OFICIALMENTE LA FANTASÍA

TOMADO DEL LIBRO PARA LEER DEBAJO DE UN SICOMORO

(diálogo casi interminable con José Lezama Lima)

Las mil y una noches: ¿literatura para niños?

Saint-Exupéry, fisgoneando, profetizó fácilmente el futuro: más tarde o más temprano el niño terminar por leerlo todo. Las mil y una noches logra retener en la niñez a octogenarios e incluso a vejestorios de un siglo, si se cumple la única imprescindible condición de que no traspapelen sus espejuelos. Todas aquellas historias terribles, encadenadas con nocturnidad, sobre adulterios, decapitaciones y una concubina narrando desesperada para aplazar el golpe de hacha o cimitarra, es ahora un caldo tibio que se sirve en el desayuno. En la noche 168 Scherezada dice: “Todo lo escrito debe ocurrir, y los destinos, bajo cualquier cielo, han de cumplirse.” La tradición oral arrastró esa profecía desde el principio de los tiempos, si es que hay principio y si en realidad hay tiempo. Ahora debemos ponerle una oreja contemporánea. Mi percepción, en la transparente y veraniega tarde de hoy, es que cualquier escritura luminosa y batida con esos golpes deslumbrantes de magia, está efectivamente destinada a suceder y a suceder siempre que se repita el acto insosegado de las lecturas. Los nuevos lectores nos vienen pisando el calcañal y son más voraces que nunca. No importa que el cesto de las decapitaciones se replete de cabezas desgreñadas de adulteras.

Los niños tiran fuerte del mantel por el otro lado de la mesa.  El niño no anda con rodeos: solo escoge clásicos.  O convierte en clásicos lo que escoge.  Si no ¿quién iba a justipreciar sin

astucias relamidas el encanto metafórico o expeditivo de un palacio navegando con todo y su cimiento por las encrespaduras del aire?  El  vuelo rasante del asombro exige la recién cabeza y algún dedo sabio trasteando en la nariz.

Alguien dijo que el error imperdonable de Balzac o Dostoievsky fue no escribir de forma que los niños pudieran leerlos.

No hay error imperdonable ni perdones erráticos.  Errar y perdonar son piezas mayores de la dialéctica de alto voltaje que amparó la conversión del protozoo en las bestias trepidantes o melancólicas de la actualidad. Cometemos todos los errores de gula vinculados a las sardinas enlatadas en aceite, porque conocemos los perdones anticipados del pez devónico.  Cada cual escribe en la agonía de su propia tinta y partiéndose el brazo con alimañas ilusionadas o reales y, si puede, entrega cierta claridad de sus tinieblas personales. ¿Cuánto gozo daría a Balzac ver su Comédie Humaine vendiéndose al por mayor junto al quiosco de los helados y compartiendo la lengua golosa de la grey infantil?  ¿Qué no pagaría Dostoievsky en moneda dura y contante, para que los niños lo llevaran al parque y deletrearan el texto de Crimen y Castigo bajo el framboyán azul o la mirada caudalosa y pedagógica del aya?

¿Cree o no en una literatura para niños?

Yo  me sumo a las creencias y a los escepticismos, porque no me agrada despreciar.  ¿Qué sucedió o sucede aproximadamente?  Los escritores han estado alimentando siempre la boca de fuego de la imaginación y legaron la colosal pira de sus páginas escritas.  Mientras el niño careció de voz y voto, el paisaje permaneció incólume y sin huellas de caramelos.  A partir sobre todo de una  despabilada promoción del siglo XX, se presentó el gran aventurero del caballito de palo.  Ese señor comenzó a toquetear, con gran desvergüenza, y de la mina a cielo abierto del ilusionismo y los duendes fueron salvando este y aquel tomo, este antes prohibido y aquel antes de que lo prohibieran.  Los que rozaban con sus alas de saltimbanqui se trasmutaban en clásicos irremediables.  Convirtieron  las mil y una noches en mansa alameda.  El millón de Polo y sus exóticos y peligrosos itinerarios los he visto destripados e incómodos en la maleta escolar de algún desaliñado.  Verne ni se diga: su imponente Nautilius duerme debajo de las camas, cerca de los orinales.  Swift y Gulliver, que aspiraban a denostar a la criatura humana y poner a descubierto su prolongada y fija maldad,  vinieron a carenar a los arrecifes infantiles, donde predomina un ecuador florecido y una costra de pupilas fascinadas.

Más que la historia de los escritores que escribieron para niños, advierto la epopeya en que los niños escogieron entre muchos fuegos y decidieron en cuáles incendios querían arder. Ese ciclo no se cierra, porque los incendios procrean incendios. Y si algún caballo de palo es reducido a cenizas, al rato yo me invento a martillazos otro caballito de palo.

¿Nuevos asaltos?

Intento decir que nadie negaría con fundamento la eventualidad de que dentro de un siglo o cinco, Dostoievsky o Proust se conviertan en lectura para angelotes. ¿Imagina al infante de aquí a un milenio?  ¿Qué vendrá a secretearnos luego de volar aplicadamente por el cosmos y visitar a Dios en sus propios aposentos? ¿Todavía podrá  Verne o el perro Pluto entretenerlo toda una tarde, cuando antes dialogó con un cánido astrónomo del planeta X y decidió viajar al centro de la galaxia durante el próximo invierno? Apuesto a que no siempre los padres le negaran permiso al niño cuando reclame ir a tomar helados cibernéticos o chupar caramelos de neutrones a algún asteroide recién estrenado. Ellos calzan botas de 7 mil leguas y serán los invitados de todas las pantallas.

No sé a dónde van las piedras rodando. Imagino que las piedras rodar n mientras haya piedras y por dónde rodar.  En el listado de los escritores que no erraron ni nadie va a perdonar, podríamos incluir a cualquiera: a Shakespeare, Cervantes… Aunque pensándolo con justicia, creo que Quijote y Sancho y Romeo y Julieta comienzan  cambiar el bando. El pequeño recoge todos los pergaminos útiles y algunos adultos no atinan más que a abandonar candelabros. Ulises y Helena también suben al podio y opacan la popularidad de estadistas, políticos, generales, gobernantes y otros personajes de uña, carne y hueso. El Homero incierto y ciego de una era imaginaria, escribía  también para los niños.

¿Es cierto?  Sí, es cierto. Entonces, ¿porqué yo, aun cuando ahora mis novelas son consideradas cameras y mis ensayos y poemas de doble fondo y con cabinas herméticas, no podría aspirar también? Tal vez dentro de un milenio o dos, las criaturitas acudan a mascar rositas de maíz sobre mis disminuidas y muy amarillas páginas, que para la fecha seguro pecarán de ingenuas y levantar n un tufillo a poeta trasnochado y nicotínico.

¿Y de Martí y de su Edad de Oro?

Martí siempre sobrecoge con sus intempestivas credulidades.  ¿Imagina ese último quinto de siglo?  Todavía en el aire el olor de la llaga esclavista y el indio con la cicatriz sin lavar, la metrópoli queriendo sujetar una montaña de cajas de zapatos vacías y las as bayonetas rodeando el monte de yagrumas.  Caudillismos, divisiones, el fantasma de las botas. Se alista una rebelión, que debe alentar como chispa cavernaria. Los pómulos del hombre y lo curvo de la rapiña. En verdad, terrible. Martí no se desentiende ni distrae. Al contrario. Se apresta como apóstol y lanza discursos de maestro.  Y por encima de tales copetudos conflictos, sale al portal con ese fuego inaudito.  El vislumbraba renacimientos, nuevas edades de oro y el reencuentro con los paraísos. Si no, ¿como sacar más humo del fondo de la tozudez y la ternura?
Es cierto. La literatura también borbotea, desde ese costado: concebida, creada y escrita expresamente para el niño.  Sin detenernos a discutir el difícil o improbable acceso a los destinatarios, la aparición de semejante literatura es un acto magistral de voluntad que no registran otras Historias. Constituye un suceso piramidal de la cosmovisión moderna instalándose en esta latitud de Nuestra América.  Martí, que de   ordinario no escribía de forma que los niños pudiesen leerlo o con la intención premeditada de entretenerlos, no reclamó perdón por ese brinco de rana ni fue anotando errores de nadie en su libreta.  Martí deambulaba en el trance de fundar una patria y convocaba con una pasión irrefrenable.

¿Los niños no se apropian también de los Versos sencillos?

Sin perder sutilezas, provocaciones ni campanadas  y a pesar de sus 80 años, son otro manjar de las degluciones infantiles. Desde la escuela, junto a un recurrente busto de yeso o mármol,  los niños caen sobre tales golosinas incorruptibles. Sus apetencias rosadas no perdonan. Y, ¿no se ha cuestionado usted acerca de Los zapaticos de rosa, por ejemplo? Aparece en La Edad de Oro y huele a lance fundacional: con atributos y escalamientos de un género “para que los niños americanos sepan cómo se vivía antes y se vive hoy en América”. “Los niños saben más que lo que parece”, adelanta Martí.  Desde los primeros párrafos, aparta diminutivos y oscuros paternalismos. Son poemas semillas que van jineteando una carga precursora y son un ala en suspensión cayendo hacia el ave que ronda al navegante. De Martí creemos saber lo necesario, hasta que luego intuimos que apenas ignoramos lo suficiente.

¿Qué me dice de Mark Twain y su amigo Finn?

Tirar monedas al río resulta fácil, mientras son de cinco centavos. Twain apostó por un río y una balsa que mientras navegaba soñando hacia la libertad, se adelantó en tenebrosos meandros del sur. Tom Sawyer fue escrita para los más jóvenes, pero Las aventuras de Huckleberry Finn es una cántiga donde las esperanzas y las sin esperanzas se mezclan estentóreas y vociferadas con magnavoces. Contemporáneo de Withman, Twain es otro padre con muchos hijos sentados en las rodillas.  El instinto y la tolerancia humanista flotan con agujeros de ida y regreso, como si después de bogar se pudiera rebogar con exactitud aunque sin reconocer ni una pizca invertida del paisaje. El mocoso mozalbete de Finn es ya el abuelo de la novela norteamericana. Las fugas conducen a la libertad y la libertad normalmente es un paisaje por avistar: tal es un mito o uno de los mitos que introduce Finn. La conciencia deriva como un leño duplicado, cual si los espejos de agua fueran neutrales en relación con sus pasajeros. Permanece el espíritu de la inocencia, aun cuando declina en la rápida corriente y se sumerge en numerosos extravíos. No siempre el río fluye inexorable ni siempre el tiempo nos trae de regreso.

He aquí un motivo a la inversa. Twain escribe para jóvenes y deja un manuscrito sin edades que ofrece el derecho a entender la totalidad de una angustia.

Nos olvidamos de los clásicos más clásicos: Perrault, Grimm, Andersen.

Aun cuando esos textos aguardaban mansos y baratos en las librerías, yo preferí por un tiempo las versiones de mis padres. Aún corre en la memoria aquella Caperucita que iba hacia la abuela perseguida por un lobo comelón.  Resuena todavía la voz enmielada de mi madre repitiendo la enorme ingenuidad de una pregunta. “-¿Y esa boca tan grande?” “-Para comerte mejor.”  Asocio la boca tan grande con el tiempo, que al final con su voracidad lo tragó todo.

Con Pulgarcito aprendí a diferenciar el pulgar del índice y el índice del anular. Cenicienta me contagió el excitante oficio de hallar zapatos abandonados debajo de las camas y meditar nostálgico en la orfandad del pie.  Con Blancanieves, ah, y es un secreto que cuesta confesar, me inicié en el misterio de los espejos y sus realísticos reflejos, porque ellos nos guardan en silencio un mundo de repuesto para los minutos en que nos vamos a refugiar espantados en los rincones.

Toda esa literatura para niños no siempre fue escrita para niños.  Pero luego que el progreso inventó el caballo de palo y también el jabón, un jinete osado sopló e inventó la pompa de jabón: desde entonces la infancia, y con ella todos los que tan a menudo lo somos, incorporó oficialmente la fantasía a las cosas reales.

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