre los cuales desearía ser interrogado o a los cuales evoca a menudo sin que medien preguntas?
La evocación es un ave sin límites y sin escapatorias. La evocación crece durante la noche engendrando seres, para terminar como una flor de doble campana que rinde sus pistilos. Mi memoria repta y se sonambuliza sobre el cordel humeante del mosquitero. Cuando me alejo, dejo baladas marcando el camino, dejo gazapos agazapados en el matorral. Como hasta ahora escribí lo que escribí, a pesar de su diversidad indiscutible, he ido como cualquier pájaro de monte a posarme en ciertos encasillamientos de críticos y fisgones. Me han augurado o me han crucificado con una admonición: usted será escritor de solo dos novelas, como Rulfo. Sin embargo, lo cierto es que siempre deambulo imaginando nuevos textos. Y para esos textos y sin fatigas, prefiguro personajes que incluiría de cualquier manera en cualquier nuevo proyecto, por lo que intuyo que algo, si no mucho, dejaré en el tintero de espermas: un regimiento de criaturas que resisten y resistirán el no nacer. Desearía ante la vela que se consume, aspirar a un libro más, dilatado, distinto, disidente de mi obra anterior. Quiero decir, algo diferente, quizás parecido a unas memorias donde incluiría gente entrañable, lo imposible engendrando lo posible, número de teléfono y dirección exacta del minotauro, la recalcitrante luminosidad de la sombra, inminentes y próximas eras imaginarias, rizos de la tortuga meridional y algunos advenimientos no superados antes ni después. En esa narración estaría sin falta Juan Ramón Jiménez, silente y sentado, meditando paisajes del trópico, como un arabesco emblemático del aire. Aunque a veces calculo que la inefable sombra inicial y la dantesca de las postrimerías, siempre refiriéndome a Juan Ramón, contrapunteadas con el momento mítico en que ofrece y me otorga su amistad de transparencias y sonajeros, podría ser el sustratum de toda la historia contada. Su presencia no siempre audible pero sí siempre imprescindible en cualquier versión, gravita sobre mí y gravitará hasta la eternidad.
De habernos atenido a un orden, lo justo hubiese sido comenzar por el misterio inicial. Mensuro y deshilacho el asunto, lo sopeso y aquilato liviandades, porque detesto la estrechez y el regionalismo cómodo. Pero no logro hasta hoy encontrar en América y en los 5 siglos anteriores, un personaje más simultáneamente descollante que Martí. No es una montaña, es varias. Y la distancia lo dimensiona desde cualquier ángulo: yo desearía lo menos escribir un largo ensayo donde ensayaría trazar la curva ascendente de ese astro de iluminaciones. El Martí de los Diarios, de los Versos Sencillos, de La Edad de Oro, de los Versos Libres, de sus voluptuosos discursos, el conspirador aunando voluntades, el jinete cabalgando en las proximidades de Dos Ríos, es un ser múltiple, inatrapable, una suerte de repetido pez saltando en todos los estanques. Martí es un reto que desearía afrontar. La mano y los recursos linfáticos que circulan en espiral por la mano, lo registran como otro percance inaplazable.
Un personaje sobre el que no volví lo suficiente, es el indio chorotega que en la eternidad crece con intermitencias y bisbisea al universo constelado. Aunque Rubén Darío fue muy repudiado por algunos allegados míos en su momento, y después, es otro gigante que cabalgará , un atezado mancebo que saca de su hondura y que con el corpachón agreste va rompiendo manecillas y leontinas y otras floridas volutas y linajes. Deseo repetir lo que dije, porque no siempre se tiene de pie en la historia a un hombre cuya ascendente bondad lo convierte en un dios de maíz. En mi parapeto lo concibo como un galán rústico y noble, que contempla ensimismados cisnes navegando en sus estanques.
Hay un personaje que daría para más de una lágrima y media decena de novelas. Tengo la visión del poeta atado, caminando intocado entre anónimos guardias civiles que pasan a la Historia luciendo aberrantes excrecencias del vestir. El poeta se sabe un blanco vulnerable, un tejido demasiado animal como para que no lo perforen las violencias. Avanza no obstante con paso lánguido pero resuelto hacia su muro. Ni blasfemias ni dentelladas en la partida, sino un mirar íntimo al follaje y un oído conectado a los suburbios que luego le van a impedir escuchar los gorjeos del pájaro. Así Lorca es ajusticiado por sus virtudes, cuando la gloria de la poesía se le rendía en plenitud. Muere afortunado y muere afrontando con los dientes, él que más bien se iba en suspiros y pétalos. Su defunción infausta, todavía hoy y rebasadas aquellas pestilencias, huele a naranja, a gitano legítimo, a verdes ramas, aunque perdura también el olor a fuego apagado en la noche por el ángel de las Tinieblas.
¿Conserva energías aún para dialogar sobre otros personajes más contemporáneos y allegados?
Solo el poeta logra exagerar sin pisar la raya de lo falso. Algunas de las mejores y más inexpugnables verdades, como diría Antonio Machado, fueron inventadas. La relación de personas allegadas que yo anotaría, flotaría hasta el techo y nos impediría respirar. Durante la vida se tiene la ocasión de departir con una muchedumbre de personas con las cuales uno logra amistarse y que al mismo tiempo son dignas de incluir en los textos, porque no siempre, pero sí muy a menudo, percibo literaturizado al visitante desde que toca a la puerta: abro y entra un personaje de novela, que describo en el acto y en su presencia y que hago pasar en realidad a una salita de imágenes contigua. La vida, repito, es una especie de paseo de oruga por el desierto de un mosaico: eso visto desde una perspectiva inmediata y otra lejana y primordial aunque coalescente al atributo gregario de la tribu. Sin embargo es real, digo y dicen, que a los diablos les encanta dormir repatingados a la sombra de los campanarios. O sea, solo en la multitud o una multitud solitaria sin mí. La amistad, como industria generosa, nace de una sentencia poética cortada en rebanadas, de un corpus de luciérnagas desprendidas al barro secular, de un mirar desazonado para ver si fulano anda todavía por ahí, así como de algunos frutos pelados a 4 manos y comidos con risitas de intimidad.
Nací con goma arábiga en cada diestra y no las niego a nadie: ni al pensador de Rodin en días siniestros. Amo entrañable a mis detractores, así que imagine mi cariño y gratitud para quienes compartieron el vivir con esta mole de toses que no frena el hablar. Desde los años mozos y hasta hoy vengo estimando unas personas que perviven algo así como encadenadas en mi subconsciente, porque entre ellos hay nexos y porque los conocí casi en grupo y durante sus respectivos romances, que duran hasta nuestros días. Eliseo Diego y Cintio Vitier en perpetua luna de miel con Bella y Fina García Marruz. Amistad repujada en el cobre cobrizo de una mina inagotable, hecha de exquisiteces y maravillas. De ellos siempre he podido esperar casi cualquier cosa estupenda o insólita, desde una flor recibida a una dada, hasta una rapsodia de Mozart oída a 8 orejas en la trampa térmica de los alacranes. El humo diviniza la imagen de Eliseo en su discurso inaugural de En la calzada de Jesús del Monte, cuando el incienso opulento y sobrio hace escaladas y la espiral definitiva de esa lectura queda adherida a la hidra matriz de la poesía. Cintio ha sido un perenne viajero de la esperanza, un golondrinero estanciado y sedentario que hecha a volar pájaros con el dorso púrpura de su lengua. Es el soñador urdiendo en la filigrana, acarreando polen en el entresijo florecido del monte. Su fe no se detiene ni hace caso a los límites, porque es un risueño promisor y una criatura confeccionada de sucesivos candores. Incluso sus bravuras estuvieron siempre untadas del rocío vespertino de quien no guarda rencor ni para las alimañas. Bella era y es bella en el buen sentido de la palabra bella, una pasajera con pañuelo en la barandilla y un adiós y beso listos para cuando llegue la primavera: su endiablada bondad es capaz de roer todos los barrotes. Fina cierra este desfile de amores, tocando el tambor de la ternura. Aunque, por supuesto, en las antípodas de su calavera, es el temperamento ardiente que nadie pueda imaginar: su caldo fue aderezado con noble perejil, ruedas de limón, jengibre iconoclasta, kilogramos de dulzura, la suavidad culinaria del lápiz labial y una pimienta de exportación, contenida y explosiva. Sus páginas escritas producen el arrobamiento de quien lee auténticas y cercanas ondas expansivas, decoradas con los colores de sus banderas.
En los últimos años hice una amistad de resplandores mutuos: Julio Cortázar, que siendo solo 4 años más joven que yo, parece mi nieto estudioso recién llegado de París. Su adolescencia quedó atrapada en Buenos Aires en una época en que las palomas eran respirables y quedó así, agigantado y niño, abueloso en el verbo pero argentado y nupcial durante la escucha. Su entrada a esta casa tuvo gusto a hijo pródigo que llega para rebasar en edad a sus progenitores, mediante propuestas concretas, como se dice ahora, y la gestualidad sencilla y sin ensayos de señor abolengado por las crispaduras de sus viajes de trotamundo. Nuestra amistad nació escanciada, de un sorbo, en medio de la tremenda e incierta tranquilidad de una salita apretada de fantasmas. La charla arrancó en la prehistoria de las nubes, recogió osamentas en el trayecto, rozó guitarras y bandoneones, pulsó espirituales liras y concluyó con un tours a Paradiso, a propuesta suya, y con un viaje a Viñales o a Rayuela, a propuesta mía. En esas correrías se coló a veces un personaje que yo incluyo siempre en mis antologías personales: un hombrecito asiático, con ojo de buey al pecho y una tecnología para las sombras y las luces, que una mañana descolgó hasta las profundidades luminosas de los ingenios cubanos y descubrió los fósiles azucareros del Pleistoceno. A ese chino, el Chinolope, lo avecino a Cortázar, porque mis fotos con el argentino son como un parpadeo preventivo antes del vuelo enciclopédico de las avutardas y la agonía crepitante y crónica de los crepúsculos.
En los orígenes, en la época de Verbum, Espuela de Plata, Nadie Parecía y la propia Orígenes, tuve tratos y amistades con personas de gran valía, de esas que concurren para integrar la carne entrañable y la familia espiritual. Virgilio Piñera, Gaztelu, Rodríguez Feo, Baquero, Mariano, Portocarrero, Rodríguez Santos, Ardévol, Orbón, son algunos de los que estuvieron allí a la hora de fundar. Orígenes, que fue una revista que no recibía favores, nos ayudó a un grupo a soportar la marea embravecida con solo un bote sin fondo y un remo a la deriva. Por esos días conocí fugazmente a muchos artistas, bohemios apenas, o al poeta incierto que cruzaba la calle para entregar un madrigal. Incluyo un episodio en el que aconsejo a un compatriota retorcido que robó un pan, un despavorido pan de los que nos debe el cielo. Son rostros que obtuvieron su persistencia y perviven en los orígenes.
De cualquier manera, mi soledad es incurable. Canto en el coro y canto en el baño. Logro armar algunas ripostas en la multitud, pero ello no me redime de las fulguraciones y ostracismos íntimos. Mi puerta está abierta siempre y no obstante comprendo que esa puerta precisamente me aísla del resto de la ciudad.