LLEVAR LUZ EN EL ROSTRO

PARA LEER DEBAJO DE UN SICOMORO

(diálogo casi interminable con José Lezama Lima)

Si le diera a escoger, ¿qué animal querría ser?

Sería el animal que soy. Es decir, hipopótamo por la vestidura, por el corpachón y la apariencia, con una pizca de león en las migas y algo de mariposa feroz para remontar las latitudes y escapar transformado a las alucinaciones. Ahora, si se trata de ser otro animal además del que soy, o sea, simultanear, posiblemente escogería entre gaviota y lechuza, pues no renuncio, en primera instancia, teniendo agua tan cerca, a esa vivencia sobre el mar, de aguardar en el puerto, estar allí para ver cómo llega el mundo, ni renuncio, en segunda, teniéndola tan cerca y estando yo inserto, a una visión aérea de mi propio zócalo urbano durante la madrugada, cuando el graznido agorero sobrevuela el sueño o la duermevela.

Las gaviotas, no obstante la suma escabrosa de la especie, se entretienen indefinidas en acumular nostalgias y en recibir pañuelos. La lechuza es un guardián polifémico y no hay nadie ni nadie, entre ratas y ratones, que guste de correrle debajo al vuelo cernido y al garfio pirata. Pero esas preferencias sería por una tarde, o por dos, cuando más, pues una altura prolongada terminaría en vértigo y melancolía por mi sillón. Además, puesto a escoger, así, con esa facilidad con que usted abre los reinos, querría probar suertes.

En mis planes estaría, por ejemplo, durante la siguiente noche, ser cocuyo, pues nunca comprendí, yo que intento comprender tantas cosas, ¿qué es eso de llevar luz en la frente? ¿Se trata de un simple invento de bicho o es la misma claridad esencial y laberíntica que conduce a ser poeta, profeta, redentor, líder, dios, guía? Tampoco vendría mal, ya que estamos en eso, darse una vuelta por la oscuridad con ojos y garras de pantera. Sería estupendo atisbar desde las penumbras y sembrar el pánico entre las pequeñas criaturas. Las panteras no rugen a la luna, pero yo, pantera snob, rugiría a la luna, haciendo uso de toda mi capacidad de aterrorizar, quizás solo para ahorrarme el trabajo de ser lobo también y así matar dos mamíferos de un tiro. Luego, cuando esperaran el zarpazo cruel, me retiraría amable y dócil y recitando aquello de tiene el leopardo un abrigo en su monte seco y pardo. Los miedos deben tener también sus sustos, para ir desprejuiciando a los temerosos espantados de cualquier terror.

Ayer pedí una breve antología de paisajes. ¿Podría obtenerla hoy?

En algún sitio de este texto debemos hacer constar que: 1) el trato consistía en que usted no se inhibiera de preguntar y que yo respondería (y respondí todo), 2) mis respuestas no tenían que ceñirse estrictas por los 4 costados, porque finalmente en un diálogo dilatado quedaría cubierto todo el territorio, excepto aquel resbaladizo que no quisiéramos por acuerdo pisar, 3) en algunos casos yo podría posponer (y pospuse) la respuesta para el momento adecuado porque aunque no sé si es más fácil improvisar preguntas que respuestas, no estoy obligado a morder de inmediato su carnada, 4)se repitieron a veces las mismas preguntas y no ofrecí nunca una respuesta igual, porque cualquier palmo de tierra es inagotable y conversar suaviza las asperezas, y 5) la única censura a los prolongados intercambios vendrá rodando desde lo que provisionalmente llamaremos su conciencia hasta el ámbito de esta salita o al implacable olvido que intercala el paso sin olfato de los años. Pasemos ahora a los paisajes.

PAISAJE A

Al colosal río apresurado y anónimo voy a llamarlo invisible, porque cuando miro no distingo su agua entre las aguas. Y cuando intento ponerle la oreja, descubro que es también inaudible. Siguiendo el curso supuestamente torrencial pero impalpable, columbro una glorieta de jardín y algunos de los pabellones del inmenso palacio. Sentado a la orilla del río, en la margen sur o quizás en la opuesta, Chuang-tse llena una página tras otra de sus comprensibles e incomprensibles jeroglíficos: es como si tomara dictado del aire o            del trinar afinado de las aves o del cielo silencioso que lo contempla y se deja contemplar. Chuang-tse queda apacible y fijo y escruta sus propias ideas y las que fueron inspiradas por el viento, los pájaros y el color azul. Las escruta, lento, con una fruición y placer de torrente que baja a la llanura, luego de ser derrotado por los siglos y de vencer al tiempo, y se arremolina justo frente a la piedra donde alguien escribe hasta llenar 7 abultados libros que irán con seguridad a desembocar a las muy sencillas y paradójicas palabras de la Verdad.

PAISAJE B

La mariposa revolotea sobre la humedad del charco y no encuentra manera de beber. El agua sufre la impotencia de carecer de cuenco. La mariposa se regodea en la agonía de contemplar el paso del espejo y no poder atraparlo ni con su sombra.

PAISAJE C

Este es un paisaje acentuadamente sonoro: el graznido de las gaviotas sobre el cardumen. La luz logra escamotear tanto el negro como el blanco de las alas en el aletear. La luz misma arrebata el candil de las transparencias y reflejos y te abandona como a una criatura ciega asomada a las aguas. Con ese anublado respirar no podrás distinguir entre el cielo y los arrecifes. No obstante, la nostalgia permanece: atando graznidos uno llega finalmente a recomponer el paisaje.

PAISAJE D

Una ceiba y detrás el sol. O quizás el sol reclinado en la lejanía y todo un ceibal en las inmediaciones. Por supuesto, me asaltan las dudas. Quizá s resulte más grato contemplar por separado: el sol allá, un paréntesis, y la ceiba acá. Sin duda, la duda es una calamidad. Recomencemos de nuevo: la ceiba circular y distante envía sus flechas incendiarias y el sol de extensión horizontal mueve ebrio y radiante el cósmico follaje.

¿Algo que agregar con respecto a su fobia a viajar?

El que hunde el remo lleva implícito un destino. Pero los destinos estratégicos son organizados a mayor distancia. Todo es ilusión: navegar hacia otra locación es abandonar una suerte estanciada, desertar del azar cotidiano. Es como en el ajedrez el cambio impensado de un alfil por alfil, que los 2 circulan diagonales. Platicamos ya de mi calma móvil, de mi inmóvil trasiego, de mi ansiedad sedente: no me conformo fácilmente con una lejanía incierta, si en las inmediaciones arde un lujurioso fuego sin dudas entrañable y sin dudas pertrechado por un aluvión de imágenes que yo deseara desentrañar hasta la saciedad. De cualquier manera uno se mueve de un desplazamiento a otro, a diversas y simultáneas velocidades, y si algo me asombra a diario, ahora que ando por los 60, es la prisa de las alfombras y en particular la mía, que permaneciendo en su sitio con ligereza estable, no cesa de arrastrarme hacia los crepúsculos. He hablado de los aviones y sus pasajeros. No me agrada circular en latas de conserva, con un abismo técnico y real debajo de los pies. Alcanzar una altura de 5 mil metros atado al asiento, me hace sentir humillado por las aves. En el avión se logra apenas avanzar algunos pasos, si torpemente nos decidimos a caminar entre el asiento y la puerta del baño. De veras no le veo gracia a arriesgar imágenes y ensueños cercanos por una visión fulminante y dudosa de pájaro enlatado.

Cada vez que converso de viajes aplazados, experimento un inaudito sentimiento de resurrección. No resulta fácil regresar de ninguna parte. Oí hablar de una mariposa que cada año escapa a las nevadas del Canadá, atraviesa EE.UU. y capea el temporal en estribaciones de montañas mexicanas. Durante el peregrinaje al sur, la bandada supura gruesas gotas, mientras que el regreso es aun más agónico, porque la especie se deshace en un polvillo de oro y marca la ruta de su extinción. Las criaturas migratorias sufren una reiterada incapacidad anual para resistir: viajar de un verano a otro, implica desconocer la aventura de los inviernos. Prefiero la diversidad de las estaciones, de la misma manera que me rehuso a vivir entre 2 maletas: una que hago y otra que deshago.

¿No fue nunca a ninguna parte?

Creo que usted sabe que sí, así que tomo la pregunta como una provocación. Viajé a Jamaica y México, además de rechazar ofertas que me hubiesen conducido a Madrid, París, a Roma quizás. De mis viajes por el continente guardo algunas imágenes: una montaña envuelta en nubes, un cerro deshabitado, caballos abrevando en una laguna azul, el morado rígido de la oceanidad, una mujer arrastrando cerdos por el callejón, una ciudad inmensa girando como una ventisca de cúpulas y gárgolas. En un paraje de costa divisé un bote y a su tripulación enfrascados con una tormenta local. Esa imagen distante y extraviada del par de remos resistiendo el embate del agua y el viento, que seguro se repite desde la época de Noé y aún tendrá reposiciones, me dejó intuir que ningún drama carece de espectadores, así como que no hay espectador que no disponga de dramas a su antojo con solo parpadear o soñar de espaldas al Triángulo de las Bermudas. No me falta la vivencia de una aeromoza afable practicando el minué e insitiendo en varios amables idiomas que uno se beba el café plástico que sirven allá arriba. Si de volar se trata, he volado a diversas alturas, si de mirar nubes por la ventanilla se trata, acumulo toneladas de nubes. Si cree usted que eso me hace mÁs importante o popular, incluso podemos exagerar en secreto y anunciar que todas mis observaciones astronómicas las hice desde el aire o que conozco de bien cerca la intimidad de algunas estrellas.

¿Su asma qué es: verdugo o compañía?

El asma ha sido en fin una aventura general de mi persona y una particular de los pulmones, que no me hizo más débil ni vulnerable. En África se aprende a caminar enormes distancias con una gran carga de leña o agua en la cabeza y por eso precisamente se acostumbra a paladear agua silenciosamente cerca de las hogueras. El asma que no deja dormir conduce al libro: en los libros vive un caro que provoca asmas. Círculo cerrado: del asma al libro y del libro al asma, como del codo al caño y del caño al codo. Soy ese Lezama, porque de otra manera yo sería mi sucedáneo, con menos asmas quizás, pero tal vez con menos lecturas en los cimientos.

La musa de Proust era, como sabe, una asmática recalcitrante: y esa vigilia le permitió rastrear en el tiempo más que sus paseos aristocráticos por los salones. Si Proust, como se dice, no se identifica con los personajes que describe ni los sucesos que narra, es porque mira desde su botella de aire. Proust escogió vivir en los recintos del arte, porque los intemperismos resultaban incómodos. Los ciegos desarrollan optimismos táctiles, olfativos, auditivos, porque una invalidez normalmente debe agregar dimensiones. Yo no la sufro: me sumerjo en los placeres del asma y emerjo redivivo en la superficie de los astros.

 

 

 

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