ESCOCÉS QUE SE HACE PASAR POR LAGARTO INCONSOLABLE

 

Ilustración: Félix Guerra

Ohlochloch

Lacertus scotchneesis moestus

   

Un lagarto ronda el sofá y la butaca, mas luego bracea por el lago tarareando: «Oh, Lochness, oh, Lochness…» El lago es pro­fundo, transparente y muelle, forrado con húmeda tela de chaque­ta y estampado con peces.  Es un trapo sedado y líquido en el que alguien dibujó además cornamusas, sardinas, mejillones y bote­llas bien tapa­das con sus corchos de alcornoque o de roble. El lagar­to no teme: usa cuello de tortuga en invierno, de fidich en verano y se abotona el otoño con bellotas de la arboleda. Ser­pentea el lagar­to por debajo de los cojines, disfruta  su inmen­sidad, mueve a ratos la leja­nía. Con almohadones azules alivia la fatiga lacus­tre y tran­sitoria de las alas. La gola de encajes que lleva al cuello flota por debajo de sus axilas y detiene por tramos la deserción de la marea: el agua no se atreve a mojar ni a chocar contra  sus alas ni contra su gola. Casi que con esas manio­bras infan­ti­les el lagarto enseña el pecho, que aún no confesó hasta la fecha si es de hembrita o de machito o si lleva el cascabel andrógino (que murmuran las leyen­das) colgándo­le del ombligo. Reca­tada(o) retroce­de hasta las inme­diaciones de sus instrumentos musicales. Hace flau con la flauta, pian con el piano, sax con el saxofón, gay con la gaita: con esa melo­día   molto alegre va acumu­lando espectadores en la ori­lla, en el perímetro de un aro risueño y creciente, a lo sumo de una tarde de ancho, donde la muchedumbre apretujada baila a fondo me­tiendo codos y barbi­llas. Levantan el pie, una pati­ta, un emble­ma, un corcho que salta, el tobillo que duele, una barrigui­ta adulta  y por detrás unas nalgas también bastante adultas. Reina la nalga­rabìa, el príncipe depone su corona, la multitud arrebata soni­dos, se levanta un himno de coro, el enmu­decido silencio des­pierta de las modorras y comienza a mover lento el pie y luego otro y luego otro, hasta que va a dar frené­tico contra el borde osci­lante de la laguna. El rey acarrea un montón de pitos relle­nos de pit, tambores reple­tos de tam-tam, y el bullicio aumen­ta y el jolgorio reina sin coronas ni corte­sanos, y la corona suena a corn, mien­tras la familia real, greñas al aire, se despa­tarra para subir hasta donde los toneles de whisky y cerve­za sirven a los parro­quianos que se  acercan sedien­tos. De pronto hay un pop  inusi­tado, al que luego sigue un pomp pop más estruen­do­so de cor­chos aven­tados en cualquier direc­ción. El líquido que por turno tocaba a una moza, a la reina, al príncipe, a un carre­tonero, al rey, salta incon­te­nible y rueda, cuesta abajo, pro­vo­cán­do­le temblores a la yerba de anís y a la ortiga  y al mordis­co del diablo y a la hipeca­cua­na  y al perifo­llo borde. Oh, qué música subli­me todos esos ruidos  re­vuel­tos, en cascada o círcu­los concé­ntricos. Qué feli­ces los huma­nitos, cuando toda­vía la sor­presa del acci­dente no le ha calado los tobi­llos ni se le ha subido a las cabezas. Pero el lagar­to ad­vier­te,  sí, cuando el whisky y la cerve­za inundan su  domicilio y provi­sional­mente se ale­gra del inesperado y enorme descor­chado ocu­rrido en la monta­ña. Del líquido  que colma la laguna, bebe, un barril tras otro, espuma tras espu­ma. Salta un corcho con su tonel  y golpea al sofá y a la butaca, el ambari­no ebrio sube las paredes del cris­tal, ensa­liva la raíz del manan­tia­l y rebota bravío en los páramos. La apoteosis sobrevie­ne cuando se hacen filar las filarmóni­cas, trompar las trompe­tas, y al plink plink de la gotas deletreadas por la tormenta en las aguas del lago. El infortunio empapa la tarde antes de que atardez­ca. La noche anochece antes de que rebuznen las estre­llas. Catás­trofe: se altera mucha alegría a la redonda. Buscan debajo de las sillas, en el mone­dero, las señoras en sus bolsos y en los bolsi­llos. Pero nada: heca­tombe. Re­gistran con buzos y una tecnología primitiva de imanes el fondo del lago. Reapare­cen solo un manojo de anti­guos puñales vengati­vos y solo algas y más algas. No, abso­lu­ta o casi abso­lu­ta­men­te conti­núa extraviada la espe­ran­za. La gola de enca­jes que el lagarto lucía siempre bien atada­ a su garganta, se ha perdi­do. La corriente arrastró la gor­gue­ra corriente arriba, hacia alguna ori­lla, o corrien­te abajo, hacia lo profundo, o la  diluyó, como sal en las aguas. Fueron las notas musica­les, su pandilla ente­ra, fueron el whisky, las cervezas, el vino,  el revolti­jo de toda esa flama mezclada. Fue el arrebato emocional de la muchedumbre, la falta de altivez de su alteza real, el descor­char sin ton ni son, la fragilidad de barricas y toneles. El acta policial echa flores por la boca. En el juzgado, fisca­les y jueces y defenso­res departen poco amiga­blemente y unos piden indulto general y otros cadenas de escla­vi­tud a perpetuidad y otros un whisky para calentar el frío de los huesos. ¿Y el lagar­to mismo, por qué dia­blos no se contu­vo ante las inespe­ra­das inun­daciones del alcohol? ¿No sabía el muy tonto, o el muy inocente o el muy poco escar­mentado por expe­riencias ante­riores, que con la gola no se juega, que sin gola no hay juegos ni fies­tas ni magia  ni nada? «¡Recorcholis!», voci­fera el portavoz de la autorida­des ecle­siás­ti­cas y también «¡Tamaña estupidez!», el portavoz de los jefes de clanes. Entre­tan­to el lagar­to busca deses­perado y por su cuen­ta, ondu­lando de la profundidad hacia la superficie y de la superfi­cie hacia las superficies, mostrando el morro ansioso y verdi­ne­gro, la cola o las lacrimo­sas pestañas en cada una de las ondu­lacio­nes.

Desde entonces la verbena entró en un largo paréntesis, se paralizó el flujo azucarado de la bajamar y la pleamar. La multitud quedó varada y rígida en sus contoneos danzarios. De los horizontes más cercanos y, de tarde en tarde, solo esca­pan suspi­ros y un millón de aves mustias que se apresuran a graznar con lenti­tud  en las inmediaciones de sus respectivos pára­mos. Suce­dió hace aproxima­damente muchos siglos, o quizás más, y el drama conti­núa en el nuestro, hoy, y seguro en los siguien­tes, acumu­lando esa edad casi infinita de las leyendas. Todo ocurre sin intermi­tencias, Taranis por medio, ante las orillas del Lochness. Transcurre, lago por medio, ante las iras perennes­ del ator­mentado dios de las tormentas.

 

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