Tomado de: “Todo lo que usted siempre creyó saber acerca del sexo (y en realidad no sabía ni medio)”, Ediciones de La Flor, Argentina.
Descubrí que la llamaban Rita, “la chica del otoño”, y que triunfaba como vedette en un teatro pornográfico de cuarta categoría. Eso de “la chica del otoño” le venía por el acto que la hiciera famosa en el ambiente de la noche: aparecía en el escenario cubierta por hojas de árbol y las dejaba caer, poco a poco, una por una, mientras contoneaba su cuerpo al ritmo de una melodía cadenciosa y sensual. Cuando terminaba el acto permanecía con los brazos abiertos, dejando a la vista su tronco desnudo, hermoso, apetecible, rematado por una cabellera rubia y salvaje que encendía los sueños de muchos hombres solitarios. Si alguien dijese que era la mujer más bella de Buenos Aires se quedaría corto.
Esa noche la esperé en su camarín, sentado en una silla desvencijada junto al espejo. Ella entró después de su número, estaba por completo desnuda pero eso no parecía incomodarla. Resultaba increíble que pudiera manejar ese cuerpo con tanta naturalidad, un cuerpo capaz de provocar más de un infarto a cualquier desprevenido.
-¡Eh! ¿Quién es usted? –dijo en cuanto me vio.
-Hola, linda –respondí, sin dejarme impresionar.
-¿Cómo entró aquí? ¡Salga inmediatamente!
Me puse de pie.
-Tranquila, piba –y la tomé de la muñeca para obligarla a sentarse en un sillón tapizado con terciopelo rojo, algo descosido.
-¡Suélteme, bruto! ¡Suélteme o grito!
Le di un cachetazo. Sus ojos verdes lagrimearon veneno.
-¿Qué quiere de mí? –llorizqueó.
-Así está mejor –dije, y encendí un cigarrillo-. Vine para arreglar un negocio.
-¡Yo no tengo ningún negocio con usted! –protestó cruzando una pierna. Y cuando notó que yo miraba sus tentadores muslos, agregó-: ¡Por favor, váyase! ¡Yo a usted no lo conozco!
-Pero yo sí te conozco a vos, muñeca.
-¿Qué quiere decir con eso?
Noté que le temblaban los labios.
-Lo sé todo, flaca. Te investigué de arriba abajo. Sé que tu verdadero nombre no es Rita, y mucho menos “la chica del otoño”.
Ella se puso roja, casi como el terciopelo del sillón.
-No… no sé de qué me habla –trató de eludir.
-Vos te llamás Raquelita Jakubovicz, sos licenciada en Economía y trabajás como vicedirectora en una fábrica de heladeras, ¿No te cansás de esta doble vida, nena?
-¡Usted no tiene pruebas! –dijo desafiándome.
Fue entonces que saqué un sobre del bolsillo de mi saco, y se lo di. Ella lo abrió nerviosamente. Sus labios se contrajeron cuando tuvo ante sí la serie de fotos que le había tomado, fotos en donde ella aparecía totalmente vestida y con un portafolios bajo el brazo. Al verlas, avergonzada, se puso a llorar.
-Es verdad… –dijo moqueando-. Pero no es lo que usted piensa.
-Yo no pienso, chiquita.
-Es cierto que en esa empresa de heladeras me pagan muy bien, ¡pero no lo hago por dinero! ¡Se lo juro!
-No tenés que jurar, bebé.
-Todo empezó cuando yo tenía 16 años. Hasta ese entonces me ganaba la vida de una manera decente, como prostituta en Plaza Flores. Pero después… usted sabe… las malas compañías… Empecé a salir con un estudiante de Arquitectura, luego empecé a frecuentar ingenieros, abogados, contadores públicos… incluso… llegué a comprarme una tabla de logaritmos…
Sentí lástima por ella. Pero supe que debía endurecer el corazón si quería lograr mi objetivo.
-Poco a poco entré en un círculo vicioso del que no pude salir –prosiguió-. Y cuando me quise dar cuenta, ya había aprobado mi primera materia en Ciencias Económicas.
-¿Por qué no pediste ayuda? –pregunté.
Ella me miró, y su sonrisa fue una mueca de amargura.
-Nadie ayuda a una estudiante de Economía –dijo, para entonces agregar con desesperación-: ¡Ya estoy metida en esto y no se puede volver atrás! ¡Por favor, no me delate! ¡Si en el teatro se enteran… me echarían a la calle… perdería lo único decente que me queda en la vida!
La miré largamente, gozando del poder que ejercía sobre ella.
-No voy a contar nada –dije pasando mis dedos por su cabello dorado-. Es decir, si llegamos a un arreglo, mami.
Ella pareció comprender. Cerró los ojos y asintió con la cabeza.
-¿Es usted detective?
-No. Soy neurocirujano, pero me gano la vida vendiendo pantimedias en el barrio de Once.
-Entiendo.
Desde esa noche ella me “visita” una vez por semana, según mis necesidades. Y lo que es mejor, no me cobra. Admito que me siento un poco sucio por utilizar de esta manera a “la chica del otoño”. Pero… qué se le va a hacer. Realmente necesitaba que alguien llevase la contabilidad en mi negocio de pantimedias.