CRIATURAS INSÓLITAS O DESAPARECIDAS
AVECICA
Avecica desterratum
Mientras sigo en el cielo las travesuras de un cúmulo de nubes que acoteja formas y ora parece un burro con tres patas y luego el perfil de un viejo barbudo y más tarde el badajo de una campana, pienso una vez más en las sutiles tramas que vinculan a todas las cosas que rodean. El caldero de sopa que hace rato hierve en la hornilla, evapora líquidos continuamente: si lo dejo al fuego otra media hora, la totalidad de mi alimento irá a sumarse a la nube. Y dentro de un par de días o un par de semanas, tal vez el jarro de agua que yo beba sea la nariz jorobada del viejo que en este momento la laboriosa nube logra modelar.
Resulta fascinante: aunque este es un pensamiento peligroso que se repite demasiado a menudo en mis reflexiones. Temo que no esté lejos el día en que todo y todos me resulten fascinantes y tan inextricable y dialécticamente asociados, que se oculten a mi óptica lo vulgar, lo simple, lo inconexo. En ese mundo igual, carente de contrastes, de absoluto esplendor, ¿desaparecerían quizás los fenómenos, objetos y sujetos verdaderamente fascinantes, de la misma inexorable forma en que se diluyen las gemas de sal lanzadas al océano?
Pero disgresión aparte, en tanto contemplo las nubes y ensamblo esa pobre filosofía gastrometeorológica que ayuda a distraer el rato, creo divisar una figurilla breve, que se recorta frágil contra el gris del cúmulo (posiblemente ahorita esté lloviendo) y aletea desesperada hacia el sur.
Puede ser el vencejo, esa ave también muy aérea, que traga insectos, fornica, duerme y despierta en pleno vuelo, como una defensa contra la amenaza que significa colocar un pie en la tierra y los árboles controlados por el hombre. Por eso brinco, abro la gaveta y saco binoculares: allá en el círculo de mi visión ampliada, tal vez jadea el Avecica desterratum. ¿Será o no será? ¿O se trata quizás de cualquier otra criatura del destierro, que caza la sobrevida donde y como puede.
¿Cuál es el caso-drama del avecica? Uno bien triste, aun cuando la historia se mueve repleta de casos tristes. Era un ave excesiva y confiadamente terrestre: uno) se alimentaba de gusanos que encontraba bajo las piedras, dos) anidaba en las raíces de los árboles, para evitar caídas y otros accidentes, tres) copulaba sin falta sobre la hojarasca otoñal, a impulsos repetidos y con estremecimientos tan terrenales como los de Adán y Eva y cuatro) emitía trinos que o bien imitaban el agua en cascada, la pisada de cuadrúpedos, el bramido de algún rumiante o el aleteo de algunas aves (lo que constituía a la vez un mecanismo mimético de defensa). Mas el animalito, en su diseño morfogenético arrastraba un defecto imperdonable: lucía en la cola una fusilante pluma roja que indefectiblemente legaba a la progenie. Tal pluma se convirtió en lastre mortal a partir del siglo XVIII, más exactamente en l790, cuando la moda cruzó los mares y llegó a América, bien pasando por Europa, o desde Europa pasando por los esclavos en tránsito.
La caza del avecica se hizo desenfrenada. No hubo dama de Norte, Sur o Centroamérica, incluidas Las Antillas, que no pusiera en juego una partícula de su fortuna y honor para conseguir la purpúrea distinción. Gran parte de ellas vio satisfecha su ambición. Pero ninguna de esas beldades, atareadas en adornarse con su rubí animal, calculó que la población de sombreros emplumados aumentó en esa época en la misma proporción que disminuyó el avecica (sin contar los millares de nidos huérfanos, abandonados en los pantanos y ciénagas de esos dilatados territorios). Tampoco ningún ilustrado, distinguido y entusiasmado caballero de aquel infausto lustro cayó en la cuenta. Los paseos, las ramblas, los bulevares, las alamedas, se vieron aun más engalanados durante las rondas dominicales, con señoritas y señoras divinamente ataviadas y señoritos y señores pródigos en elogios y requiebros.
Entonces la especie, gracias a su flexibilidad y adaptabilidad, así como a su incontenible terror, levantó el vuelo. A la cópula sobre la hojarasca, la sustituyó un gélido orgasmo a la altura de los cirrocúmulos. Al nido entre raíces, un nido que lleva a cuestas en verano. Y el mimetismo canoro se redujo a un ruido poco armonioso que recuerda el motor de los aviones.
¿Y cómo se alimenta? Eso es otra demostración de las sutiles tramas que nos vinculan (y también separan). Es evidente que su metabolismo logra extraer algunas sofisticadas proteínas y calorías a los líquidos que yo y otros distraídos dejamos evaporar en los calderos.
Hoy, como otras veces, me siento de veras dialécticamente asociado al desterrado de hace dos siglos, mientras soplo sobre el plato y trago, sorbo a sorbo, el resto hirviente de mi sopa.