EL PERFUME ANTICIPADO DE LA ETERNIDAD

TOMADO DEL LIBRO PARA LEER DEBAJO DE UN SICOMORO

(diálogo casi interminable con José Lezama Lima)

¿Puede hablarme de su percepción de la raíz?

Calzamos una principal que viene desde la radícula y nos sujeta con un alma a la tierra, en espera de la lluvia. La raíz, como se sabe, es generosamente subterránea, aunque imposible de calcular cuánto para cada quién.  Crecemos sobre una raíz precursora y secular. Su importancia consiste en que si bien a menudo se nos poda la fronda, ella elude mejor los cortes y avanza en sentido inverso al filo de los metales.  En los orígenes ciertos matarifes odiaban a las raíces y cantaban ensalmos al follaje, sin notar contubernios y transferencias porque alguien debía inaugurar el estilo burdo de no distinguir entre causa y efectos y pasar por alto nexos entre invisibilidad y visibilidad. Por eso algunos muy fácil odian a rajatabla a quienes alimentan a sus tijeras y se desbaratan en lisonjas en presencia de quienes destrozan sus filos.

La raíz, como dice la botánica, nos ancla en los parámetros de un vasto territorio, donde aprendemos a beber el agua y la sal. Desde hace quinquenios estimo a mi raíz pivotante y comprendo que le debo casi todo el barroco de las columnas, el eclecticismo de las meditaciones, la humedad de los tránsitos, el balanceo espiritual cerca de las imágenes así como las oblicuas derivaciones de mis ventanales.

Hablando de botánica, ¿experimentó alguna vez aproximaciones intelectuales o sentimentales a la hoja?

Juro que desconozco lo que es la sed de venganza y que no probé el agua que la excita.  Soy criatura de otras orillas menos sombrías.  Pero, ah, ¿qué sucedería si repito palabras acerca del meristemo apical, la hoja circinada y las yemas axilares?  ¿Reagruparíase el coro para cantar la antigua canción del hermetismo, juntaríanse los metacarpos para apuntalar la benigna leyenda trasnochada?  Resulta  que visto por encima o leyendo aquí o allá, comparando el lanceolado con el festonado o las sesiles con las peltadas, o la raquis imparipinnada con la raquis de dos foliolos, la botánica es puro hermetismo y una complicada hermenéutica vegetal. La ciencia es roca para el profano y cualquiera que ignore, incluyéndome, estaría tentado de arrojar al fuego por incomprensible el texto de Roig y Mesa que afirma que la Roystonea regia tiene el peciolo largo y envainador, espádice en la base del cilindro formado por las vainas, sin sospechar que charla de la hoja numerosa de la palma real.

El hermetismo, y hablo de experiencia personal, porque no nací obtuso ni expedito, está  en uno cuando lee y escucha.  No existen los presuntos y apriorísticos hermetismos. Decía yo en un trance adolescentario: “Qué tío más enredado  y qué endiabladas analectas”. No recuerdo en qué minuto larvario leí a Poe, pero sí recuerdo una noche de poca luna, calurosa y no apta para aves.  A contra pelo, como una hoja retando la pereza, llegó El cuervo y graznó a la cabecera.  A pesar de mi semejanza con el que leía triste sobre los libros, aparté a Poe por impenetrable y sonreí indulgente por la desdichada Eleonor y los indescifrables  ángeles que la reclamaban. Dejé caer mi estigma y a continuación dormí plácido, sin que esa noche aciaga los fantasmas del asma me torcieran el cuello. Fui feliz no entendiendo, aplicando mi rasero a la guillotina. Luego muchas veces desperté sin embargo sobre el reguero de hojas leídas, que iban rescatando fibras y granos y espádices y pedicelos de penumbras. No.  No volvería a apostrofar del cuervo ni de su antípoda el pingüino. Todos los enredos estaban en mi lengua: así que las barreras aunque torpes y lentas y mascullando tolerancias, tenían desenredos.

Dulcinea, hermética y fueguínea, de ojos y pechos verdes, la hoja es la retorta por donde tiramos de la luz, el almacén principal

de la existencia. La caritativa misión de la hoja la incluye con exclusividad en el reino de los dioses, aunque nadie prenda velas a los milagrosos e instantáneos alimentos y oxígenos que ejecuta con ritmo diurno y tutelar, silencioso y anónimo.

¿Hablamos ahora de su inventario de frutas predilectas?

Mi predilección por la piña, como sabe, es tan literaria como gustativa.  Pero ante el tradicional concepto de fruto, debo advertir que un criterio razonablemente amplio y botánico incluye todo lo que llega con calculada precipitación o lentitud a través de la flor.  También una calabaza grande y sólida, viandante de sello amarillo y 5 kg. de peso, que cruza el puente ovárico y va derecho y se tira de cabeza al caldo donde bailan la yuca y el boniato y la papa y el plátano y se conjetura un largo y estrecho ajiaco principal, es fruta.  La flor es el preámbulo y la incitación: lo que amanece a continuación es fruto en vaina, como el frijol, o fruto blindado, como el coco, o una aguerrida reina con escudetes, como la piña.

La mitología de batey contaba que la piña, solo princesa en los inicios, quiso permanecer virgen todavía durante un tiempo, pero que la masculinidad del apetito no podía aguardar ni siquiera otra noche esas frivolidades.  Durante el rito devorativo, fue coronada reina salaz de las frutas presentes.  Hay quienes colocan el mamey sobre la piña, pero yo soy en ese sentido un correligionario del partido en el poder y nada  más placentero que reencontrar su pulpa a cuchilladas.  Si deseamos alabar creaciones divinas, la piña es una oportunidad que se la deseo incluso a mi peor enemigo. La piña se defiende encarnizada y siempre, en cada anecdótico episodio, el apetito macho debe combatir con las tachuelas de su rinoceróntico caparazón. Tantas bocas rústicas o de abolengo probaron y dieron su beneplácito a la reina, que ella pronto extendió sus dominios al cielo del paladar.

Alguien entre los cronistas o entre los que vinieron a humedecer el zapato de hidalgo en tierras americanas, criticó el aguacate llamándolo carne de perro vegetal.  Desde entonces ya en Europa se proclamaba aquello de que yo mastico pero no trago a tal: con esa ideología del desdén llegaron muchos conspicuos conquistadores y solo veían el oro del metal, porque ante la presencia de otros oros preferían soplarse la nariz. La carne humana del aguacate se codea con su prima la piña, gracias a su esencial delicadeza y absorción con respecto al rocío del amanecer. Este señor fruto de las lauráceas no es a su vez de exquisito gusto edáfico, por lo que igual es el amo de las tierras rojas que de los pedregales.

¿Le apura algo para cerrar el inventario?  ¿Qué le parece si incluimos una flor de abril que se hace fruto en julio o agosto y pone a los más solemnes a chupar y a los más alegres a callar?  Me refiero al mamoncillo, alimento para bobos de buen gusto y personas sensibles de paladar. Y agreguemos, si le parece, un pedúnculo de primavera, muy astringente y que al chuparlo aprieta la boca. Debo decir que el verdadero fruto, un paradójico y exteriorizado dedo retorcido con estampa de semilla, puede hacer las delicias del más exigente cuando se le tuesta o deseca. Mi primer marañón lo comí cuando tenía 5 ó 6 años de edad y tal suceso recorre siglos sin que logre olvidarlo.

Otro fruto imprescindible es el que pare con prodigalidad el guayabo, que, como usted sabe, tiene las ramas pubescentes y tetrágonas, sin que nadie por ello deba sentirse alarmado u ofendido. Es una mirtácea abundante que entró a los paladares y refraneros con aire de sirvienta, pero rápidamente fascinó y conquistó al duque don Narizotas con sus fragancias de princesa tribal. A su masa pulposa se debe el dulce que dominó al rasgo de la nación que lo prueba primero y prudente con un dedo y luego se sirve ración doble de cascos o mermelada.  Apúnteme en la lista de sus súbditos.

Por supuesto, yo soy una criatura muchas veces esclavizada y que vive lamiendo cáscaras y calderos.  Cuántas veces pensé, sin gritarlo demasiado: “Todo mi reino por una guanábana”.  Porque por ese fruto en sincarpio siempre estuve dispuesto a pagar los precios que reclamaban mi fervorosa servidumbre.  Como los amores entran furtivos por las cocinas, yo siempre atisbo a hurtadillas qué hay en vianderos y fruteros.  Con el fogón por único testigo, uno de mis primeros romances fue con una guanábana de pulpa blanca y semilla negra, transculturada, sensual, orgásmica, recurrente y episcopal.

No deje fuera al mango, decantador de yodo y muscíneas de los albores. La historia oficial cuenta que los primeros cuatro mangos fueron rematados al precio de una onza de oro cada uno, como una manera de alabar al mango.  Mi perplejidad ante el oro es inagotable y prenatal, porque nunca dejo de apreciar la pulpa de oro por encima del oro financiero.  Con mangos se podría sobornar la historia y a sus carceleros.  Pero la historia en ocasiones hace el papel de Celestina frígida, y a los carceleros, como se sabe, desde siempre les ha faltado la flor de su virilidad.

Y precisamente llega el turno a la flor

Si es posible engendrar un dios por modos sobrenaturales y al propio tiempo colocar un galán de noche en la nariz de Plutarco a la hora del crepúsculo, todo es potens o posible.  Alguien especuló con dos posibilidades: una, que exista vida en muchos planetas del infinito universo y, otra, que solo haya vida en la Tierra: y de ambas ha dicho que cualquiera de las dos resulta increíble. Sume a esa descabellada y racional tesis, que además en cada planeta habitado, y serían miles o millones, haya flores, o que solo en la Tierra, por un milagro quizás que ni el propio Plutarco podría resumir enseguida, viva esa ilusión de perfume y color que hemos dado en llamar Flor. Increíble también.  La flor se simboliza a sí misma, más que a lo fugaz de la existencia.  Algunos insectos viven menos que el empleado para  suspirar por la fugacidad, digamos, de una filigrana o de un farolito chino o de un clavel de la India, sin embargo, no hay lamentos por esas presencias vertiginosas que se esfuman durante la misma noche en que llegaron. En la marea aporética inciden billones de organismos que se reproducen y ocupan una vida de constantes reproducciones, de parpadeos, estancia que no veríamos transcurrir por un embudo invertido y no oí jamás quejas por esa fugaz fugacidad que no les permite ni probar el sabor del aire.

Lo que ocurre en realidad es que los placeres, incluidos ver y oler la flor, son efímeros.  La juventud, esa flor de la vida, se nos escapa en cuanto destapamos la fragancia de los 20 años.  Somos

como las flores: escurridizas y evanescentes criaturas que ya pugnan por marcharse antes de soplar sobre el primer café.  El lirio de cintas comienza a morir antes de que sospeche que contemplamos su rojo ciánico quizás por última vez.  La crosandra es un fulgor naranja que se nos desvanece entre los ojos. El ilang-ilang es un pasajero amarillo que saluda desde la ventanilla y al que ni siquiera nos da tiempo de responder con un movimiento de pañuelo. El ítamo real da de beber y es bebido por el zunzún y luego hay un pestañeo: el hilo de la luz rompe la ilusión de las imágenes y nos deja infecundos vacíos en los cuencos. Los egipcios adornaban con esqueletos sus almuerzos, para disfrutar a plenitud el sabor de los manjares y la activa sensibilidad del paladar.  Otros, como nosotros, ponemos búcaros con flores: y junto a ese perfume anticipado de la eternidad brindamos por una buena digestión o una larga salud.

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