En el 741 antes de Cristo, se tiene registrada la primera fecha del potencial fin del mundo. No tengo que explicarles que de entonces a la actualidad, pasando por el todavía reciente augurio del calendario maya (diciembre de 2012), o las erróneas interpretaciones de esta cultura, nada ha sucedido. El próximo día marcado con presagios no debe tener efecto hasta 2060, cuando Newton avizoró cierto confuso apocalipsis. Para esa fecha yo tendré 78 años. En el supuesto de que esté viva, me importará un comino que se acabe el dichoso mundo.
Pero cuando se tiene 32 años, se va a visitar un paraíso como Baja California, un amor la espera a una al otro lado del mar, y encima es 12 de julio del año 2014, puede ser preocupante el probable derrumbe de las ilusiones.
Aterricé en Tijuana, frente a esa inmensa barda doble que detiene el paso a quienes intentan llegar a la tierra prometida. Centelleante encontré la bahía de Ensenada; el sol; el cielo azul; en la noche, estrellado; la sierra; las uvas; el alma solitaria de aquellos parajes medio desérticos a orillas del Pacífico. Grandes barcos arrojaron a miles de turistas hacia las anchas avenidas, como hormigas que se dispersan por los viñedos y el mar, mientras gaviotas y pelícanos vuelan a ras de nuestras cabezas.
¡Si esto va a ser el fin del mundo, conviene que llegue a cada rato! Pero nadie se apuró con la noticia, que se trasmitía solo de boca en boca y de manera casual, como una buena broma para un día tan cálido. ¡Yo qué puedo andar creyendo en cuentos y profecías fatuas…! Para cuentos la vida, para realidad el olor de las olas y los vinos.
Así es que subí al taxi, con mi guía de estos días de descanso y lejanía, y me vine a Puerto Nuevo. Aquí, sentada en las orillas de una ciudad que me apasionó desde sus largas, peligrosas e intrincadas carreteras, en medio de las montañas, hasta sus platillos de tentadores mariscos, me temo que apenas me quede tiempo de terminar estas líneas, o quizás solo algunas locuciones más.
Desde al frío y hasta hace unos minutos apacible océano, una mancha roja, de patas y tenazas, escala las piedras grandes y sube por los troncos de las construcciones viejas de maderas corroídas; por las calles esponjadas, y se adentra en la avenida que lleva a Tijuana o a la Ensenada de mi amanecer. Las amarras de la orilla se van soltando, una a una, sin razón aparente. El Pacífico está lleno ya de botes, barcachas, cruceros, que van y vienen con una marejada incipiente, como animales del agua. Las langostas alcanzan los cerros, todo es rojo, naranja, marrón. Inexplicablemente, los hombres saltan al mar para alcanzar las embarcaciones, en una huida inconcebible, ¿hacia dónde? Yo no tengo a dónde huir, más que a esta libreta de notas y a la esperanza de que sea un mal sueño, una pesadilla más. Con el propósito de recordarlo mañana, escribo; es lo único que sé hacer en los instantes irrevocables.
Llegan los hombres que vienen de la sierra, de los sembradíos: “Las uvas, los olivos y las pitayas se consumieron en segundos, como una película en cámara acelerada”. Es todo lo que traen por noticia. Los propietarios restauranteros atrapan langostas y moluscos para sus despensas y neveras. Es la única esperanza de que nada va a ocurrir. Mañana habrá manjares en todos los restaurantes del Pacífico, y costarán la mitad de precio por exceso de oferta. La crisis ecológica será más fácil de enfrentar que el fin de una Era, y los periodistas que asistimos “la catástrofe” venderemos buenas crónicas a los medios que se olvidaron de anunciar esta calamidad.
Nunca comí pescados más frescos… Mientras la salsa de albahaca gotea de mis labios al papel, trato de entender qué mierda está pasando. “Los lugares donde habitamos son impermeables al asombro”, dice mi libro de viaje. Y heme aquí, tan cerca de la espuma, tan lejos de mis espíritus, atónita hasta lo indecible.
Lo que en este momento ocurre, es lo último. Puede que no haya más. Una ola se levanta a muchos metros sobre el mar, no sé cuántos. Mis conocimientos de oceanografía son mínimos. Los surfistas están paralizados, ninguno pone la tabla en posición de arranque. El asombro es hoy, entre todos los sentimientos, el más agujereado.
Jamás imaginé que pondría la última palabra tan lejos de casa. La mancha roja sube por mi cuerpo, por mis brazos. Trato de espantarla como si de moscas pegajosas se tratara, pero las primeras gotas llueven desde la gran ola que se aproxima, alta, inmensa, apabullante, insólita. Lo peor es que el gato en casa morirá de hambre y el hombre, para quien escribo estas líneas, aún me espera en La Habana.
Como “El asombro es hoy, entre todos los sentimientos, el más agujereado” sigo degustando tu forma de escribir el contenido que tienen los segundos que posan sobre nosotros como, eso si, irreversibles. Y es que…” Para cuentos la vida, para realidad el olor de las olas y los vinos”
La musica es mi afan, mi luz y puerto mas seguro entre todos, a pesar del maltrecho camino que desanda y como Gabriela Guerra lo unico que sabe es ESCRIBIR esos instantes irrevocables, combino mis melodias con el dulce acorde de sus letras.
Como “El asombro es hoy, entre todos los sentimientos, el más agujereado” sigo degustando tu forma de (des)escribir el contenido que tienen los segundos que posan sobre nosotros…irreversibles y unicos. Y es que…” Para cuentos la vida, para realidad el olor de las olas y los vinos”
La musica es mi afan, mi luz y puerto mas seguro entre todos, a pesar del maltrecho camino que desanda y, como Gabriela Guerra lo unico que sabe es ESCRIBIR esos instantes irrevocables, combino mis melodias con el dulce acorde de sus letras.