4:00 PM

   Steve Lerner frota sus manos como si tuviera frío, aun cuando le suda la frente, acalorada. No es síntoma de gripe sino de su creciente ansiedad, de la pálida incertidumbre que lo invade cuando debe encarar la primer página en blanco de su computadora. Es parte del oficio. Un ritual incómodo y necesario que lo incita a aceptar el desafío y, según dice, calentar motores, combatir el pánico a la nada, ese vacío en donde ninguna palabra, por maravillosa que parezca, podría llegar a flotar entre olas deshidratadas o a sostenerse de otra palabra que aún no ha sido escrita. Eso, según su definición gramático existencial, es la nada. Y es a fuerza de caminos fallidos que el esperado milagro acontece, como un salvavidas que se descubre a último momento. Las piezas comienzan a ordenarse en su mente y el sistema nervioso da la orden de incrementar la adrenalina. La sangre corre más rápido, irrigando manos y cerebro, la página en blanco deja de ser un ente poderoso para transformarse en un solícito sirviente. Es entonces que Lerner arruga el entrecejo, sus dedos parecen escapar hacia el teclado. Los contiene, los cruje. Casi puede figurarse la escena, casi, hasta que se hace más nítida y empieza a dibujarla con una andanada de tecleos.

   4:30 PM

   En la habitación de un lujoso edificio en pleno centro de Washington D. C., un hombre de aspecto rudo y macizo apoya su humanidad en la silla que le señala el fiscal Thomas Perry. El hombre rudo seca el sudor de su frente con un pañuelo arrugado y húmedo, como si el aire acondicionado no terminara de convencer a su empecinado organismo de que, por un rato, se ha ausentado del tórrido verano de la planta baja.

   Perry se sienta frente a él. Es un hombre pulcro y de manos cuidadas. Su gesto ansioso revela apuro y cierta molestia por verse obligado a interrumpir su trabajo, dejando un escritorio lleno de papeles y una notebook donde aún no se ha activado el protector de pantalla.

   —Y bien. ¿Qué quería decirme con tanto apuro, Miller? –inquiere el fiscal.

   El rudo se toma su tiempo, sonríe nervioso y de inmediato borra la sonrisa.

   —Bueno. Ante todo, quiero decirle que debe estar tranquilo. Estamos con los ojos bien abiertos.

   —Por favor, vaya al grano. Tengo mucho trabajo por delante y pocas horas para terminarlo.

   —De eso se trata, doctor. De su trabajo. Yo… –y se acerca para hablarle casi al oído–. Bueno… tenemos indicios de que van a atentar contra usted.

   Para Perry no es precisamente noticia de último momento. Hace rato que recibe amenazas de todas partes. Cuando denunció los manejos del presidente Trump sabía a lo que iba a enfrentarse.

   Su miedo primitivo, visceral, se transforma en desafío.

   —Para eso están ustedes, ¿no? ¡Para cuidarme las espaldas!

   —Sí, sí, claro. Usted sabe que cuenta con nosotros las veinticuatro horas. Sin embargo, habíamos pensado…

   —¿Quiénes?

   Miller afina la mirada.

  —No entiendo –masculla.

  —¿Quiénes han pensado… lo que sea iba a decirme? ¿Usted y quién más?

  —Ah… –No le resulta fácil entender a Perry, nunca sabe con qué puede venirse. Pero todo parece andar bien, y eso le da más confianza–. Rico y yo, los dos. Le decía que habíamos pensado en un tercer anillo de seguridad.

   El fiscal resopla impaciencia.

   —¿De qué anillo me habla? ¿Puede ser más claro?

   —Quiero decir… El primer anillo somos nosotros, los guardias. Los que custodiamos la puerta del edificio y lo seguimos cuando sale, a donde se dirija; un coche delante del suyo y otro detrás. Somos una muralla. El segundo anillo, o cordón, como quiera llamarlo, es Walker, el chofer, que está armado, por si alguno se nos  llegara a escapar. Nadie puede pasar esa barrera, créame.

   —¿Y?

   —Y… desde que estuvo en ese programa de televisión, usted es el hombre más amenazado del país. Y más ahora que va a presentar cargos contra el presidente. Entiéndame, doctor, no es que dude de nuestro servicio, pero de veras pensamos que no está demás tomar una última precaución para protegerlo.

   —Miller, sigo sin entender de qué me habla. ¿A qué precaución se refiere?

   —Mire, doctor, si algo llegara a fallar, cosa que, insisto, estoy seguro de que no es posible, pero si nuestro sistema defensivo fallara y llegasen a usted, no es bueno que lo encuentren indefenso, ¿me entiende? Creemos que usted debería tener un arma.

   —¿Está loco? ¿Para qué tenemos un servicio secreto? ¡Para que yo deba ir armado como en el far west!

   —No, doctor. No me malentienda. Pero, piénselo. Suponga que un comando asesino logra infiltrarse.

   —¿Qué comando?

   —Ruso. Usted dice tener pruebas para imputar al presidente por haber conspirado con los rusos en las presidenciales contra Hillary Clinton.

   —Pruebas concluyentes. Trump va derecho al impeachment.

   —Lo sé, lo sé. Pero el tema es… Suponga que en algún momento se infiltra un comando y lo sorprende a usted con sus niños… ¿Qué hará? ¿Eh? ¿Dejar que los acribillen, uno por uno? ¿O querría tener un arma para defenderlos?

   Perry calla. Sus labios apretados son la señal de que está sopesando la situación, horrorizado. Luego asiente con la cabeza.

   —Debo reconocer que tiene razón. Me irrita la idea de llevar un… Pero tiene razón.

   —Bien. Sabemos que usted guarda una pistola en casa de su madre.

   —Es una pistola vieja. Ni siquiera sé si funciona.

   —Podríamos revisarla.

   Perry reacciona con su habitual mal humor.

   —¡Deje a mi madre tranquila! ¡Lo único que falta es que vaya a pedirle la pistola y la deje más preocupada de lo que está!

   —Entiendo. Y… ¿conoce a alguien que pueda prestarle una?

   —¿Por qué no me la consiguen ustedes? Deben tener un montón guardadas por ahí?

   —Desgraciadamente, estamos muy controlados. Ha habido movimiento de armas y sumariaron a varios de nosotros. No es posible que le demos una pistola. Ni siquiera debe saberse que le sugerimos portar una. Vamos, usted conoce a mucha gente. Debe haber alguien que puede prestársela.

   Perry queda pensativo.

   —Mi técnico –murmura–. El muchacho que mantiene mis computadoras. Él tiene una pistola.

   El guardia mira el celular que hay sobre la mesita. Lo agarra y se lo alcanza a Perry.

   —Pregúntele, ya mismo!

   El fiscal lo mira alarmado.

   —¿Por qué tanto apuro?

   —Hay enemigos actuando en las sombras. No hay que arriesgarse –dice Miller, sin la más mínima expresión en el rostro–. ¡Llámelo ahora!

   3:00 AM

   Los golpes a la puerta son pausados, casi educados, golpecitos. Lo único que los hace sobrecogedores es que se escuchan a las tres de la madrugada. Perry despierta sobresaltado. Por un momento trata de dilucidar si solo se trata de un sueño. Nuevos golpecitos. Enciende el velador y mira la hora. Maldice por lo bajo. El sueño le entorpece los pies y la prudencia. Ni siquiera toma conciencia de que camina hacia la puerta en ropa interior, sin cuidar su imagen, que en plena vigilia adquiere tanta importancia para él.

   —¿Quién es? –pregunta, y la sólida madera de la puerta le devuelve su propia voz distorsionada.

   —Miller –responde alguien desde el otro lado.

   —¿Qué pasa? ¿Sabe la hora que es?

   —Por favor, doctor. Es urgente.

   Perry da un largo suspiro antes de entreabrir la puerta, resguardando su cuerpo detrás de la misma. En cuanto lo hace, una punzada de temor le comprime el vientre. Miller no está solo. Lo acompañan dos tipos a los que no conoce, ambos con una gorra de visera. Uno de ellos lleva un bigote muy poblado, como el de un mariachi. Para alivio del fiscal también está Rico, el otro guardia, un tipo que, hace tiempo se le antojó, tiene aspecto bonachón y confiable.

   Así y todo, Perry desconfía.

   —¿Quiénes son estos señores? –inquiere, atravesando con su mirada los ojos de Miller.

   El mariachi sonríe y hace una venia informal.

   —Dick Anderson, señor. De la CIA. Tenemos órdenes de reforzar su guardia. Mi compañero y yo vamos a estar en el pasillo, custodiando la puerta.

   —Ridículo –se queja el fiscal–. Nunca fue necesario tanta…

   —Lo es ahora, señor. Se ha detectado una célula rusa aquí mismo, en Washington.

   —Es lo que le había dicho, doctor –interviene Miller–. El nivel de riesgo está en alerta roja.

   Es tarde, piensa el fiscal, ¿qué sentido tiene discutir con la CIA? Si esos tipos quieren quedarse ahí afuera que lo hagan. Solo espera que no fumen ni hagan demasiado ruido.

   —Está bien –acepta encogiéndose de hombros. Amaga cerrar, pero el zapato de Miller lo impide.

   —Disculpe, doctor –dice el guardia–. Pero… su técnico vino esta noche a verlo. Suponemos que le trajo el arma. –Perry lo mira sorprendido. Miller asiente y señala a los de la CIA–. No se preocupe, ellos lo saben.

   —Sí, me trajo una… Bersa, creo. Y ahora si me disculpan…

   —Espere, doctor. Un minuto más. Necesitamos ver esa pistola.

   —¿Cómo? ¿Está loco? ¿Viene a esta hora por esa ridiculez?

   —Ninguna ridiculez, doctor. El agente Anderson es un experto. Debe revisar su arma para verificar que funcione como corresponde.

   —¡Que lo haga mañana! ¡Ahora me voy a dormir! ¡Sabe lo que significa para mí perder estas horas de sueño! ¡Tengo mucho trabajo!

   —Lo sabemos, señor fiscal, pero esto es por su seguridad. –La voz de mariachi suena calma pero firme, esa clase de voz que no acepta desacuerdos-. Es mi deber no salir de aquí hasta revisar el arma.

   —Pero es que… el técnico me enseñó a amartillarla. Funciona bien.

   —Eso nunca se sabe –replicó la voz calma–. Ha habido casos en que se ha encasquillado al usarla…

   —Pero…

   —Incluso ha explotado por defectos de fábrica, volando la cara del dueño. Lo siento, señor. Debo revisarla ahora mismo. Es el protocolo.

   —¡Dios mío! –estalla Perry, se encamina hacia la mesita de luz–. ¡Ustedes y sus malditos protocolos!

   Perry extrae el arma de uno de los cajones y al voltear lo sorprende que los hombres han entrado.

   —Permítame –dice mariachi acercando su palma. Perry duda un momento y le entrega la pistola. El tipo la manipula con mano hábil–. Es buena. Algo vieja, pero en buen estado.

   —Gracias –ironiza el fiscal, solicitando el arma con su mano–. Y ahora si me permiten…

   Sorpresivamente, el compañero de mariachi saca una Glock y apunta al corazón de Perry, quien, confuso, mira sonriendo a mariachi, luego a Miller.

   —¿Qué es esto? –atina a decir.

   —Entre al baño… señor –es el único comentario del agente Anderson, al tiempo que se coloca guantes de hule.

   —Pero…

   Miller busca tranquilizarlo.

   —No se preocupe, doctor. Es… rutina. Van a revisar el departamento, por si hay una bomba.

   Perry se niega a entender, huye de la realidad con su habitual prepotencia.

   —¿De qué bomba está hablando, imbécil? ¡Llame al jefe del operativo! ¡Quiero hablar con el jefe! ¡Ahora mismo!

   -¡Entre… al… baño! –ruge mariachi, y su compañero toma a Perry de la camiseta para introducirlo en el pequeño cuarto, aún a oscuras.

   —No se preocupe, doctor –alcanza a repetirle Miller, antes de que la CIA se encierre en el baño con él. Luego le hace un gesto a Rico–. Empecemos.

   Los guardias se colocan guantes de hule, y mientras Miller limpia con un trapo todas las huellas posibles, Rico pasa por el piso una pequeña aspiradora portátil.

   Se escucha un estampido. Miller paraliza su accionar por unos segundos. Luego continúa. Los guardias no se miran. Al rato salen los de la CIA del baño, cierran la puerta.

   —Arreglá la cerradura –le dice mariachi a su compañero–. Yo me encargo del celular y la computadora.

   Cuando Miller se encuentra frente al agente Anderson, siente algo de miedo. Trata de caerle simpático.

   —El presidente va a estar muy contento… digo… por el operativo.

   Anderson lo mira de arriba a abajo.

   —¿El presidente? Se enterará por los medios. ¿O cree que necesitamos su permiso para hacer nuestro trabajo?

   Miller traga saliva.

   —Claro… claro…

   —Ahora bajen a la guardia y háganse los idiotas, es lo que mejor les sale.

   Miller asiente y sale. Oprime el botón del ascensor, espera al otro guardia antes de entrar.

   —Odio a ese tipo –le dice en voz muy baja.

   6:00 AM

    Lerner lee su cuento por segunda vez, y decide que buscará el punto propicio donde agregar un detalle que se le había escapado, la mención de que los agentes de la CIA han maniobrado para dejar residuos de disparo en la mano de Perry. No quiere omitir ningún detalle. Vuelve a leer desde el principio. Bebe un sorbo de café. Saca un cigarrillo de la cajetilla, toma el encendedor, se arrepiente y abandona el cigarrillo en un poblado cenicero de vidrio. Maldice. Cuando le encargaron el cuento en esa revista le pidieron que investigara bien el caso, y que lo desarrollara según su criterio. Pero sabe que no existe tal cosa en una publicación. El editor le dará curso solo si concuerda con su propia teoría acerca de la muerte del fiscal. Previendo eso y demostrándose a sí mismo una falta elemental de escrúpulos, Lerner ha plasmado tres versiones diferentes del cuento. En la primera el fiscal entra en pánico y se suicida. En la segunda se trata de un suicidio inducido, por amenaza directa a sus hijos. Y la tercera, la que acaba de escribir, no está nada mal. Pero, ¿cuál? ¿Cuál de esas versiones coincidirá con las apetencias del editor? ¿Acaso le conviene entregar las tres juntas para que el tipo elija? No, claro que no. Se sentiría uno de esos periodistas mercenarios que siempre marchan por donde sopla el viento. Eso le recuerda la anécdota de un profesional que fue a buscar trabajo en un diario y como prueba le propusieron una nota acerca de Dios. Cuando el periodista preguntó: “¿a favor o en contra?”, fue contratado inmediatamente. La antítesis de lo que él siempre soñó ser. Un periodista independiente, comprometido con la verdad. La verdad. La verdad os hará libres. Y al murmurar estas palabras, el milagro sucede. Pero esta vez con una fuerza inusitada que lo sacude desde las entrañas. Algo que nunca antes había sentido, como una trompada inmaterial que le destroza el plexo. Dios mío. Siente miedo de lo que está vislumbrando. Apenas puede dar crédito al rompecabezas que termina de armarse en su cerebro. ¿Sería eso lo que realmente pasó? Porque si esa es la verdad, temblarán los cimientos mismos que sostienen la Nación. Y si no lo es… pasará por un demente, o un escritor trasnochado enmarcado en la más catastrófica de las ficciones. Un sudor helado le atenaza el cuerpo. Flexiona una y otra vez las manos, buscando irrigarlas, darles vida, bombearles una adrenalina que lo inunda. Mira la página en blanco en su computadora. Siente la ansiedad y el pánico al vacío con la velocidad de un meteoro, como si ya no tuviera tiempo para rituales. Está dispuesto a desafiar al mundo, aunque termine víctima de un suicidio orquestado por sus propios personajes. Ya no hay margen para la mentira, y empieza a escribir la cuarta versión.   

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