REITERACIONES Y REMINISCENCIAS

PARA LEER DEBAJO DE UN SICOMORO

(diálogo casi interminable con José Lezama Lima)

Encuentro en sus textos y conversaciones un violín y un tío reminiscentes.

Sacadas a orearse, algunas intrascendencias se tornan trascendentes y algunas trascendencias resultan vagas intrascendencias. Recuerdo aquel violín que declinó el rumbo y resbaló al olvido, como cae el pez sin uso a la profundidad abisal. ¿Puede tal violín atávico, descamisado y sin madera, recuperar la tarde y ser el objeto orfebrerado y fabulosamente vidriado de sudor? Resurge porque tuvo cuerdas y atendí sus conciertos domésticos y sus vibraciones de portal. Tío se lo encajaba torácico y como una abultada daga, para alcanzar el fino quejido musical y vivir de evanescencias en cualquier noche otoñal. El violín a ratos recuperado, libre del encierro de la doble llave del escaparate y el tiempo, interceptando luces y despidiendo cencerros, es el despliegue de la alfombra enrrollada de la niñez.  ¿Quién afirmó, caramba, que el sinsonte regresa culposo al nido infantil? Bueno, de violines y sinsontes se opinan cosas muy semejantes.

El violín represado se torna mágico en las recuperaciones y suelta una música incitante e imposible, porque hasta recuerdo a los pájaros bailando en las azoteas. Tío Andresito exhibió sus maneras de soplar el café sin soltar el arco, mezclando con mano maestra aromas y armonías. Andresito, eso lo vi también, calibraba la hembra atractiva siguiendo el hilo de las cuerdas. Las miraba con fulgor tal, que la música sonaba deshonesta y lasciva y acechaba la oreja femenina por todo el salón. Vivió a gusto algunas de tales persecuciones y sin embargo, había un instante en que aflojaba el cuello lánguido de flamenco y se aletargaba en el éxtasis, dominado más por la locura de afinar y deleitar. Lo recuerdo como macho apasionado, pavo tenaz, desgarbado y donjuanesco, aunque algunas noches lo soñé mofletudo e hinchado de carrillos en un embrollo en que confundí cierto instrumento de viento con una nalga fondilluda y otros de percusión con una inverosímil recua de chivas yorubás. En definitiva, predomina el retrato de una criatura atravesada de diabéticos temblores y nostalgias, de carreritas furtivas, pero siempre a la vera de su violín.  Llegó la era de guardar el instrumento y otras en que el tío partió y el óvalo de madera permaneció bajo llave, aguardando nuevos menesteres. Para mí apenas si hay más que aquel violín, que trasciende su rincón y llega a instalarse recurrentemente en algunos de mis atardeceres.

En alguna página usted revela que los seguidores de Pitágoras “le situaron un alma a las estrellas”. Ayer asoció a Pitágoras con la suma constante o inconstante de las almas.  ¿Duda de esa alma?  ¿Ni un alma en las estrellas?

¿A qué criatura seguidora de trasquilados filósofos se le denuncia por trasegar con almas?  Los filósofos ganan celebridad por sus afirmaciones menos comprobables. Una estrella como alma es algo bien distinto a un alma en las estrellas, aunque este último rútilo se hizo pirotecnia con Giordano Bruno, que en fin de cuentas fue un alma comprobada del tercer brillo del sistema solar. Tengo mis dogmas, todos los aconsejables, porque algunas cuestiones mejor no discutirlas ni con uno mismo. Sin embargo, resulto ser aristotélico de 5 a 7 y ya no serlo a las 8, porque a esa hora sirven la cena y es conveniente distanciar el abdomen. No es denuncia, amigo: la poesía no resiste denuncias, delaciones ni espionajes, por líricos que sean. Por otro lado, hoy ya ni la filosofía trata de imitar a la realidad, tan desconocida como la irrealidad, mientras que el arte se aleja rápido de esos prolegómenos. Me atrevo a afirmar exaltado que cada pulgada tiene su alma, incluso el ente más  lejano, por lo relativo del concepto lejanía y porque sabemos que perdura una sustancia llena de vacíos y de sí misma.

Por supuesto, los pitagóricos creyeron lo que les vino en ganas.  Yo, por tanto, incluso, no le encuentro rendijas ni ventanas al asunto de creer o no creer en los pitagóricos. Más fascinante que creer o no creer, es crear. Y si uno desea crear, coloca almas donde se le antoja, en la cantidad suficiente o deseada, y deja esas dudas a la inmensa legión de los espectadores. Los pitagóricos disfrutaron su esplendor y a estas alturas ellos mismos son almas y típicas lejanías titilantes.

Hay una reiteración del amarillo y de Van Gogh en sus ensayos. ¿Son viejas lecturas y sustancias que continúan en órbita?

De Van Gogh interesa su manera raigal de captar esencias y ser legítimo. Y cierto, pintores y colores saltan como liebres en las inmediaciones de mi sillón.  Siempre laboro en nuevas respuestas disponibles: no es suficiente lo que se haya dicho, porque nos llegará  la hora de guardar silencios.  Amarilla es la yema eventual, que engendra y alimenta.  Amarillo es el genoma que coloca al canario en sus mutaciones, por debajo de un sol prolongado y robustamente amarillo. Inobjetable es que la luz al menos aquí alumbra amarilla y que cualquier cuerpo que se aclara y mueve o encandila y aturde, lo hace sumergido hasta el cuello en esa crispadura.  Las imágenes entran lentas y vacuas al agua del revelado y emergen con protuberancias amarillas. Recuerdo una lagartija que cuando divisaba a la mosca rastrillaba de inmediato su pañuelito amarillo. Y en mi memoria predomina un patio que retorna amarillo de la noche.

Las horas absortas de la adolescencia fueron apuntalando una vibrante percepción, hasta el día en que me arrodillé al pie de una oreja sangrante. Entendí que se trataba de una oreja apenada por la cabeza ausente.  El golpe de la oreja decapitada fue como una manopla. ¿Quién se deshace de una oreja con el ánimo de no perdurar mutilado de otras señales?  Estupor inaugural. Y comienza mi amor por los locos, contaminado de una extraña añoranza por el amarillo oleaginoso. Experimento un cambio de ropajes y una mudanza de cambios. La oreja me visita hasta en el retrete, exigiendo siempre algunas confidencias. Hago el intento de vivir con 3 orejas y a poco siento que sobran las dos mías.  Alcanzo, por añadidura, ciertos presupuestos. El Van Gogh sin la oreja es el Van Gogh cierto.  El anterior es un proyecto ambicioso, un esbozo sensible que camina hacia la espléndida navaja.  El gran minusválido, amputado de su ínfima sordera, lanza amarillo con su paleta contra el rostro del mundo y expone su otra oreja mortal.

En las charlas de estos días ha vuelto usted repetidamente sobre el tema del cubismo.

Las reiteraciones y las reminiscencias son otras de mis sobrenaturalezas y estados larvarios. Del cubismo aprendemos que el objeto existe varias veces, que es él y su múltiple diversidad. Una cebolla es el inobjetable total de la muchedumbre de cebollas que lleva dentro. Una piña rebanada es el tránsito vertiginoso de la luz, salvando una distancia estelar hasta el plato. El plátano crece y madura por faces y se traga debidamente facetado, antes de que aprenda el ritual monstruoso y surreal de los albañales. La suma de lo que miramos se somete o debe someter a esta vuelta de tuerca visual y nuevo entresuelo de la percepción. Mientras no se llega a la semilla el fruto es comestible por sus 7 puntos cardinales. La semilla adicionalmente y por constancia es la respuesta para los futuros apetitos. La suerte nos depara una cara del dado, pero el dado en realidad es una abundancia de azares. Las miradas cubistas nos arrojan un saldo de ombligos y ojos simultáneos. Debajo del bigote que se afeita, aguardan impacientes bigotes. Si usted se zafa una máscara, las cicatrices le tejen la siguiente. A causa de defectos propios, aunque incide la rigidez rectilínea de la luz, el ojo apenas alcanza a vislumbrar el fuego de la naranja por la latitud este o sur. Si fuéramos los felices propietarios de una pupila ubicua y circular, con desplazamientos geométricos, y la luz se proyectara a un tiempo ordenada y caótica pero envolvente, quizás entreviéramos la integralidad o un segmento mayor de la naranja. Pese a su factor eventualmente desintegrador y facetado, el cubismo es tal vez la visión de Dios recuperada por los órganos de todas formas imperfectas del hombre. También quizás una visión insistente y emotiva, totalizadora e intraespecífica del arte, camino por donde el hombre se hace Dios y recupera a sí mismo.

La mariposa vuela irradiando y se le localiza desde innumerables puestos de observación. La mano cubre los itinerarios del sueño al sueño, ajena a sus propias posibilidades y maravillas. De cualquier forma, si escrutamos el envés nos perdemos el revés. El propio ojo no se ve a sí mismo ni al contiguo, porque las diversas dimensiones de lo que rodea giran simultáneas. El cubismo descubre que lo admirado es la sustancia disminuida de lo admirable. Los vuelos impalpables y el futuro de la larva que se agita en la linfa, permanecieron demasiados soles a la sombra. Debemos aprender a mirar, porque resulta evidente que nos asomamos con intolerancias y        una sola mejilla. El cubismo es una conquista que nos conquistó y un descubrimiento con el que lograríamos incesantemente descubrirnos.

¿Entiende el cubismo a través de un filtro latitudinal, con menos cubos, vasos y botellas y más frutas y bigotes?

El café que soplo pasa inevitable por mi colador. Me atribuyo desde siempre la facultad de reducir la colada a cubos o a buchitos, según apetezca esa mañana el paladar. Mi pasta no da para reacciones tardías o nacionales, cuando no cumplo todavía ni con deberes contemporáneos y universales. No me adhiero, sobre todo en el plano de las emociones, a ningún intento de reprocesar o tropicalizar, como tampoco me atrae enjuiciar retrospectivamente. Menos, cuando se trata de una gran corriente o escuela de renovación. Más bien es un síntoma o reacción lógica de interpretación (que reflota mientras conversamos), cubista en esencia y que no ambiciona agregar aunque tampoco que le resten. Los estrechamientos no los resiste el cuello ni la propia botella.

Estimo que la piña, con sus formas cónicas y su naturaleza bromeliácea, padece de una espontánea inclinación por el cubismo, dado ese crecer angulado y la propensión a la ensalada, aunque con ello no agota su decursar de masa lujuriosa y ácida. ¿Alguien postuló que el cubismo no debía rozar por principio el renovado crecimiento de los bigotes?  El jugo de melocotón me encanta, pero solo logro beberlo mediante la gestualidad aprendida con el líquido de la piña. ¿Quién podría pretender descomponer y recomponer manzanas y ensartarlas al eje inclinado, en tanto al plátano se le reduce al destino mínimo de rubro exportable? Imagino una piña en trociscos bajando por el esófago de un antillano bigotudo y no concibo nada más cubista y nada menos disidente del apetito mundial.

¿Si Braque o Picasso no pintaron mariposas, alguien sobreentiende que el cubismo excluye a los lepidópteros? Los cubistas solían dibujar más de un ojo por el mismo lado de la cara: ¿pretender que lo hacían por el torvo placer de lanzar a continuación una ojeada restrictiva y opaca?

Prefiero atenerme a los hechos y aplaudir las aperturas y las ensaladas de frutas. Y permanecer atento a los esquemas y definiciones, que todos bailan sobre pisos de cenizas y acompañados de un cuchillo que al menor descuido salta y se clava en la garganta.

 

 

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