TOMADO DEL LIBRO PARA LEER DEBAJO DE UN SICOMORO

(diálogo casi interminable con José Lezama Lima)

(Introducción III Parte)

Apuros de un aprendiz

Bajo la tensión del minuto anterior, estuve a punto de negar. “No. Nada me perturbó en lo absoluto.”  Cualquier cosa, con tal de zafarme del agobio. Deseé respirar otro aire, correr por el pasillo y las aceras y quedarme a solas un minuto para sofocar el apuro. Y luego, irremediablemente, caminar hacia el vacío, donde ya nunca volvería a estar Lezama con sus risotadas y sus humos y su aparente ingenuidad durante los interrogatorios. No me moví, sin embargo. Otra parte de mí se enervaba con una plática tan difícil. ¿Podría yo sortear el tremendo escollo, lograr el equilibrio entre los varios abismos del desfiladero y salir airoso, aun cuando el adversario era el cubano más cercano a una enciclopedia de 20 tomos y la plática versaba sobre un libro que él demoró décadas en redactar y sobre el que mis ojos no habían gastado más que un par de horas de su tiempo?

En ese momento (de la vida, no de la conversación) mis mayores esfuerzos existenciales se concentraban en reanalizar y modificar múltiples concepciones y creencias.  Comprendía que algunas de mis formas de contemplar el mundo todavía se sujetaban demasiado a las influencias hogareñas y de entorno de la niñez y la adolescencia, transcurridas en una sosegada atmósfera munici­pal, al cuido de abuelos, padres, tíos, no muy ilustrados y nada liberales (con sus excepciones), que fluctuaban sociopsicológi­camente entre el campesino pobre y obstinado, que nada pide ni aguarda, salvo lo que rinda su faena, y el obrero con apetencias culturales y económicas muy limitadas y gran estima de su decen­cia:  en casa se inculcaba sobre todo laboriosidad, honestidad, modestia. Cualquier accidente en la vida de una persona se cali­ficaba de mal paso.  A eso se debía sumar un ajetreo de joven rebelde y joven comunista, hasta 1963, en una racha de tiempos en que, mientras una parte de nuestros cosmos se expandían, la moral encogía hasta parecer solo una alusión a asuntos o conflic­tos del sexo o una admonición contra cualquier eventual o ligero desliz de los apetitos. Recuerdo una ocasión, en esa época de los 60, que paseaba por el parque Almendares y ocupé un banco en compañía de una dama a la que hacía con éxito la corte. Al in­tentar besarla, ella se apartó y señaló un cartel de aviso sobre nuestras cabezas.  Este es un banco moral, rezaba.  Se debe sumar además mi afición a los comics y filmes de aventuras, con héroes de una visible virilidad muscular, al estilo de Superman, Tarzán, Trucutú, El Zorro, que sin embargo nunca temblaban de amor, ni concretaban ciertos velados flirteos ni osaban besar a sus espléndidas Luisa Lane, Juana, Ulanita, etcétera:  las escenas de esos erotismos quedaban en la tinta, mientras los lectores poco avisados nos adentrábamos en la convicción de que la hombría radicaba más en la fuerza y destreza de los puños que en cual­quier otra absurda reacción biológica de los héroes. A esa suma se debe agregar el peso de determinada tradición religiosa que soslayaba la sensua­lidad y sexualidad del cuerpo y procuraba cubrir con abundantes telas y trapos ese territorio oscuro (y aplazado hasta el último segundo y culpable de tantos males) que confluye anatómicamente en el delta pluvial entre las extremida­des no inferiores sino posteriores.  Los prejuicios acerca de la homosexualidad (tolera­da, explicada y en trance de ser comprendida solo casi 30 años después ) no se deben tratar solo como sumatorias más de igual va­lor.  Semejantes transgresiones de la naturaleza, por añadidura se vinculaban a perversos deseos o irritantes exhibicionismos. Se trataba de una variedad de peste que arruinaba a posibles mag­níficos mancebos y doncellas, lanzándolos incluso fuera de los círculos del infierno. La homo­sexualidad junto a la religiosi­dad, constituían en aquella prima­vera de 1966 dos infranqueables escollos para acceder a una plena integración política y social.

-Si digo que no -respondí-, miento.  La moral católica, aunque nunca fui católico, era y es el viento predominante.  Re­sulta paradójico pero muy reconfortante que sea un libro escri­to por un católico lo que rompa el celofán.  Ese capítulo VIII, por encima de cualquier virtud o defecto literarios, es una aper­tura para nuevas eras imaginarias. (¡Puf!)

Soy incapaz seguramente de recordar textual y ciento por ciento algo que deslicé hace casi 3 décadas.  No obstante, fue la esencia.  Respiré profundo.  Yo mismo me empujaba constantemente en direcciones que iba descubriendo durante la marcha.  Comprobaba una vez más los flujos y reflujos de una era fulmi­nante y contradictoria, en que a veces la gran ventisca renova­dora movía gruesas corrientes paralizantes o retrógradas, en tanto antiguos soplos nos impulsaban inopinadamente hacia hori­zontes de estreno.

La historia que antecede debió ser contada para explicar en síntesis los vericuetos de una amistad, qué suerte de dialéctica sorpresiva consolida y hace larga la relación entre un docto y barbado maestro y algo así como un lampiño aprendiz  bajo protesta y a la expectativa.  Algunas suertes, muchas, incluido el inesquivable azar concurrente, incluidas ciertas irrefrenables mentiras y una habilidad ocasional para improvisar una verdad y salir del hueco, más la tolerancia martiana y de límites amplios del anfitrión, más su vocación de domine candoroso y ansioso de escuchas, están a montones detrás de las largas pláticas que son el fundamento de esta recua de entrevistas.

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