(diálogo casi interminable con José Lezama Lima)
(Introducción IV Parte)
Soy invitado a la casa: Trocadero 162. Café. María Luisa, la esposa. Baldomera, alias Baldovina. Conozco su alfombra de viajar: el sillón. El asma es una atmósfera adicional en un entorno donde pululan el libro y el polvo de los libros: el nebulizador aguarda inminente para entrar en acción. Pláticas. De vez en cuando anoto algo en las agendas. Otras acciones y palabras las conservo en la memoria (cuando llegaba de regreso a mi rincón corría a mecanografiar recuerdos). En algún momento José intuye algo e interroga. Respondo. “Quizás lo someto a un interrogatorio en el que me abstengo de hacer preguntas para no restar al fluido o la espontaneidad.”
No objeta. Lo frecuento más y más a menudo anoto en agendas cambiantes, porque también es aquella una época de vacas gordas para las agendas: ese imperio íntimo de papel (con destino a funcionarios, dirigentes, personal administrativo y hasta periodistas inmersos en continuas reuniones y consejos y asambleas y forums y congresos), que comenzó a debilitarse solo con el derrumbe del socialismo europeo a fines de los 80 y comienzo de los 90.
A punto de concluir 1967, aquel colega que leía Dador y reclamaba Dador y yo coincidíamos en la revista Cuba Internacional y poníamos en movimiento el sueño común de una edición especial dedicada al Che. Tras la muerte del guerrillero en Bolivia y en los primeros meses de 1968, Lezama publica en la revista Casa de las Américas, su breve ensayo Ernesto Guevara, comandante nuestro. Tal vez la memoria y la ambición me engañan, pero creo recordar que por esa fecha Froilán Escobar y yo habíamos hablado in extenso con el amigo gordo sobre el Che, en un intercambio ardoroso y conceptual. De manera que a nosotros su breve y sustancial abordaje nos pareció que arrastraba fragmentos espirituales de aquellas charlas. Eso alentó el proyecto que definitivamente emprendimos en 1969 y se publicó en 1970. Un ejemplar de Che Sierra adentro, dedicado a dúo, fue a parar a manos de José Lezama. El poeta y maestro nos extendió un cheque en blanco con su alto reconocimiento y dijo soportarmejor el asma de aquellos días por la ilusión enfática de que su ensayo coagulador de sueños nos había atinado a Froilán y a mí en el justo centro de los moropos.
También por esos días el colega de la prensa y yo comentábamos risueños el azar concurrente de aquellos encuentros en Carlos III, cuando Dador premonitoriamente fue un préstamo y un reclamo en las cercanías del Instituto de Lingüística. Para corroborar el aserto, mostré a Froilán un ejemplar de Dador, idéntico al suyo, pero con una dedicatoria que decía: “Para Félix Guerra, cuya inicial poética nos da una verdadera alegría. Con afectos de J. Lezama Lima. Noviembre de 1965.”