EL BUSGOSU CUENTA UNA HISTORIA

BUSGOSU

Busgosu inconclusus

Con setecientos ochenta mil ojos despertaba de mi sueño y le veía el fo­llaje a la primavera. Y con otros sete­cientos ochenta  mil conti­nua­ba dur­miendo y resul­ta, oh sor­presa, que podía distin­guir en el sueño de los ojos dormidos casi cual­quier detalle de lo que ocurría en el sueño tutelar de los ojos des­pier­tos. ¡Qué seme­janza, concho, entre sueño y sueño! O, ¡qué parecido entre reali­dad y sueño y sueño y realidad! Porque si por el sueño de los ojos dormidos cruzaba una de esas mariposas Papilius ojerosa volando enarde­cida con sus colores amarillo y negro, por la realidad de los ojos des­piertos atinaba a pasar una idéntica, con las mismas alas geomé­tricas, iguales ocelos y espi­ritrompas y tres pares de patas fun­cionales desple­gadas, sin olvidar el amarillo y negro de las alas. Y si aquí se movía un insólito cedro, allá se movía la copa de un cedro insólito. Y si un Carpin­tero eyaculante precoz, de esos que apodan Jabao a causa del lomo motea­do, pico­teaba duro contra un tronco porque ya traía encinta a la carpin­tera y con náuseas y vómitos y deseos de soltar los huevos en el nido, en la escena contigua, es decir, la real o la oníri­ca, la que todavía soñaba con los ojos abiertos o los ojos cerrados, un Jabao an­sioso horadaba huecos donde albergar a no menos de tres pichones y a la madre tierna de los picho­nes. Y si por allá, uno de esos precavidos cazado­res, algo hosco y algo siempre mirando con el rabillo del ojo, con escopeta y balas, pisaba sobre la hojarasca de la realidad, tras una huella re­ciente y perfumada, por acá también uno inevi­table, duplicando las acechanzas, calcan­do los silen­cios, olis­queaba los aromas y no le faltaban ni el mentón pati­lludo ni la ansie­dad pegada al gatillo. No sospechaban, sin embargo, ni el uno ni el otro, que desde todas las atentas ramas y desde detrás de cualquier ale­targada piedra, no se les perdía pie ni pisada. Y que por todos los medios al alcance, se avisaba sin tregua y con el dedo sobre los labios a las criaturas más indefensas, como ciervos y ardi­llas, como zorras y leones. Y se compro­baba si otras mejor resguardadas, como búhos y serpien­tes, escorpio­nes y truchas, continuaban efectivamente bien prote­gidas en sus madri­gueras. En resumen. En esta época, desde hacía mucho, sufría inevi­tablemen­te el extraño fenómeno de la duerme­ve­la. O sea, velaba y soñaba al mismo tiempo. Y como lo que velaba y lo que soñaba eran sucesos simi­lares, pues resultaba como si yo mirara sin cesar en dos espejos imantados, aun­que con la dife­rencia de que nadie imitaba ni espiaba a nadie. O sea, el sueño no copia­ba a la realidad, así como la realidad no copiaba al sue­ño. Pero ¡cómo se parecían! Resultaba a veces hasta un tanto aburrido, porque las semejanzas eran tantas y tan eviden­tes, que, en oca­sio­nes, espiaba y espiaba durante horas y horas antes de descu­brir sorpresiva­mente que una paja de aquí o una aguja de allá no estaba en el otro, o que la manada tacitur­na de elefan­tes que deambulaba por allá espolvo­reándose la sequía del suelo no se hallaba aquí y que aquí solo se agi­taba un hurón huraño o una salamandra saltari­na, sin duplicados en el allá. Hasta me hacía un lío, es cierto, cada año, cuando se alejaba el invierno y desembocaban de nuevo las mañanas soleadas y las tardes llu­viosas y las casquivanas prime­ras flores silves­tres y volaban montones de amarillas y negras papilius macho y hembra colgando las unas de las otras, anun­ciando place­res y el devenir generacional. Me hacía un enorme y verdadero lío. O dos enormes y verdaderos líos. Porque, como dije al principio, tenía una buena parte de los ojos bien abier­tos y escudriñando todo, porque el ojo del bosque engorda a la liebre y al caballo y a la hormiga y al quetzal y al lobo, y otro  buen resto de ojos, algo más haraganes, pegados con placer a las sábanas y saba­nas. No hacía sino ver lo mismo aquí y allá, vida saltan­do o bostezando, con pequeñas y delicadas variaciones y asimetrías. Y sentía, figúrense, como si yo fuera dos bosques, la esencia dual de todo, el busgosu velan­te y el busgosu lirón: el primero con setecientos ochenta mil ojos abiertos y el segundo con sete­cientos ochenta mil ojos cerra­dos, miran­do ambos en todas las direc­cio­nes del espacio-tiempo. Y hasta calcu­laba, miren, que con los sete­cientos ochen­ta mil ojos abier­tos cuida­ba al dormido y con los setecien­tos ochenta mil cerra­dos soñaba que cuida­ba al des­pier­to, para que ninguna desgracia de cual­quier proceden­cia cayera sin aviso sobre noso­tros. Palpaba a menudo con mis dedos y siempre y sin dudas era verdad: los ojos abiertos perma­necían preocupa­damente abier­tos y los ojos cerra­dos conti­nuaban vigilo­samente cerrados. E incluso yo…

Según las agencias noticiosas (ANSA Reuter, EFE, Tanjug, PL, Xinhua, AFP, , Notimex, AP) un proyecto acarreado en porta­fo­lios cegó la historia del Busgosu inconclusus, que fue susti­tuida por un nuevo sueño urbanístico. Los poquísi­mos ojos y miradas de árboles que resis­tieron el empuje coordi­nado del entusiasmo y las excavadoras, componían un paisaje de tuer­tos y piratas con piernas y brazos de metal. No hubo ni podía haber ni ojo por ojo ni hoja por hoja, pues las hachas y sie­rras alinea­ron de un solo bando, con disciplina que no se apartaba de la autoridad del brazo. Las agencias aseguran que los portafo­lios prosperarán durante un long long time. Y que cuando la ciudad salga del bos­que, ya no quedará bosque.

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