Revistas y periódicos, televisión y radio, hablan  a menudo de extinción. Cuando se creía que la muerte era lo último, lo peor que podía ocurrirle a cualquier criatura viva, se añade a los sustos una nueva palabra terrible: extinción.

Morir es poco, morir es natural, significa fallecer, un individuo, un ejemplar, alguien que enfermó o se accidentó  o ya no aguantó más. Se llora, sepulta y en el mejor de los casos se le recuerda siempre. Morir ocurre siempre y es el polo opuesto del nacimiento.

Extinción, sin embargo, significa que desaparecen los de una especie, la familia entera, el enfermo y el sano, el cachorro y el adulto, el recién nacido y el anciano, padre y madre, hijos y hermanos, tíos y  sobrinos, nietos y abuelos: todos sin excepción y, hasta hoy, sin las posibilidades de resurrección que tuvo la mítica ave Fénix.

Cuando una especie se extingue, como sucedió en  Sudán con el águila harpía, quiere  decir ni más ni menos que ya nunca ningún águila harpía podrá ser vista en los bosques.

Si informa la prensa que el pájaro carpintero real desapareció, se extinguió de su último reducto en  Cuchillas del Toa, en la zona oriental de Cuba, esa isla del Caribe, se afirma también que el futuro, a partir de hoy, estará vacío, sin pausa  ni excepción, de la presencia del ave, a pesar de que su  antigüedad la convertía en pieza viva más allá de todo  valor considerado.

Si  se notifica que el jaguar negro corre grave peligro de extinción en sus selvas americanas, tal vez se pronostica que sus  correrías por las cordilleras de Talamanca o las llanuras de Tortugero, están por acabar definitivamente, dejando  una inconcebible sombra de lentitud en su lugar.

Si el  mundo científico se alarma con la posibilidad  de que el gavilán caguarero, especie endémica, es decir, exclusiva de Cuba, camina tal vez por el filo del abismo, víctima ancestral de la deforestación y los escasos recursos disponibles para intentar su rehabilitación, es que se imagina con escalofríos que esa joya ornitológica, irrecuperable e insustituible, pierda toda corporeidad y vaya a parar solo al fondo de  las nostalgias.

Con la extinción de una especie desaparecen todas las criaturas que la componían o integraban, y desaparecen los deslumbramientos visuales que provocaba su silueta en el entorno y hasta, poco a poco, los comentarios al respecto, empobreciendo experiencia y conversación, el lenguaje y los recuerdos, que son componentes también de la gran biodiversidad.

Una especie necesita de otras para sobrevivir: el hombre necesitaría de la totalidad para mantener el equilibrio de los ecosistemas. Y, con ello, al planeta en condiciones para ser habitado. Los estudios no dan cifras de  cómo daña la especie que se ausenta a las que permanecen entre los vivos. Pero cuando los equilibrios se alteran, y se alteran constantemente, los supervivientes deben adaptarse, a como dé lugar, o tomar también y gradualmente el camino de la ausencia definitiva.

Si ya no hay sapo dorado, por ejemplo, pues tampoco podremos admirar en ninguna otra ocasión el temblor del amarillo oro saltando en las charcas costarricenses de la reserva de Monteverde. Si el puma, aquejado por la deforestación y la caza, mañana expira como especie, las montañas por donde trashumaba quedarán más solitarias y sombrías y disminuirían las veces en que añoremos el paisaje alto o que  pronunciemos la palabra montaña.

Se pierde mucho y hay gran pena cuando alguien viene y anuncia: murió un tigre o una lapa verde o una torcaza o un elefante o un zunzuncito o murió un oso panda o un koala.

Pero si en lugar de anunciar muerte, gritan EXTINCIÓN, la pena constituye muy poca cosa e incluso una lágrima resulta tan  ridícula como la gota comparada con el río. No hay emoción ni vocablo humano suficiente para condolerse por las extinciones. Si a un ser querido, por muerte natural o imprevista, no se le olvida nunca, ¿con  qué región de la memoria evocar a las especies y criaturas fusiladas por las extinciones?

 

0 Comentarios
Retroalimentación en línea
Ver todos los comentarios