DESCUBRIMIENTOS E INNATOS DESCUBRIDORES

TOMADO DEL LIBRO PARA LEER DEBAJO DE UN SICOMORO

(diálogo casi interminable con José Lezama Lima)

¿Decía usted  que la palabra Descubrimiento  en esta  latitud  trae  a  colación  rápidamente al genovés?

Lo he comprobado: aquí connota Colón muchísimo. Infinitamente más Colón que Pasteur y más Pasteur que los hermanos Lumière y más Lumière que Servet, por ejemplo. Se alude entre nosotros a un descubrimiento y la evocación deriva enseguida hacia las aguas navegadas por La Niña, La Pinta y La Santa María.  Eso es lo que se llama condicionamiento histórico, además de una secuela de la escolástica de la primaria.  Cierto es que la historia escrita comenzó en estos lares con el advenimiento del genovés. Desde entonces hay en la palabra Descubrimiento un chispazo detonante, un blanco fogonazo en la claridad. Recordar cuando aprendíamos, cada  cual en su infancia, a descubrir el mundo. ¿Existe el río? Existe. ¿Existen la yerba y la lombriz? Existen. ¿Existen los pájaros y las nubes? Pues sí. Y existen también los caminos, las casualidades, las sorpresas. ¿Ah sí? Y existe el pie y existe el crecimiento del pie y existe el zapato que ya le queda chico. Ah, cómo existen cosas. Y existe la oreja, que oye, y la nariz, que huele. Es decir, todas esas maravillas camufladas y menudas, deslumbrantes y cotidianas, iguales y monótamente imprescindibles.

Entonces resulta que, en alguna parte, en la escuela, nos llega de repente el notición, es decir, aprendemos la lección de que el Almirante navegó y navegó, enfrentó amotinados, vio una luz y al fin nos descubrió y nos descubrió.  Sucedió algo que tenía que suceder, como si el tiempo ya hubiese tenido prendido con alfileres ese velamen. De esta manera se nos imprime esa acepción post renacentista de la palabra Descubrimiento. En Asia debe ser muy distinto. Ignoro cómo es, pues mis viajes por Asia se reducen a la calle Zanja, pero allí es posible que connote más imprenta o pólvora.

De cualquier manera, hemos descubierto que las palabras no son partículas inmaculadas del lenguaje, sino que nos llegan con su acíbar o miel. Cada palabra tiene preludios, huellas de dedos anteriores. Cada una trae su desgaste. También, por supuesto, hay constantes reincorporaciones. Para decirlo de alguna forma, sin ínfulas excesivas y vanidades ridículas, nosotros somos reincorporadores naturales, así como carne atenuante contra las decadencias y cansancios clásicos.  Adicionar, reinventar, volver a vivir lo olvidado, poner nueva imagen o cambiar la máscara, son sinónimos materiales y constantes de la palabra descubrir. No sé cuánto ni hasta dónde hemos sido descubiertos, pero sé, sí, que los americanos somos innatos descubridores.

¿Cree que Humboldt, con hacer algunas importantes observaciones,  redescubre el archipiélago?

Necesitamos ver qué es descubrir. La palabra Descubrimiento, como apreciamos ya, en términos de navegación, oceanográficos, geográficos y hasta históricos, entre nosotros se vincula a Colón y sus viajes. Pero cuando trasquilamos las palabras, las sorprendemos por detrás, vemos, sin demasiado esfuerzo, que se tambalean y que  las simetrías se trasmutan en acciones de paralaje. Marco Polo avanzó hacia el Asia, desde el epicentro irradiante de Europa. Asia nunca avanzó con semejante ímpetu hacia Marco Polo y Europa. Asia fue redescubierta, Polo nunca fue descubierto y ni siquiera cogido in fraganti. Ese modo de descubrir o redescubrir y esa manera de acuñar descubrimientos, es típicamente europea. Europa inventa la  cultura. A Colón se le atribuye un espejo prestado, la luna europea del prestamista. El iba a calcar en agua lo que Polo anduvo en tierra. Iba tras especias, vulgares especias si las contrastamos con la retribución que recibe de manos de la historia. Para colmo, Colón no se sintió descubridor de continentes sino un ente de segunda moviendo paralajes en el universo de su caro Polo, precursor en la huella. Entonces, ¿descubrir lo que aquel narró en detalles, que lo lleva a constantes traspiés narrativos y lo conduce a ver lo que no vio y no ver lo que mira? Marco Polo inventó el itinerario a remontar, Colón creyó hasta el fin marchar por itinerarios inventados.  El descubridor no aspira a descubrir, ambiciona cierta ruta similar para arribar al mismo puerto.

Por otro lado, ¿portar mosquetes es lo que permite descubrir? La flecha es descubierta. La flecha es de un linaje inferior y puntiagudo, la flecha pervive remotamente en un ignoto arrabal de Europa. ¿Cómo hubiese sido si llegan a contender mosquetes contra mosquetes? ¿De qué hablaríamos ahora: de invasión, de guerra mundial, de descubrimiento? Incursiono imprevistamente en esas  aguas, pero me asaltan paradojas y amargas interrogaciones. Los mongoles que bajaron por el estrecho de Bering y colonizaron, así como los vikingos que llegaron a costas del Canadá, ¿solo eran trashumantes, solo levantaron la tapa de la olla?  Y el imprevisto y rubio Quetzalcoatl, arribando náufrago, ¿qué fragmento del botín puede reclamar? Nos inclinamos sobre un mar de extramuros a parlamentar de extranjerías y levaduras.

No me atrevo, por ahora, a insinuar que el redescubrimiento de Humboldt sea más transparente y preconcebido que el del genovés. Ni quito mérito ni trato de obstaculizar ni minimizar la hazaña del gran Almirante, quien por la simple razón travesía dibujó una raya divisoria a mitad del milenio que es hoy la cicatriz más visible del planeta. Digo que, no obstante, ver lo que otros ojos  foráneos o nativos no acertaron a ver, constatar agujas en el brillo que el párpado nativo solo registraba como intolerancia, es descubrir en una importante y esclarecedora acepción. Lo descubierto ha sido antes descubierto. Lo que vamos a descubrir va siendo anticipadamente descubierto. Todo ojo tiene su ojo precursor. Mejor viajar atinadamente con el sombrero suelto y engrasado y quitárselo a cada destello. Mejor orientar la nao entre los laberintos y las sinuosidades de las ollas y permanecer alertas para levantar tapas. Hoy mismo hice comprobaciones en la mañana: rasgar la orilla y liberar sobres y misivas, implica una oferta de descubrimiento. Sobre todo si ignoramos el acto genético del remitente.

Pero, bien, ¿qué nos descubre o redescubre Humboldt?

Diría yo, como conjetura, que el geógrafo  demuestra que toda criatura que se deja quemar la mollera por el sol, es ya un ser relativamente tropical que nunca volverá a la total cordura ni siquiera recogiendo cordel y regresando a la alemana por el derrotero racional. ¿No es inaudito que un científico, germano por demás, se encierre con un cocodrilo en su habitación y suba luego a lo alto del escaparate, para verlo actuar, como si las coristas se alimentaran de los espectadores o como si fuese el espectador el encargado de saltar en los trapecios?  ¿Eso es humor criollo o a mí el tabaco me hace llorar rosquillas de humo?, ¿eso es ingenua agudeza caribeña o es la influencia del sol iluminado los postes lo que hace orinar a los perros?  Humboldt, como todo buen tropicalista  repentino, además enseguida se repleta con la visión del mar, del aire y de la tierra y comienza a vislumbrar vastos reflejos de la luz, que resulta matinal, irisada, cenital, goteante, filtrada por el follaje o los vitrales, oblicua y acompasada, especular y cegadora, cristalina o terrosa, crepuscular y atestada de apagados tintineos.

De las diez de la mañana hasta las 4 de la tarde, dice Humboldt, se observan variados cortejos de la suspensión y la refracción de luz, como golpes de naipe en la base de la nariz.  ¿Humboldt descubre un octavo de la luz del archipiélago o simplemente la describe, la describe o simplemente la secciona y la muestra a los cuatro vientos con rigor científico y poesía razonada? ¿Descubre, redescubre, reaviva, destaca, se babosea como el niño? Cada quien que escoja su ceniza y la esparza, que siempre algún cierto le calzar la espalda.  No sé por qué, pero Humboldt aquí parece descubrir la lejanía (siendo él un ente en ese instante tan lejano), cuando mira los azules de cada cielo o de las distancias ribeteando objetos mediatos. Todo su enriquecido diálogo cubano sintetiza una experiencia: la poesía brota del entorno natural y toda poesía en sí misma es árbol y aire y luz comprimida y atributo del ambiente. La huella del dedo puede ser seguida como un rastro por el viento y el viento deja pulgares en la claridad. En cada árbol hay atado un caballo y cada caballo es una pieza del vivaqueo de Europa en tierra de América. Eso lo vio Humboldt, con ojo que comenzaba a ser parte del ajiaco, que igual provoca estreñimientos que diarreas, que igual nos pone adustos y solemnes que divertidos y chistosos.

¿Qué otras cosas descubrieron los viajeros?

Hemos descubierto que descubrir es sinónimo de tantas cosas: echar al viento, levantarse de un salto, desobstruir, revelar, destapar ollas, desflorar, exhumar, desenvainar. Tal multitud de significados permite que cualquier caminante curioso que pisa nuestras costas tenga oblongas oportunidades de descubridor. Nuestro país, efectivamente, ha producido descubridores a pastos. En 1928, por ejemplo, Abbot descubrió para los norteamericanos que en esta islita crece un exuberante producto de la naturaleza llamado ceiba por los nativos, gigante de siete o nueve brazos, dragón vegetal, polifemo de una extremidad plantal, tronco sensual, sagrado  y reino de los misterios.  Abbot cuchichea acerca del coloso, que afianza músculos para resistir tempestades, y asocia este gigantismo con el borrascoso clima del  trópico y con la desmesurada puja constante por la sobrevivencia.

Descubrir es también potenciar un instante, despejar un celaje que obstruía.  Abbot trajo consigo innumerables sombreros, que fue  soltando a medida que abría la boca y la ya manida lujuria de aquellos bosques del dieciocho y el diecinueve,  hoy difuntos, saltaban al sendero con flores de hasta un par de colores y un trío de perfumes en el mismo cogollo.  Para Abbot todo era descubrimiento: una bibijagua, un descubrimiento, dos bibijaguas, dos descubrimientos.  En fin, todo es descubrimiento en su libreta de notas: desde la piña silvestre que forma colonias en la rama de la ceiba hasta las tajadas de sol que se filtran inverosímiles y mansas entre los gigantes del monte. Vemos cómo hemos facilitado la encomienda o labor de descubrir al visitante, con una amabilidad en la rama y una hospitalidad en la luz.

Otro tipo de descubridores son, por ejemplo, Fernando Ortiz y la señora Lydia Cabrera.  Don Fernando, desde su óptica natal, sin  comprar gafas en ninguna latitud, volvió a mirar sobre la isla y el panorama y conflicto de las razas se le rindió como un animal noble.  Como exclamara Alfonso Reyes, desde su afamada cátedra mexicana, “sabio en el concepto humanístico y también en el concepto humano, él ve claridades donde imperaban sombras oscuras y reparte cordura y razón y tolerancia a raudales, con una mano tan cubana que parecen  banderas las franjas de sus dedos. Un descubridor indiscutible y trascendente de la ceiba es la señora Lydia  Cabrera, que sin embargo nació aquí entre palmares. Descubrir, según vemos, no consiste solo en venir de fuera o de lejos.  No hay más lúcido descubridor que el nativo que mira y ve.  Lydia vio la ceiba en su bioma, con sus armas y trampas extendidas, la vio como Iroko, con  Oddúa sentado en la copa y Olofi pegado al tronco.  En la ceiba de Lydia viven la Purísima Concepción y la virgen de las Mercedes. Y por ahí se dan vueltas Oggún y Changó.  Eso es tamaño descubrimiento: ver lo que no vio Otro, aun cuando Otro tenía tantos ojos o más que el que vio. ¿Quién descubre con más fortuna y esplendor: quien arriba de allende las palomas y deduce y anota lo  visto o el rellollo que mira y observa y deshilacha destellos aparentemente invisibles en el cortejo de la luz?

¿Algún descubrimiento en el tintero?

Casi todos. El acercamiento del hombre al hombre, de Dios al hombre y del hombre a Dios, y ese recinto de inauguraciones donde se instala la ciencia, que lanza miradas hacia afuera y hacia adentro, nos traer constantes descubrimientos. La falta de descubrimientos es el fin, el cierre de la navaja.  Hay suficiente tejido, no obstante, que destejer y volver a tejer, porque una puerta abierta de misterios es el acceso a nuevos múltiples misterios enceldados. La panoplia es una adquisición constante, la hormiga sensible es una antena inexorable.  La poesía, es decir, descubrir, es el alimento del numen. Y el numen  es el aguijón hacia adentro, la liebre de retorno a la madriguera, la autocontemplación distante y cercana, una vuelta por los cerros, el silbido que convoca a las nostalgias.

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